Lunes, 31 de marzo de 2008 | Hoy
LITERATURA
Un espejo, en el fondo, le ofreció de pronto una vista panorámica de su propia cara. Quedó estupefacto. No podía ser ese hombre de rasgos maduros, desaliñado como cualquiera de los borrachines que a metros, en la barra, todavía digerían su alcohol en secreto, arqueados para cobijar bajo el ala negra de la espalda la hermosura castigada de un vicio. El mozo, que no se distinguía demasiado de los parroquianos, tomó su pedido sin asombro: en lugares donde trasnochados y taxistas se mezclaban, parecía razonable que le ordenaran un café con milanesa completa a las ocho de la mañana.
Se miró de nuevo, y sintió que toda la decrepitud se balanceaba en un gesto irónico, de gran hidalguía, que hasta entonces desconocía: nacía en sus cejas y se extendía a la frente cuando se detenía a mirar algo. El gesto ponía en sus ojos una tensión anómala, sobredimensionada, de ave rapaz. Aunque quizá simplemente naciera de un modo de indagar su propio reflejo. Se miraba como si percibiera a dos hombres superpuestos en uno, una imagen desdoblada reabsorbiéndose en un cuerpo, algo exactamente inverso a lo que ocurre cuando entre los ojos se ubica un dedo.
* Fragmento de Ida (Norma).
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