Sábado, 30 de abril de 2005 | Hoy
CIENCIA Y LITERATURA
Julio Verne es algo así como el padre de la profecía, el más victorioso entre aquellos que trabajaron el futuro como materia literaria en fusión y fabricaron con él bellas estatuas de bronce que aún hoy perduran. El italiano Emilio Salgari (1865-1911), por su parte, también intentó ese camino en Las maravillas del 2000, y ambos imaginaron un futuro erróneo, un futuro que no encaja con los hechos ahora que fatalmente se hizo presente, pero que no se desvaneció como literatura, ese depósito de todos los pasados... y de todos los tiempos por venir.
Por Guillermo Piro
Contra lo que se suele decir, el proyecto novelesco de Julio Verne es mucho menos original de lo que parece. Tiene precursores y antecedentes (todos los tienen), en particular entre los primeros escritores franceses de anticipación científica, como La Follie, Nogaret, Lemercier. Incluso podemos remontarnos a Voltaire, y el mismo Balzac intenta con La comedia humana (1841) realizar –a su modo, que siempre es un poco improbable– una encuesta científica sobre el hombre y la sociedad (en ella abundan los hombres de ciencia y los temas científicos). Lo que ha hecho Verne, en todo caso, es conseguir que la ciencia ya no esté presente en su obra, sino que sea omnipresente. La ciencia entonces habita en las novelas de Verne con teorías, enigmas y presuntas soluciones. En El Capitán Hatteras (1864) intenta verificar la existencia de un mar libre en las regiones árticas, en el Viaje al centro de la Tierra (1864) examina la validez de la teoría del magma central, en Robur, el Conquistador (1886) trata de dirimir la disputa entre los partidarios de aparatos voladores más pesados que el aire y los adversarios.
De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1865) es un simpático compilado de errores científicos. En la primera novela se prevé que una nave espacial pueda dar vueltas alrededor de la Luna eternamente (lo que está conforme con lo que hoy hacen los satélites) y explica cómo los tripulantes no oyen la detonación porque viajan a una velocidad superior al sonido, cómo sufren trastornos terribles al salir de la atmósfera y cómo la falta de gravedad provoca variados incidentes. Pero en ella se afirma que si uno de los viajeros saliese de la nave, el aire encerrado en su cuerpo lo haría reventar como un globo. Sin contar con el hecho de que el cohete en cuestión llega a la órbita lunar a causa de una mera percusión, un disparo de dimensiones gigantescas.
Desde cierto punto de vista, Verne debería ser considerado más bien un autor de “política ficción” que de ciencia ficción. Sus novelas abarcan desde el mercantilismo de la Bay Hudson Company británica a la insurrección musulmana de Kachgarie, de la trata portuguesa en el Congo hasta la erupción antialemana en Livonia, de la guerra de los Taiping a las luchas nacionales de los húngaros, transilvanos y búlgaros; de la venta de la Alaska rusa a la rebelión de los cipayos. Verne está notablemente familiarizado con el conjunto de las tensiones políticas del planeta, en particular durante la segunda mitad del siglo XIX.
Es casi imposible no concebir el futuro como una proyección ampliada del presente. Eso corre para Verne, pero aún más para Emilio Salgari, para quien el año 2000 significaba el punto de convergencia de todos los futuros posibles, la época en que éstos se cristalizarían en una especie de destino inevitable. Visto hoy, ese futuro se presenta como un abanico de posibilidades que año a año se va estrechando cada vez más, hasta quedar reducido a lo que definitivamente es.
Las maravillas del 2000 se publicó por primera vez en 1907, pero puede presumirse que fue escrita en 1903, dado que en ella se brinda con champagne “por nuestra resurrección en el 2003”. La novela dista mucho de ser una obra maestra, que quede claro. La trama no es de las más exuberantes: dos hombres, dispuestos a conocer el futuro, ingieren una poción que los mantendrá dormidos durante cien años. Al despertar (han dejado instrucciones precisas para que ello ocurra) conocerán las maravillas y los peligros del tercer milenio. Ni siquiera es original la idea del sueño secular. Falto de originalidad, entonces, Salgari se sirvió del desarrollo técnico como punto de partida para las conjeturas más bizarras. El libro apunta a creer en la posibilidad de un futuro inminente, de concretar el sueño de la construcción de un futuro mejor. Pero al mismo tiempo advierte sobre ciertos peligros, sobre todo el excesivo desarrollo de la electricidad, que según Salgari podría traer consigo resultados catastróficos.
El temor a la electricidad puede tener relación con el viejo miedo a lo ignoto: si la electricidad es invisible, entonces eso lleva a suponer que al mismo tiempo sea difícilmente dominable. Todo escapa a los esquemas salgarianos habituales, para no hablar de los esquemas vernianos, a los que intermitentemente Salgari se acerca para alejarse de inmediato.
Mejor práctica que la de imaginar futuros posibles es especular sobre cómo se puede comprometer el futuro a que se realice dentro de las pautas de nuestros deseos. Pero éstas son necesariamente inseguras. Cada opción elegida se disuelve en otras elecciones menores, igualmente capaces de marcar el futuro con su impronta imprecisa. Por otra parte, siempre pueden sobrevenir fatalidades que condicionen el futuro más que todas las presuntas opciones voluntaristas. Puede ser un cataclismo como el de la disolución del casquete antártico, catástrofes históricas como el desencadenamiento de una guerra que acabaría con la especie humana, reivindicaciones históricas como Niza y Córcega nuevamente en manos italianas (Salgari nunca ocultó sus simpatías por Garibaldi, que durante toda su vida lamentó la pérdida de Niza en 1866; como se dijo muchas veces, Sandokán y Garibaldi tienen muchas afinidades en común que no pueden considerarse casuales), medidas “higiénicas y terapéuticas”, como la de los anarquistas confinados en el Polo Norte. O calamidades como la concreción de cualquiera de las múltiples amenazas de dominación del mundo en manos de una ciencia cada vez más certera y menos sabia. O aberraciones como el quiebre repentino de la cuerda humanitaria.
Las maravillas del 2000 es un claro ejemplo de lo que se llama “literatura de anticipación”. Este género, en el que el escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock veía una deformación de la literatura de imaginación, consiste en describir escenas y acontecimientos futuros que tienen lugar a una distancia conveniente: ni demasiado cerca en el tiempo como para evitar una desmentida inmediata a cargo de los hechos, ni demasiado lejos como para impedir que el valor didáctico de la obra se diluya en la lejanía y la posible lección sea inimaginable. Wilcock percibía que, con el correr del tiempo, lo que el autor había escrito se volvía mentira: “O sea que deja de ser una novela, porque ya no puede provocar aquello que en inglés se llama suspension of disbelief y que, a falta de otras palabras, llamaremos fe”. Se trata por lo tanto de un género literario de vida limitada, el único caso de una obra de la imaginación que a partir de determinado momento deja de existir. Wilcock insistía en una paradoja irrefutable: un joven que en el año 2010, revisando la vieja biblioteca de su abuelo, se topara con la novela Las maravillas del 2000, probablemente pensaría que el libro trata (pongamos por caso) de la llegada del hombre a Saturno. Pero al abrirlo encontraría un mundo que nunca existió, completamente equivocado; por el hecho de que pone en el pasado situaciones incompatibles con la historia ese libro ya no puede leerse como una novela, sino solamente como un documento psicológico de las preocupaciones de otra generación. “Por eso y por otras razones –escribeWilcock– el género en cuestión está destinado a desaparecer.” La diferencia entre la literatura de anticipación y la ciencia ficción es la misma que existe entre la idea del siglo XIX de que el futuro se puede deducir irremediablemente del presente y la de que el futuro pertenece más al orden de lo arbitrario.
La novela de Salgari sucumbe ante una especie de apoteosis del pensamiento científico, en medio de un cúmulo de previsiones erróneas: las guerras acabaron para siempre en 1940, cuando después de una masacre ejemplar las distintas naciones del mundo decidieron abolir para siempre la guerra; el contacto con los marcianos data de 1960; el mundo, dominado por una paranoia celiniana, corre el peligro de ser invadido por los chinos, “increíblemente prolíficos”. Pero también hay otras acertadas: Inglaterra, “siempre rica e industriosa”, perdió todas las colonias; Turquía fue definitivamente arrojada al Asia Menor; Polonia es una novedad geográfica. Y otras que no son más que una expresión de deseo, la prueba del nacionalismo incipiente del autor: Italia es “la más poderosa de las naciones latinas”.
La ingenuidad de Salgari en todo lo relativo a física es proverbial y los cálculos que hace sobre la velocidad de las naves voladoras en las que se mueven los protagonistas son completamente errados. Cuando un descendiente, ante la prisa por descongelar a los dos bellos durmientes, ordena a su criado negro que avance a toda máquina, a 100 millas por hora (185 km/h), deja entender que concibe como una victoria de otro siglo una velocidad aérea que muchos vehículos terrestres alcanzarían pocos años después de la publicación del libro. Salgari imagina un mundo futuro de naves voladoras impulsadas por alas como las de los pájaros o los insectos, cuando ya en su época era una antigualla científica, una solución imposible de concebir: tratar de imitar el vuelo de los pájaros es tan absurdo como tratar de imitar el andar del hombre sustituyendo con dos pares de piernas mecánicas las ruedas de los autos. Muchas de sus profecías no sólo son erradas para el 2003, sino para 1903. Considera extintos a los automóviles y a las máquinas de vapor. ¿Por qué? Tal vez porque lo que prevalece allí es un miedo antiguo: el ruido. Dice el crítico Pier Luigi Bassignana: “Quien quiera sintetizar en un único elemento el aspecto que más diferencia a la sociedad industrial de las sociedades precedentes, debería sin lugar a dudas reservarle el primer puesto al ruido”. Es cierto. Las sociedades preindustriales debían ser más silenciosas. El ruido inspira miedo, porque normalmente se lo entiende bajo la forma del tronar de cañones, lo que quiere decir que el campo de batalla está cerca. Salgari pertenece a esa categoría de miedosos. En 1907 los automóviles, al igual que las máquinas a vapor, hacían muchísimo ruido. Por lo tanto eran síntoma de barbarie. El progreso habría dejado atrás todo eso. Lo que Salgari parece pedirle al futuro parece no ser más que eso: paz y silencio.
Es óptima la idea de los distribuidores automáticos de comidas y bebidas; un pronóstico justo, la actual propensión a la simplicidad y la comodidad, los amplios ventanales de los edificios modernos. Una buena anticipación de los filtros de agua y los tanques de aire líquido. Salgari no fue un gran profeta pero tuvo algunas intuiciones brillantes.
Las maravillas del 2000 es una novela antiutópica: está escrita por alguien que prefiere el pasado. Su lenguaje es el de un escolar voluntarioso, orgulloso de saber usar a la perfección la lengua italiana: los floreros de cristal siempre están llenos de “flores óptimamente conservadas”; los silbidos son “agudos”; el mar, “infinito” y las tormentas, “poderosas”.
En Julio Verne, la ciencia es mucho más que un mero recurso literario. Está presente como tal, bajo la forma aparentemente austera de la exposición y la vulgarización científicas. Pero Verne no tenía ningún miedo. Verne no intentó solamente ampliar los conocimientos científicos de sus lectores, desarrollar su sentido científico y su respeto por la ciencia y darle un lugar a ésta en la literatura. De manera más general su obra cuestiona, a través de la ciencia, las relaciones del hombre con el universo natural que lo rodea. Verne escribía en una época en que el maquinismo prometía desarrollar las posibilidades humanas sin aparecer todavía amenazante para la ecología. No se plantea el problema de la contaminación atmosférica, ni el envenenamiento de las aguas, ni la degradación del ambiente por la acumulación de los desechos. En Verne, las máquinas se vinculan a la naturaleza para prolongarla y superarla. Existe una imagen que gusta particularmente a Verne que simboliza esta integración: la evocación de las volutas de humo de un tren trepando en torno de los árboles. La utiliza en Los hijos del Capitán Grant (1867) y en La vuelta al mundo en 80 días (1873).
Lo que tanto Verne como Salgari vienen a decirnos es que cuando algo se vuelve posible, cuando algo sencillamente es pensado, es decir, cuando su época lo reclama, tarde o temprano se hará realidad, y entonces tendremos que adaptarnos a su realización, perdiendo una parte de nuestra humanidad. Probablemente escribir no es más que eso: imaginar un mundo, diseñarlo, hacer que vuelen máquinas en él, que el humo se enrosque en las copas de los árboles, y luego llevar a dos personajes a recorrerlo para que al final lo único que encuentren sea la locura. Probablemente sólo se trata de eso: nada de previsión, nada de anticipación, sólo documentos psicológicos que hablen de las preocupaciones de una generación. Las predicciones no importan. Los aciertos no importan. Los equívocos del género, tampoco. Lo que cuenta es la simple e inmensa felicidad de leer. Tal vez en aquello que Juan Rodolfo Wilcock vio un defecto no hay más que una virtud.
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