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Poeta de tiempo completo
Por Juan Sasturain
Hay que tener humor, corazón y huevos –y saber que se los tiene– para publicar en vida los Poemas póstumos y cerrar el libro que reunía Todos los poemas (De la Flor, 1972) con estos versos, los finales de “Solicitada”: “Yo no soy / de aquí; apenas me siento una memoria / de paso. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio / por este mundo desgraciado. Le daré / la vida para que nada siga como está”. Y hacerlo. Porque ese hombre que murió desguarnecido pero con las armas en la mano apenas cuatro años después, sabía y respetaba el valor de las palabras. Era un hombre entero, y un escritor en serio.
Ahora, cuando se lo leía poco, llega la bienvenida película. La reedición que hizo Adriana Hidalgo hace unos años, de Los pasos previos, su única novela –“una crónica jodona, capaz que dramática, de las perplejidades de nuestra inteligencia ante el surgimiento de las primeras luchas populares”, la definió Walsh– nos devolvió un texto que como La canción de nosotros, de Galeano, e incluso el Mascaró, de Conti, son más representativos y sintomáticos de la época que de los autores. Porque Urondo, que fue periodista y de los buenos –y ahí está La patria fusilada (1973) para testimoniar el oficio–, frecuentó el ensayo literario como cronista y lector atento de su generación, pero fue sobre todo poeta y, en este caso sí, de los mejores.
Es cierto que últimamente –tres décadas...– se lo ha leído salteado y con anteojeras ideológicas reversibles: la predisposición celebratoria ante el poeta militante victimizado o el prejuicio frente a una palabra que se supone meramente instrumental. Claro que tampoco estaban los poemas a mano para verificar. Después de aquella edición de De la Flor, poco y nada anduvo por las librerías. Hasta que hace unos años, a fines de los noventa, Juan Gelman armó para la editorial Seix Barral una hermosa antología de su amigo. Es la que anda por ahí, se llama Poemas de batalla y al seleccionador no le gustó el título elegido finalmente por alguien que no era él (ni Paco, claro). Y con razón: da una idea algo estrecha del contenido del libro y sobre todo de la actitud del autor a la hora de versear. Acaso se debió precisar un detalle: durante veinticinco años de leer, escribir y publicar poesía, la primera batalla de Urondo –no la única, por supuesto– fue por la expresión justa y contra la estimulante opacidad de las palabras. “La crueldad no me asusta y siempre viví deslumbrado / por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta”, escribió en La pura verdad, a mediados de los sesenta, para concluir: “Sin jactancias puedo decir / que la vida es lo mejor que conozco”. Algo que la misma vida podría haber dicho de él.