Sábado, 8 de octubre de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Sexo con ingravidez, conspiraciones de la KGB, alcoholismo de ex héroes del espacio, el increíble y triste caso del astronauta y su patria desarmada son historias que decoran el backstage de esa gigantesca empresa que fue (y es) la carrera espacial. Aunque ninguno de estos relatos (y tal vez leyendas) disminuye la importancia de los logros y los fracasos, revelan, amable y modestamente, una parte de la historia que generalmente no se cuenta.
Por Federico Kukso
El cielo dejó de ser el límite el 12 de abril de 1961 cuando el hijo de un carpintero y una granjera posó su humanidad en la vacuidad espacial. Fue el pionero, el primer embajador, mucho antes del bonachón de Neil Armstrong: la hazaña del cosmonauta soviético Yuri Alekseyevich Gagarin a bordo de la nave Vostok –“Este” en ruso y en la que dio una vuelta completa a la Tierra durante una hora y cuarenta minutos– marcó un antes y un después en la existencia de una especie joven, de apenas un par de millones de años de existencia: por eones, el espacio fue un territorio virgen y no contaminado por el material genético humano. Lo único que hizo Gagarin –cuyo nombre en clave era “cedro”, y sus primeras palabras en el espacio fueron “okazyvaietsya, ona golubaya” (“está confirmado, es azul”)– fue abrir la puerta.
Y desde entonces nadie se atrevió a cerrarla: alunizajes transmitidos por televisión, estaciones espaciales que no explotaron de milagro, naves transportadoras de música terrestre, satélites con misiones secretas, experimentos desopilantes, supertelescopios miopes, robots exploradores ultracaros, promesas “naïfs” de amartizajes, sondas de espacio profundo lanzadas para perderse, y una sonda meteorológica cayendo en una luna fétida repleta de metano, son los hitos básicos de la “historia oficial” de la exploración espacial que tiene su iglesia, su ministerio y su órgano de difusión en una sola agencia, la NASA.
Pero, como pasa siempre en todas partes, cuando algo se anuncia, algo también se oculta: experimentos irrisorios, verdades tapadas y disparates tan increíbles que sorprenden tan sólo por el fervor con el que son negados. Reales o no, lo que sigue es un ínfimo muestrario de anécdotas indiscretas que las agencias espaciales del mundo (la norteamericana, la europea y la rusa) estarían gustosas de silenciar.
PENSAMIENTO UNICO
Todo el mundo se lo pregunta, se lo imagina, lo anhela; pero sólo un puñado de elegidos sabe la respuesta: ¿hubo sexo en el espacio? Primero, hay que saber que es perfectamente posible. Se necesitan un hombre y una mujer (o dos hombres, o dos mujeres), un poco de ganas y ya está. Segundo: no hay ninguna regulación de la NASA que lo prohíba. Y tercero: está lo de la soledad y el telón de estrellas de fondo. Desde que en 1982 Svetlana Savitskaya (la segunda mujer en el espacio) compartió la estación espacial Salyut 7 con dos colegas soviéticos –un ménage à trois que se hizo costumbre luego del despegue en 1986 de la estación orbital Mir (el proyecto soviético que terminó por morir en las aguas del Pacífico el 23 de marzo de 2001)–, todas esas combinaciones se dieron y se siguen dando sin que muchos se alarmen o invoquen la necesidad de una estricta separación de sexos tan común en los colegios religiosos. Hasta ahora ninguna pareja de astronautas confesó y todo sigue como siempre: los periodistas preguntan y la NASA desmiente con la suficiente parquedad como para alimentar las especulaciones. Sin embargo, no es todo mutismo: hace cinco años, un astrónomo francés llamado Pierre Kohler causó sensación cuando publicó en su libro La Dernière Mission: Mir, l’aventure humaine (La última misión: Mir, la aventura humana) todo un capítulo dedicado a los (supuestos) experimentos sexuales realizados tanto en la estación soviética así como a bordo del transbordador norteamericano Endeavour cuando en 1989 la pareja de astronautas Jan Davis y Mark Lee compartieron el mismo vuelo. Kohler, por ejemplo, dice que en una misión de 1996 la NASA estudió la factibilidad de hasta diez posiciones sexuales, grabó los encuentros y volcó todos los resultados en un archivo top secret identificado únicamente como “Nro. 12-571-3570”. “Uno de los principales hallazgos –dice el astrónomo francés– fue que la clásica posición del misionero en un ambiente de microgravedad es simplemente imposible”. En un país en el que la exhibición de un pezón en televisión nacional provoca iras y denuncias chillonas de obscenidad, la NASA no pudo hacer otra cosa que negar el asunto y rezar para que a Kohler se lo comiera la tierra.
ABANDONADO EN EL ESPACIO
El 18 de mayo de 1991 el astronauta Sergei Krikaliev despegó desde el cosmódromo de Baikonur rumbo a la estación espacial Mir. Debajo habían quedado un país convulsionado, pero un país al fin, llamado Unión Soviética, esposa y una hija de escasos meses de vida. Su misión –de reparaciones varias– duraría sólo cinco meses, pero llegó octubre y ni noticias de su reemplazo. Desde arriba se veía todo igual. Ni se le cruzó por la mente que a sus pies el imperio creado por los bolcheviques se hacía trizas y se diezmaba minuto a minuto en republiquetas de nombres conspicuos y coloridas banderas. De un día para el otro, el centro de lanzamientos de cohetes en Baikonur pasó a pertenecer a la naciente república de Kazajistán, que exigía más plata para permitir el despegue de un nuevo cohete. Mientras tanto, allá arriba la comida menguaba y la única respuesta que recibía Krikaliev del centro de control de Moscú –donde sus trabajadores amenazaban diariamente con ir a la huelga por los magros sueldos– era que esperara. Recién en febrero de 1992, al astronauta de 34 años le permitieron chatear una vez por semana con su esposa Lena y averiguar cómo vivía con un salario devaluado de 500 rublos (2,5 dólares). A tal punto llegó la novela que el diario de la juventud comunista (Komsomolskaya Pravda) tituló en primera plana “El hombre enfermo de volar”. Pero, como en una película, todo terminó bien: luego de 10 meses y medio en el espacio, el conflicto se destrabó y en marzo de 1992 Krikaliev regresó a la Tierra. Había salido de su país siendo soviético y volvió siendo ruso. En vez de medallas y ciudades con su nombre, el astronauta recibió canciones (Casiopea, compuesta por Silvio Rodríguez), óperas (Cosmonauta: una ópera en cuatro órbitas, de los australianos David Chesworth y Tony MacGregor) y un corto (Kosmonaut, del noruego Stefan Faldbakken) en su honor. Cansado y famélico, Krikaliev ya no estaba más solo.
JUBILACION OBLIGATORIA
La suerte que corren los astronautas norteamericanos y soviéticos, sobre todo luego de acabada la gloria, suele ser casi idéntica al camino del olvido tomado en la ficción por el cosmonauta alemán Sigmund Jähn de la película Good Bye Lenin. Se los puede encontrar al volante de un taxi, hundidos en cementerios y en conspiraciones o recluidos del mundo y de enardecidos adoradores de extraterrestres. A Gagarin se lo ubica fácilmente en la segunda categoría: de hecho, el misterio alrededor de su muerte en un accidente aéreo en 1968 trepa en Rusia a los mismos niveles de histeria conspirativa que rigen en torno del asesinato de John F. Kennedy. El asunto es así: luego de su regreso a la Tierra, Gagarin se volvió, como era de esperar, un héroe: bautizaron una ciudad y un cráter lunar con su nombre, Picasso le hizo un retrato, Khruschev le regaló una banca de diputado en el Soviet Supremo y todo hombre, mujer o niño moría por tocarlo, abrazarlo o besarlo. Sin embargo, la fama no cayó sola. Temiendo que muriera repentinamente, las autoridades soviéticas le prohibieron subirse a un cohete espacial relegándolo a entrenar a nuevos cadetes. Así, Gagarin comenzó a deprimirse y a hacerse buen amigo del vodka. Hasta que junto a otro instructor de vuelo despegó en un avión MiG 15 a las 10.19 de la mañana del 27 de marzo de 1968: el avión se estrelló y no volvió nunca más. Tenía 34 años. El silencio oficial hizo que sus devotos pensaran que su muerte había sido trucada, que lo mató la KGB o que lo secuestraron los extraterrestres.
El otro héroe, Neil Armstrong, en cambio, cae de lleno en la tercera categoría: sin llegar al extremo de J.D. Sallinger, el primer hombre en pisar la Luna no se deja ver mucho y sale poco y nada de su mansión en Indian Hill, Ohio. Aunque, que se sepa, no es alcohólico, sigue aún encabronado por un pequeño error de transmisión que estropeó su bajada perfecta por las escaleras del Apolo XI. Curiosamente, el prolongado conflicto de Armstrong con la NASA gira alrededor de la emisión de una letra de su discurso: la “a”. El astronauta cuenta que horas antes de pisar la Luna practicó neuróticamente la frase con la que pasaría a la historia. Llegó el momento y la dijo: “That’s one small step for a man; one giant leap for mankind” (“Es un pequeño paso para un hombre, pero un salto gigante para la humanidad”), aunque a la Tierra llegó “That’s one small step for man; one giant leap for mankind” (“Es un pequeño paso para el hombre, pero un salto gigante para la humanidad”). Al regreso, Armstrong no lo pudo creer: habían alterado el audio (según él). La NASA no aceptó la acusación y sus técnicos solucionaron todo diciendo que había sido un “problema de estática”. De ahí en más, a cuanta conferencia iba Armstrong repetía su frase, aunque miles de millones de personas hayan escuchado otra cosa.
CUENTOS ASOMBROSOS
Y hay más: el caso de los “cosmonautas fantasmas” (aquel supuesto grupo de astronautas soviéticos que habrían llegado antes que Gagarin al espacio pero o bien murieron en el reingreso o bien fueron capturados por los chinos, y cuyas imágenes fueron borradas stalinianamente de los archivos); los intentos de Nikita Krushchev por hacer de Celestina y emparejar a los astronautas que salieron al espacio para que tuvieran hijos “perfectos”; los hongos mutantes de la MIR que al caer en el Pacífico devorarían el mundo; la birome de 12 millones de dólares desarrollado por la NASA para escribir en gravedad cero o la cláusula que prohibiría tajantemente a los astronautas entrar en contacto con extraterrestres, si es que alguna vez se cruzan con uno.
Cuentos, cuentos y más cuentos. Como dijo alguna vez el físico y escritor Roger Penrose: “El universo está hecho de historias, no de átomos”. La evidencia no hace más que darle la razón.
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