Sábado, 7 de mayo de 2005 | Hoy
PSEUDOCIENCIA: LOS “RAYOS N” DE RENE BLONDLOT
El curioso episodio de los “rayos N”, a principios del siglo XX, tuvo todas la características de la seriedad primero, de la espectacularidad después, y del desastre y el fraude más tarde, y sumió a su “descubridor”, el francés René Blondlot, en el ridículo, y a su criatura radiante en la inexistencia. Pero la historia tiene sus ribetes caricaturescos, y enseña de qué manera funcionan aún en los ámbitos aparentemente asépticos de los laboratorios los prejuicios, las ambiciones de gloria y aun la mala fe. Y cómo las criaturas más exóticas que inventa el disparate de un científico pueden ser tomadas por el nazismo, la más disparatada de las ideologías.
Por Pablo Capanna
Uno de los últimos libros que llegó a ver publicado el atormentado Horacio Quiroga fue Más allá (1935), una colección de cuentos con los que incursionaba en la ciencia ficción, sin que la crítica –entonces más generosa– lo amonestara.
Quiroga (1878-1937) seguía las huellas de Lugones por los caminos de Poe y Hoffmann, pero ignoraba que el título de su libro sería adoptado en los cincuenta por la primera revista de ciencia ficción argentina, orientada nada menos que por H. G. Oesterheld.
En el cuento “El vampiro”, Quiroga se adelantaba a La invención de Morel de Bioy Casares y a La Rosa Púrpura del Cairo de Woody Allen al imaginar un científico aficionado que lograba darle vida a la imagen fantasmal de una estrella de cine, para tenerla siempre cerca. Como el relato pretendía ser ciencia ficción y no una fantasía gótica, Quiroga dedicaba nada menos que cinco páginas a fundamentar “científicamente” su historia, para lo cual apelaba a unos misteriosos “rayos N1” y citaba en su apoyo a Gustave Le Bon, muy conocido por sus teorías sobre la “psicología de las masas” y un tanto menos como aficionado a la física.
Quiroga llegaba al tema con cierto atraso. La polémica de los “rayos N” (de los cuales los N1 eran la variedad negativa) había agitado el mundo científico durante los primeros años del siglo XX para extinguirse repentinamente cuando un físico norteamericano demostró que no eran más que una ilusión. Nunca más se volvió sobre el tema y, a pesar de todas las revoluciones que atravesó la física a lo largo del siglo XX, nadie los encontró.
El episodio pasó a la historia como una ilusión en la que estuvieron comprometidos amplios sectores de la comunidad científica de su tiempo, una suerte de “alucinación colectiva”, como la llamó Derek de Solla Price, o un ejemplo de algo que podría llamarse “ciencia patológica”, según el rótulo que propuso el físico Irving Langmuir.
No fue el único caso, aunque sí el más resonante; menor repercusión tuvieron los “rayos mitogénicos” que, según sostuvo en 1923 el ruso Gurvitsch, aceleraban el crecimiento de las plantas, y el “efecto Allison” gracias al cual un físico norteamericano decía en 1927 haber descubierto nuevos elementos e isótopos.
La historia de los rayos N tuvo por protagonistas a dos físicos, pero en ella se jugó el orgullo de la ciencia europea humillada por un yanqui; lo peor fue que el engaño afectó a más de un centenar de reconocidos investigadores.
A comienzos del siglo pasado, los físicos andaban cazando radiaciones, con el mismo fervor con que un siglo antes habían perseguido a los gases. Roentgen se había topado con los rayos X en 1895 y al año siguiente Becquerel había descubierto la radioactividad. Para 1900 ya se habían identificado los rayos alfa, beta y gamma.
Fue entonces cuando el francés René Prosper Blondlot (1849-1930) creyó encontrar un nuevo tipo de radiaciones, a las que llamó “N” en homenaje a su universidad: Nancy, en la Lorena.
Los físicos aún no habían llegado a entender la dualidad onda/partícula, de manera que Blondlot se propuso polarizar los rayos X para demostrar queeran ondas. Al hacerlo, creyó descubrir un tipo desconocido de radiación, que era capaz de incrementar la luminosidad del haz emitido por una chispa eléctrica. Cometió el error de confiar sólo en la vista y sucumbió a una ilusión óptica, a pesar de haber reunido “pruebas” fotográficas que sólo él era capaz de apreciar.
Blondlot no era ningún improvisado: pertenecía a la Academia de Ciencias francesa y había recibido tres premios por trabajos experimentales en el campo del electromagnetismo.
Creyendo tener entre sus manos la llave de la fama, Blondlot emprendió el estudio experimental de los rayos N, a los cuales dedicó 26 artículos y un libro, sin contar los 38 informes que firmó su principal colaborador. Encontró un eco inusitado en la comunidad científica europea: entre 1903 y 1906, hubo 120 investigadores que dijeron haber corroborado sus resultados. Se publicaron más de trescientos artículos y tesis doctorales, de las cuales sólo la bibliografía abarca unas sesenta páginas.
Entre quienes respaldaban a Blondlot, estaban el propio Becquerel (con diez artículos) y Arsène d’Arsonval, una autoridad en electromagnetismo. Pero pronto la cosa excedió a la física. Se sumaron el fisiólogo Augustin Charpentier (que publicó siete artículos en un solo mes), Gustave Le Bon, que aprovechó para reivindicar para sí el descubrimiento, y personajes más dudosos, como el espiritista Carl Hunter.
Sin embargo, la unanimidad no era total. Entre aquellos que andaban perplejos por las propiedades atribuidas a los nuevos rayos, se alinearon Lord Kelvin, Langevin y el alemán Heinrich Rubens, el más tenaz de todos.
En septiembre de 1904, el tema se debatió en Cambridge, en un congreso internacional de física. El alemán Rubens, al cual el Kaiser le había encargado estudiar las posibles aplicaciones (¿bélicas?) de los rayos N, no había logrado reproducir los resultados del francés y estaba molesto.
Fue por su iniciativa que se decidió enviar a un veedor: el norteamericano Robert Wood, de la Johns Hopkins University. Wood era experto en óptica, espectroscopia y fotografía. Su “óptica física” era un texto indiscutido.
Mientras tanto, la Academia de Ciencias le había otorgado un importante premio a Blondlot, con un jurado integrado entre otros por Becquerel y el gran Poincaré, aunque este último lo hizo con oportunas reservas.
Wood desembarcó en Nancy, asistió a tres de las experiencias de Blondlot y llegó a la conclusión de que los rayos no existían. De un tirón escribió un artículo en Nature donde, si bien no mencionaba al francés ni ponía en duda su buena fe, destruía todas sus evidencias.
Nunca más se volvió a hablar del tema, que se hizo clásico en el campo de las pseudociencias, junto a los epiciclos de Tolomeo o la entelequia de los vitalistas. Martin Gardner le puso un broche final cuando contó que Blondlot se había vuelto loco y había acabado por suicidarse.
Los rayos de Blondlot parecían tener propiedades más que extrañas. Becquerel pensó que podían transmitirse por cable y Charpentier propuso usarlos para tomar radiografías. El Sol los emitía y bastaba con exponer a la luz un ladrillo envuelto en papel negro para acumularlos. Atravesaban el metal y la madera (siempre y cuando no estuviera verde), pero eran bloqueados por el agua, que suele ser buena conductora. Excitaban algunos compuestos químicos, volviéndolos fosforescentes, pero bastaba con “anestesiar” un trozo de metal (¡rociándolo con cloroformo!) para hacerlo refractario.
El fisiólogo Charpentier “descubrió” que el cuerpo los emitía incluso después de la muerte y que aumentaban la agudeza de los sentidos. Pero cuando nada de eso ocurría, siempre quedaba suponer que estábamos en presencia de los rayos N1 (N negativos) que hacían todo lo contrario. Era la perfecta hipótesis ad hoc. Cuando Wood estuvo en Nancy para fiscalizar las experiencias e insistió en que no veía nada, el francés fue más lejos argumentando que los ojos del observador tenían que estar sensibilizados y que era preciso un silencio absoluto. Al decir de Wood, llegó a sostener que los latinos eran más aptos para ver unos rayos que, por otra parte, “no seguían las leyes ordinarias de la ciencia”.
Robert Wood (1868-1955), que en la versión naïf de esta historia se luce como el brillante joven norteamericano que desenmascara a un caduco profesor europeo, no era por cierto un ascético monje de laboratorio. Más bien tenía fama de ser una suerte de Houdini, un personaje de esos que hoy se llaman debunkers, que ya había denunciado las prácticas fraudulentas de varios mediums espiritistas.
Wood se presentó en el laboratorio de Blondlot hablando en alemán, para que el francés y su ayudante no se dieran cuenta de que entendía sus diálogos. Presenció tres experiencias, en una de las cuales la luz pasaba por un prisma de aluminio para enfocar a los rayos N sobre unos círculos de pintura fosforescente, que iba a hacer brillar.
Amparándose en la oscuridad, Wood hizo algunas trampas. Desplazó un fichero de metal (supuestamente emisor) para reemplazarlo por un mueble de madera, pero Blondlot no notó nada. Luego se metió el prisma de aluminio en el bolsillo y, cuando escuchó que el ayudante murmuraba “parece que el norteamericano hizo algo”, hizo ruido de pasos sin volver al prisma a su lugar, pero los franceses no dejaron de ver el fenómeno. Para entonces no le quedaban dudas y el artículo que escribió fue lapidario.
Con el tiempo, los estudiosos del tema exculparon a Blondlot y le echaron toda la culpa al ayudante Wirtz, que algunos encontraron sospechoso por haber compartido un premio con su jefe.
Pero como en la vida real las cosas siempre son un poco más complejas, el fiscal terminó por volverse casi tan sospechoso como el acusado. Obviamente, los rayos N no existían, porque desde entonces alguien los habría descubierto, pero la seriedad de Wood dejaba un tanto que desear.
Quienes lo conocían solían describirlo como un adicto a las bromas pesadas y los engaños. Ciertas discrepancias entre su artículo original y otro que escribió en 1940 sugieren que el escamoteo del prisma pudo haber sido inventado. En los cincuenta, Wood acabó por fraguar una de las primeras imágenes de un “plato volador”.
Quienes quisieron profundizar la historia también se encontraron además con que la versión de Martin Gardner era un tanto novelesca. No sólo Blondlot no se había vuelto loco (siguió enseñando física y se jubiló como profesor emérito) sino que, de haberse suicidado, no lo hubieran enterrado en un cementerio católico. Hasta tenía una calle con su nombre.
La pregunta del millón sigue siendo “¿por qué hubo tantos científicos que creyeron en los rayos N?”. El caso se ajusta a algunas de las pautas con las cuales Langmuir caracterizaba la “ciencia patológica”. En esos casos, la relación entre los que concuerdan y los que discrepan crece hasta alcanzar un 50 por ciento y luego declina, o se extingue repentinamente cuando hay un hecho espectacular como el protagonizado por Wood. El juicio de los pares y la corroboración de los resultados hecha en forma independiente siguen teniendo todo su valor. Pero el caso muestra una vez más cómo la aceptación acrítica de una tesis que viene avalada por autoridades reconocidas puede estructurarse como un verdadero sistema, que requiere cierto tiempo para disiparse.
Seguramente, Quiroga no habrá sido el único escritor que se hizo eco del “descubrimiento” de los rayos N. Después de todo, no era un hombre deciencia, trataba apenas de mantenerse actualizado y en su momento la autoridad de la ciencia parecía respaldarlo.
Pero las ilusiones suelen sobrevivir a las circunstancias que les dieron origen, son propensas al reciclaje y suelen cambiar de signo con facilidad, a medida que se insertan en nuevos contextos.
Durante un tiempo, los rayos N sobrevivieron al papelón de Blondlot en las narraciones de ciencia ficción. No dejaron de proyectarse sobre las pseudociencias, donde todavía debe haber quien los ande buscando, e inesperadamente aparecieron en un contexto tan siniestro como los orígenes del nazismo.
En los años del auge de los rayos se escribió un libro que aparecería cuando el misterio ya se había disipado. Su difusión no excedió de algunos pequeños círculos esotéricos vieneses, los llamados ariosofistas. Su autor, un monje renegado que había fundado su propia secta antisemita, se llamaba Jörg Lanz von Liebenfels. Entre los lectores de su revista Ostara, se hallaba un mediocre pintor de acuarelas llamado Adolf Hitler. Cuando el pintor ascendió al poder, Lanz festejó y les aseguró a sus acólitos que “Hitler es uno de los nuestros”. Lo peor es que, de haber vivido, hubiera aplaudido todo lo que hizo Hitler.
El libro de Lanz era uno de esos pastiches que hoy se rotulan new age. Mezclaba darwinismo social, arqueología, teosofía, sexo y paranoia, con los templarios y el secreto del Grial. Era tan serio como Los Protocolos de los Sabios de Sión o El Código Da Vinci aunque menos vendido, ya que ni siquiera Hitler llegó a leerlo entero. El título era indescriptible: La Teo-zoología, o la Ciencia de los simios de Sodoma y el electrón de los Dioses (1905). Uno puede llegar a pensar que, con una buena campaña, más de un editor apostaría por un título así.
La historia que contaba el libro es lamentablemente conocida. Estaban los arios (Theozoa) que descendían de los dioses inmortales y los pueblos inferiores (Anthropozoa) que eran bastardos nacidos por el capricho de las diosas que se acostaban con los simios. Lanz (que además de racista y delirante era misógino) trazaba inspirados proyectos de purificación racial que su discípulo el pintor puso en práctica.
Pero a la hora de darle consistencia, era necesario salpicar el mito con algo de ciencia. Es así como Lanz no vaciló en atribuirles a los superhombres arios de la remota prehistoria todos los poderes paranormales que el hombre degenerado de hoy había perdido: entre ellos la “visión de rayos N”.
El superhombre ario fracasó, traicionado por unos rayos que no existían. Superman, el superhombre norteamericano que nació treinta años después y encima era hijo de los judíos Siegel y Schuster, debió conformarse con la visión de rayos X. Pero algunos dicen que ni siquiera así logra ver más allá de sus narices.
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