NOTA DE TAPA
Por Enrique Garabetyan
En una época donde la salud cotidiana está, en buena parte, reforzada por suplementos nutricionales, alimentos enriquecidos y bebidas “adicionadas con”, se vuelve arduo entender que hasta no hace muchas décadas un simple mal se ocupó de reclamar miles y miles de muertes, causar auténticas epidemias y moldear numerosos eventos históricos. Pero su etiología no residía en algún virus adaptable, ni en una bacteria resistente o diabólico parásito. La causa del escorbuto –de esta afección se trata– es hoy una ingenua deficiencia nutricional: la falta de vitamina C.
Cuando los libros de medicina enumeran este mal lo hacen, cada vez más, en los capítulos de historia antes que en los de clínica cotidiana. La definen como “una condición caracterizada por debilidad general, anemia, gingivitis y hemorragias en la piel”. Todo esto agravado por accesos depresivos, irritabilidad, hipersensibilidad y fuertes dolores generalizados.
La explicación técnica agrega que es el “simple resultado de una prolongada ausencia de ácido ascórbico (más conocido como vitamina C) en la dieta cotidiana, cuyos síntomas pueden aparecer, en promedio, al cabo de 12 semanas sin ingerir este nutriente”. Finalmente, agregan, que hoy el escorbuto apenas se lo puede encontrar en algunas poblaciones mal nutridas, y en casos aislados. Además, el tratamiento no es complicado: basta con agregar aportes de vitamina C, preferentemente en forma de verduras y frutas frescas, para recibir la contribución de una molécula que el cuerpo humano no supo aprender a sintetizar pero que es esencial para el crecimiento y reparación de los tejidos.
Sin embargo, tras esa aparente nimiedad se esconde el mal que los marinos sufrían como su peste personal. Y que acababa con más vidas embarcadas tras agotadoras semanas de indecibles sufrimientos, que las muertes sumadas de tormentas y combates.
Allá lejos y hace tiempo
Aunque ya hay referencias que resuenan a escorbuto en relatos de las marchas de ejércitos egipcios y romanos, la primera descripción acertada de sus síntomas se remonta a las Cruzadas. Pero su apogeo, y su fama más oscura, proviene de fines del siglo XV, cuando comenzó la épica de los grandes viajes marinos.
Un ejemplo típico de lo que ocurría por aquellos años lo demuestra el viaje que emprendió el comodoro inglés George Anson, quien partió de Gran Bretaña en septiembre de 1740 con su flamante patente de corso al comando de una flotilla de seis barcos y un objetivo clásico: el pillaje de bajeles españoles que hacían la ruta del Pacífico. Anson regresó a su terruño en 1744, con apenas un navío y una pequeña fortuna. Pero de la lectura del diario de a bordo se deduce que más del 50% de la tripulación original, unos 2000 marinos, en lugar de morir en batalla, abordando galeones de Indias o pereciendo ahogados en medio de tempestades de película, acabaron víctimas del escorbuto. Este mismo problema lo sufrían españoles, portugueses y muchos otros marinos que se aventuraban durante más de ocho semanas fuera de la vista de las costas y del aprovisionamiento de alimentos frescos.
Los médicos generaban inventivas teorías sobre el origen del escorbuto, como ser “el mal de la sangre corrompida por su espesamiento”, “las emanaciones nauseabundas del navío” o “una consecuencia del frío de los mares”. Otras causas glosadas eran “la melancolía” o “el exceso de azúcar en la dieta”. De la misma manera, los tratamientos ensayados –inútiles por supuesto– eran curiosos: suministrar altas dosis de sal, de mostaza, de vinagre, de malta, de agua de mar pura, las tradicionales sangrías, etc., etc. Pero la única “cura segura” era el contacto real del enfermo con tierra firme. Claramente, la vida a bordo de los buques del Renacimiento y el Clasicismo no era precisamente un crucero de placer.
Las pruebas de Lind
Mientras Anson y sus colegas sufrían estas bajas, un cirujano de la misma armada proponía la solución. Y lo hacía luego de realizar un experimento que seguía un muy respetable, para la época, método científico.
James Lind había nacido en Edimburgo y luego de estudiar en el College of Surgeons, se alistó en la armada británica, y fue comisionado en buques que cumplían misiones en las Indias Orientales y en Nueva Guinea. Entre 1740 y 1748 fue médico del H.M.S. Salisbury y a bordo de él realizó una serie de experimentos sofisticados para su tiempo pero que pondrían un antes y un tardío después al escorbuto.
En 1754, Lind, ya retirado del servicio activo, publicó su obra titulada Treatise on Scurvy (Tratado sobre el escorbuto), donde comenzaba recordando experiencias propias, en textos como el siguiente: “El escorbuto comenzó su obra destructiva entre la cuarta y sexta semana en alta mar. Y eso pese a que el agua de a bordo estaba normalmente dulce y en buenas condiciones, y las provisiones y raciones de alimentos todavía no escaseaban. [...] En aquella ocasión, sin embargo, a las 10 semanas de navegación debimos regresar al puerto de Plymouth y desembarcar a 80 hombres de nuestra dotación de 350 marinos. Los 80 estaban severamente afectados por el escorbuto”.
Conejillos de Indias
En 1747, Lind decidió encarar algunos experimentos nutricionales para tratar de establecer con certeza qué cosas mejoraba realmente a los afectados, ya que había numerosas anécdotas y tradiciones contradictorias acerca de qué alimentos frescos y en qué proporción prevenían y/o curaban la “plaga del mar”. De hecho, entre las tradiciones figuraba una que resultaría efectiva: a bordo de muchos buques holandeses se recurría al jugo de limón como “preventivo”.
Para su ensayo, Lind seleccionó a 12 enfermos de escorbuto que exhibían síntomas en similar grado de avance y los dividió en seis pares de dobles. A cada una de las cohortes le suministró la misma dieta básica –galletas, porridge, caldo de cordero, carne salada, porotos, pescado frito y arroz-, pero le adicionó diferentes suplementos. Los agregados iban desde un vaso de sidra diaria hasta obligarlos a ingerir media pinta de pura agua de mar, a sumarle una porción combinada de ajo y mostaza. Otro grupo recibió con la comida dos cucharadas grandes de vinagre. En fin, Lind se dedicó a ensayar los principales suplementos nutricionales que la tradición ofrecía como remedio para el escorbuto. Los dos últimos pacientes recibieron, como ración extra, dos naranjas y el jugo de un limón. Luego de tomar estas disposiciones, Lind se dedicó a observar a sus sujetos y a registrar todos los cambios metabólicos de sus conejillos de Indias.
Como es fácil deducir, la salud de cuatro de los seis grupos de pacientes siguió deteriorándose, aunque los que recibieron el vaso de sidra mejoraron levemente. Pero los que tragaron los cítricos gozaron una clara, rápida y completa recuperación. Así, este casi cirujano –Lind no había terminado aún sus estudios– logró establecer regladamente la superioridad de esta receta.
Una década más tarde publicó su Tratado sobre el Escorbuto relatando las aventuras, los ensayos y los consejos preventivos. Y allí dejó sentado su experiencia personal anotando que “el número de marinos que –en tiempos de guerra– mueren en naufragios, en combates, capturados por el enemigo o de hambre es realmente mínimo frente a las cifras de las dotaciones diezmadas por las enfermedades que (como el escorbuto) azotan a los barcos de nuestra Armada”.
Con su tratado, Lind emprendió un camino de consultor, porque continuó escribiendo y asesorando al Almirantazgo sobre cómo mejorar las horribles condiciones sanitarias que soportaban los tripulantes embarcados (muchas veces a la fuerza). Sin embargo, su comprobado método contra el escorbuto no logró convencer a muchos capitanes de su tiempo y la dieta del limón tardaría varios años en ser adoptada.
De hecho, transcurrieron algo más de cuarenta años y se concibieron nuevas experiencias prácticas antes de que el Almirantazgo emitiera, en 1795, una serie de órdenes generales detallando que todos los navíos que se hicieran a la mar deberían contar entre sus vituallas un generoso cargamento de limas y limones para ser repartido equitativa y periódicamente entre la tripulación.
La consecuencia fue prácticamente inmediata: el escorbuto desapareció de los hospitales del ejército y los registros médicos navales dieron cuenta de una disminución mayor al 50% entre los casos embarcados. Sin embargo, la incredulidad marinera seguía siendo intensa. De hecho, hasta bien entrado el siglo XIX, continuaron apareciendo afectados con regularidad y todavía se suministraban pociones absurdas para curarlos.
Los ensayos del Capitan Cook
Como el método de Lind tenía severos detractores, durante los siguientes años de la publicación de su tratado, las autoridades británicas encargaron a otros capitanes enviados allende los mares la realización de nuevas pruebas para hallar la dieta justa capaz de evitar el escorbuto. Así Byron, Wallis, Carteret y el famoso James Cook salieron en sucesivas expediciones a surcar mares y descubrir nuevas tierras, mientras ensayaban sistemáticamente sobre sus tripulaciones los resultados preventivos de proporcionarles aditamentos de malta, mostaza, vinagre, trigo, jugos de fruta (aunque lamentablemente previamente hervidos) y otras pociones y dietas.
Cook fue el único que pudo vanagloriarse de regresar de sus largos viajes sin perder marineros debido a este mal (aunque sí murieron unos cuantos debido a la disentería, a numerosos combates con tribus locales, etc.). Además, Cook sumó otro mérito al ordenar una serie de medidas higiénicas complementarias a la dieta que incluían airear, limpiar y secar de manera estricta las cubiertas donde se alojaban los marineros, proveerles de hamacas secas, turnos de descanso rotativos y abrigos especiales contra el frío.
Con estas ideas simples, pero revolucionarias para aquellos años, Cook pudo notificar a sus superiores que sus viajes culminaban con una baja tasa de mortalidad por enfermedades y hasta recibió una medalla de la Royal Society por esto.
Irónicamente, este capitán que exploró el Pacífico a fondo y murió en Hawai estaba convencido que la prevención del escorbuto se lograba gracias a su idea de suministrar altas dosis de malta a toda su gente, y no hizo hincapié en que se debía a los aportes de alimentos y de frutas frescas que, también, se preocupaba por hacer embarcar en cada ocasión posible.
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