Sábado, 15 de marzo de 2008 | Hoy
MUSICA › LAS MIL FACETAS DE UN COMPOSITOR úNICO, IMPRESCINDIBLE
Siempre inconforme, capaz de derribar las barreras que imponía la crítica y el mercado y barajar y dar de nuevo cuando fuera necesario, Dylan construyó una historia excepcional sin siquiera planteárselo, enhebrando un precioso collar de discos.
Por Cristian Vitale
Olvida lo muerto que tú has
dejado, no te seguirá
(“It’s all over now, Baby blue”)
El 24 de marzo de 1966, durante un concierto olvidable en París, Bob Dylan se peleó feo con el público. Al otro día, un reconocido diario de Francia lo mató: “Dylan, volvé a casa”. 46 horas después, en Londres, sucedió la recurrente anécdota que el mundo del rock se encargó de reproducir hasta el cansancio: alguien le gritó Judas y él lo eclipsó con un sutil “sos un mentiroso”.
Aquella accidentada gira por Europa –época Blonde on Blonde– no fue más que la consecuencia esperada del cenit al que puede llegar un provocador. Ya le había cavado la fosa al movimiento folk, cuando se despachó con una fulminantemente eléctrica versión de “Maggie’s Farm”, ante miles y miles de gestos de rencor en el Festival de Newport (1965). No sólo eso –la herejía de electrificar un género en principio inmutable–, sino hacerlo secundado por una banda potente –Paul Butterfield– y vestido con ropa de cuero made in Carnaby Street crispó a la ortodoxia. Incluso, ya lo habían acusado de traidor y vendido mucho antes: en 1962, cuando los más astutos pudieron descubrir “Mixed up confusion”, el simple electrofolk que había quedado afuera del disco debut. Ya Joan Baez, su yang femenino, le había bajado el pulgar acusándolo de haber abandonado la causa de los marginados para convertirse en el rey del rock and roll. Ya los veteranos izquierdistas lo odiaban por haber expresado, en estado de total ebriedad, su identificación con Lee Harvey Oswald, tres semanas después de haber asesinado a Kennedy. Ya una parte de la vanguardia neoyorquina no le perdonaba sus diatribas contra Andy Warhol (“Like a Rolling Stone”) o Phil Ochs. Ya todo eso había pasado cuando Robert Zi-mmerman, de Minessota, tenía apenas 25 añitos, siete discos grabados y más de 300 canciones escritas. Inigualable.
Todo estaba pasando cuando, tal vez como parte del mismo juego, aquellos detractores de Newport se arrodillaban ante una deidad que, a través de una simple canción de marxista errante (“Motorpsycho Nightmare”), se burlaba del conservadurismo de los granjeros ricos con una frase elocuente (“Tenía que decir algo que le cayera muy mal, entonces dije ‘me gustan Fidel Castro y su barba’”). Cuando a un austero, antiguo y estremecedor alegato ultra folk (Bob Dylan, 1962) le sucedían The Freewheelin’ Bob Dylan, The times are A’Changin o Another side of Bob Dylan y el poeta enriquecía, entregando versiones, las arcas de unos congéneres por cierto menos inspirados. ¿Quién se acordaría de Peter, Paul & Mary si no fuera por la versión de “Blowin’ in the Wind” que se convirtió en el simple más vendido de la Warner?, ¿Quién incluiría a The Byrds entre una de las bandas más importantes del período si antes no hubiesen grabado “Mr. Tambourine Man”, con el visto bueno de su creador? “Hasta se puede bailar con esto”, dicen que dijo. ¿Quién le hubiese dado trascendencia a Martin Luther King si Dylan no hubiese estado entre los 200 mil militantes que nutrieron la marcha sobre Washington?, ¿Quién hubiese inducido a Lennon en escribir “buenas” letras o fumar marihuana, convocado a sus conciertos –en primera fila– a The Animals, los Stones, los Beatles –todos juntos– o provocado la admiración casi enfermiza de Jimi Hendrix, Neil Young, David Crosby, Bruce Springsteen, Bono o Stevie Wonder?, ¿Quién pudiese haber derribado de un plumazo la intocable historia de los Estados Unidos (“With god on our side”), inaugurar dos géneros (el folk rock y el rap) en un solo disco, Bringing it all back time (1965), y contestarle a sus detractores, los puristas, con otro aún más alucinado, provocador y reventado como Highway 61 Revisited?
Existe un dato imposible de soslayar para explicar el excéntrico péndulo dylaniano: la influencia que ejerció en el artista más influyente de la música popular de Occidente Bound for Glory, la autobiografía de Woody Guthrie. Peter Shelton la remarca como la Biblia de Dylan y el dato no es menor. Ambos hubiesen sido el otro, si se hubiesen trocado las épocas. El poeta de la depresión, el padre de los beats y de los hippies, ese anarquista que se adelantó a su tiempo era tan inestable, irritante y genial como su émulo. Seguramente durante esos cinco años –y probablemente durante toda su vida– Dylan se haya sentido la reencarnación de Guthrie. De ahí su esquizofrenia vital, su despersonalización por la positiva capaz de meterse, sin querer, en la subjetividad del otro para modificarlo.
Así fue siempre. Antes del accidente en su moto Triumph 500 que lo recluyó en Woodstock (1967) y después, cuando Nashville Skyline (1969) inventó otro género, el country rock, y desparramó sus estelas hacia Crosby, Stills, Nash & Young, James Taylor, Carole King, Johnny Cash o Elvis Costello; cuando la prensa lo aniquiló por haber grabado Self Portrait (1970) –la Rolling Stone escribió: ¿qué es esta mierda?– y lo resucitó con la revancha del mismo año (New Morning). Cuando una arrepentida Joan editó un disco entero en su honor, y The Hollies la imitó. Cuando los discos de los primeros ’70 hablaban de la paz hogareña y el orden familiar, mientras las giras con The Band eran un descontrol absoluto, parecidas a las que haría con Grateful Dead. Cuando, durante la presentación de Planet Waves (1974), declamó una certera metáfora de su vida (“Jugué a ser Bob Dylan”) y, poco después, se convertía al cristianismo con una trilogía de discos que la prensa destruyó (Slow train coming, Saved, Shot of love). Cuando en 1989 (época Oh! Mercy) Jack Nicholson casi se derrite al presentarlo en Live Aid, y él aprovechó la exposición para pedir un mismo festival pero con el fin de levantar las hipotecas de los granjeros pobres del sur, una vieja inquietud proveniente de la época de “Ballad of Hollis Brown”, y a los dos meses Neil Young y Willie Nelson armaban Farm Aid.
Notable ejemplo: 25 años después de haber sido nombrado “el padre del rock”, Dylan abría un poco la boca y el mundo volvía a girar a su alrededor. Hoy, con 66 años a cuestas y un par de glorias y ocasos más sobre sus espaldas –Modern Times, el último disco, es sencillamente brillante–, el viejo poeta visita por tercera vez Argentina. ¿En qué parte del péndulo estará?... Sea cual fuere, Dylan sigue siendo el más lúcido y consecuente representante de la quintaesencia del rock durante todas sus épocas: la inconformidad ante lo dado. ¿O acaso alguien lo sigue llamando “el portavoz de las causas nobles”?
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