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Jueves, 4 de octubre de 2007

LITERATURA

Textual

Eugenia me dijo que quería psicoanalizarse por teléfono, prefería que no nos viéramos; yo me negué, le expliqué que de esa forma el tratamiento no iba a funcionar. Ella insistió en su insólito pedido; dijo algo raro, algo que me pareció más una amenaza que un argumento: “Verme puede hacerle mal”. Me mantuve firme. Al fin vino a mi consultorio pero no me dio la mano. En ese instante interminable, parado en la puerta con la mano derecha alargada en el aire, me sentí más avergonzado que furioso; el motivo de mi turbación resultaba obvio: Eugenia era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Rubia, sus ojos azules eran tan grandes, tan fuera de proporción, que me costaba decidir si eran bellos o monstruosos. Experimenté una dolorosa urgencia de poseer esa belleza. El ruido del arranque del motor de la heladera me rescató de la fascinación.

–Fui leprosa –dijo como saludo.

Me sorprendió. Se podía suponer que su negativa a darme la mano se debía al temor de contagiarme, pero todavía resonaban en mí sus palabras: “Verme puede hacerle mal”. Eugenia tenía razón: verla me hacía sufrir. Me enamoré de ella en un instante y, en el mismo instante, me atormentó la pena de saber que no sería correspondido. Traté de recomponerme, de ubicarme en mi papel de psicoanalista. Su carrera parecía colgar del extremo de la manga de la camisa. De golpe me horrorizó imaginar que la sostenía con una pinza, que la lepra había mutilado sus manos.

De “La bella del leprosario”, en Amor propio, Alfaguara.

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