MUSICA
La calle, como el desierto, se llama Sonora. Y, como todo el DF, está cargada de sonidos. Los baffles de una “tienda de alcoholes” –las más refinadas versiones del tequila y, también, las otras–, orientados hacia la calle, dejan oír a Soda Stereo en vivo. Juan Gabriel, boleros tradicionales, “los más bellos clásicos” y “los mayores éxitos melódicos” suenan desde pequeños parlantes llevados en bolsos en bandolera por infinidad de vendedores que suben a los atestados subtes ofreciendo CD “en formato MP3 y en formato normal”. Los organilleros, en las escalinatas del palacio de Bellas Artes, en el Zócalo, frente al Palacio de Gobierno, y en la calle de Tacuba, hacen sonar instrumentos en que la desafinación es intrínseca a la melancolía, al lado de los pequeños hornillos donde se asa el maíz y los puestos donde se venden porciones de granadas. En uno de los organitos, como un eco, se reconoce, apenas, un aria de Puccini.
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