Sábado, 13 de enero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Sergio Di Nucci
De pronto, las mujeres dejan de concebir. Las alarmas son inmediatas: se trata de una amenaza más científicamente predecible, más inexorable que la bomba atómica para determinar que el dominio de la especie humana sobre la Tierra tiene fecha de vencimiento. La versión cinematográfica de esta pesadilla futurista llegó a nuestro país con el film Niños del hombre (Children of Men), elogiada adaptación de una novela de P.D. James publicada en 1992. Tanto el original de la escritora británica, que habitualmente es religiosa autora de bisexuales novelas policiales, como la adaptación del mexicano Alfonso Cuarón confirman una tendencia de la ficción de anticipación de los últimos tiempos: parece imposible pensar el futuro sin creer que sus rasgos más salientes, más característicos, quedarán delineados por los cambios que sufrirán, y sobre todo que nos harán sufrir, las ciencias y las tecnologías.
No es imprescindible erudición en historia literaria para saber que no siempre fue así. Durante el Renacimiento podían existir visiones halagüeñas y hasta celebratorias de los futuros posibles. Ejemplar resulta la Utopía (1516) de Santo Tomás Moro, el canciller católico decapitado por su rey Enrique VIII: el futuro podía ser el punto de llegada de nuestras felicidades. La utopía (“no hay tal lugar”, según la etimología griega) era también eutopía (ese término que es bueno, como la buena muerte de la eutanasia).
En el siglo XX, la novela de anticipación que describe una sociedad futura –género distinto al de la ciencia ficción, que es una novela de aventuras en un entorno diversamente tecnológico– se volvió distópica: de llegar, nuestro futuro será cuanto menos inquietante. De modo que la obra funciona como un aviso acerca de qué acciones hay que tomar hoy, con urgencia, para no llegar a esos momentos de catástrofe. Para limitarnos a las letras inglesas, Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1949) de George Orwell y aun La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess son ejemplos de la tendencia. La novela de anticipación, que antes era revolucionaria, se ha vuelto reaccionaria: ya no se trata de una guía de instrucciones para llegar a un futuro promisorio sino para impedir que los días por venir sean distintos, con la debida concientización, de los de ayer.
Si la novela y el cine nos advierten sobre los peligros de la ciencia, también lo hacen sobre el mal uso de estos conocimientos si caen en manos de diversos dictadores. Los dos peligros se conjugan en Niños del hombre: la advertencia del “nunca más” referida a los grandes genocidios del siglo XX –nazismo, stalinismo, maoísmo–; y el temor por los avances científicos de las últimas décadas, en especial, y en este caso, en la genética y las ciencias de la vida.
Llegado el año 2027, en el que se desarrolla la acción de libro y film, el estado de las principales capitales de Occidente es penoso: se suceden variopintas pandemias, el terrorismo parece indetenible. Una Gran Bretaña muy ficticia y un poco retro (porque es representada como homogénea racialmente, y hoy ya es multirracial y multicultural) pone en marcha un plan de limpieza étnica de estilo solución final. Inmigrantes y refugiados son llevados a campos de concentración donde les espera la muerte. Pero entre tanto, en este año 2027, pasan cosas más negras: por alguna razón que el espectador contemporáneo muy pronto puede atribuir a alguno o a todos de los males modernos (la manipulación de los genes, los experimentos secretos que producen radiactividad, las armas no convencionales –e indirectas– de destrucción masiva, y hasta el recalentamiento global), se constata que desde hace 25 años las madres en todo el mundo han dejado de ser fértiles en la reproducción. El hombre más joven del mundo es un mendocino (P.D. James visitó la Argentina y fue entrevistada por un colaborador de Página/12, el gran novelista C.E. Feiling). La esperanza pasa por sacar del país a una mujer negra para contactarla con un hipotético “Human Project”, que podrá revertir el estado de cosas.
Ni la novela ni el film rehúyen un sentido luddita y aun religioso. La hembra que engendra un hijo será perseguida, y deberá emprender “la huida a Egipto”, como la Virgen María que escapó al tirano Herodes, asesino de niños en la matanza de los Santos Inocentes del 28 de diciembre. De hecho, en la Gran Bretaña imaginada por la anglicana P.D. James gobierna un Guardián, el nombre que se le dio a Oliverio Cromwell, el fundador de la democracia parlamentaria británica, que condenó a la decapitación al rey Carlos I. El mismo título del film, que más literalmente se traduciría por Hijos de los hombres, alude a Cristo, el “Hijo del Hombre” según la Biblia. En un contexto de convicciones generalizadas acerca de que la manipulación científica en general, y genética en especial, nos ha arrojado a pesadillas terribles, también se postula que no es seguro que la propia ciencia pueda resolver, o paliar, esa situación.
La ciencia es condenada aquí desde una perspectiva conservadora. Invita a pensar que los objetivos que las clases medias occidentales exigen a la ciencia (anticoncepción, partos sin dolor, eugenesia, eutanasia, fertilización asistida, alquiler de vientres) tienen su castigo, como en el pecado original cuando el demonio prometió a Eva que sería como una diosa, por parte de una naturaleza implacable pero justa.
Desde otro punto de vista, estas ficciones reflejan una reacción de ansiedad y desagrado, europea pero también norteamericana (e incluso argentina), ante inmigrantes que son más fértiles que los estrictamente nacionales. La pesadilla consiste en el desequilibrio demográfico, en el miedo al mestizaje, en la convicción de que las comunidades perderán su conformación actual, y serán étnicamente diversas. ¿Y si el presidente de Estados Unidos es un hispano y el de la Argentina, hijo de bolivianos? Una pesadilla para racistas.
Niños del hombre advierte que la ciencia, si se autonomiza de los fines que han de imponerle quienes disponen de los medios para encauzar la investigación, puede engendrar, casi por sí sola, un mundo que ya no se adecue más a las ideas previas de naturaleza, como insiste la medicina evolucionista. Al igual que muchas otras veces, las impugnaciones de la ciencia y la tecnología esconden el mayor de los cumplidos: les atribuyen un poder del que tantos científicos dudarían.
Pese a que Niños del hombre trata sobre el futuro, en realidad es una película sobre el presente. Ahí está el atractivo de este ejercicio de la imaginación o mitología predictiva que se inscribe en una serie de films como Brazil, Blade Runner, 12 monos, Minority Report o V de Vendetta en los que la escenografía futurista es una mera excusa para hablar tangencialmente de alguna problemática actual: la manipulación genética, los antojos de la clonación, el cuerpo como materia moldeable, la obsesión por la belleza, el cuerpo saludable, la lucha con la muerte, la exacerbación de la apariencia, la obligación al consumo perpetuo, el terrorismo, la situación de los refugiados y los excluidos del sistema, el ocaso de las libertades civiles, la inevitabilidad del calentamiento global. Y más.
A diferencia de ciertas visiones setentosas del “mañana” –algo naïves y lavadas– que a su manera aconsejaban esperarlo con los brazos abiertos (y contando cada minuto para su llegada), el futuro es hoy algo que estalla, como si de repente todas las causalidades y contradicciones históricas convergieran en un punto y se abrieran ante los ojos del espectador ya no para esperanzarlo o darle algo de oxígeno para vivir (o por qué vivir); ahora se trata de estremecer, convulsionar, provocar que la mirada colmada de indignación se traduzca en un cambio radical del comportamiento cotidiano y que no se evapore al salir del cine. El futuro –aquello que por definición no existe, no es– deja de ser un deseo para convertirse en una sensación de incertidumbre y duda.
Las retóricas del futuro (futuro como progreso, confort, comunicación aceitada y felicidad asegurada en pequeñas dosis) atraviesan por un momento de metamorfosis. No es un cambio revolucionario ni procaz sino tenue y constante. La conquista del espacio, la robotización de la vida cotidiana, el transporte instantáneo, la domótica como placer sin culpa fueron leitmotives que se desinflaron poco a poco hasta perder aquel impulso inercial que los hizo perdurar por décadas como los motores de cierta idea de futuro vendida por revistas, publicidades, y el cine: todos ellos estrategias de evasión y discursos disconformes con un presente considerado aún incompleto.
Se trata pues del ocaso de un tipo de imaginación y el lento renacer de otro. El terror atómico y exterior –el temor a la destrucción total o al Armaggedon nuclear que despertó en el atolón de Bikini, en Nagasaki y en Hiroshima– fue desplazado a un segundo plano por un terror molecular e interno. El peligro no asoma con una invasión alienígena, con una bomba H perdida o con una plaga de langostas. Ahora el miedo –ingrediente básico de lo fantástico– acecha en cada gen alterado, en cada ladrillo biológico que se desplaza o se corre. Estas alteraciones mínimas pueden ser provocadas adrede, como ocurre en Gattaca (donde la eugenesia pone en crisis conceptos individualistas como “esfuerzo”, “capacidad”, “elección”, “superación personal” para resaltar otros más deterministas como “destino” y “resignación”), o alentadas por una circunstancia o agente tácito tal cual ocurre en Children of men. Es por eso que la distopía de P. D. James y la película de Cuarón son también discursos sobre el cuerpo. El centro de gravedad de la historia se ubica en considerar al cuerpo como un objeto fallado, corrupto, obsoleto para aquella función básica que lo distingue de lo no vivo: la reproducción.
“¿Tiene futuro el futuro?”, se preguntaba J. G. Ballard, una autoridad en el género disruptor de la ciencia ficción, para alarmar sobre la escasez de un bien tan necesario para la existencia humana como el petróleo: las imágenes de un futuro. Ballard consideraba que la coyuntura tecnológica presente eclipsa las capacidades humanas de proyección. Y las películas lo demuestran: es difícil encontrar en esta época algún guionista o director que se anime a mirar lejos y se digne a especular con los dilemas humanos del siglo XXXI. Todo ocurre en un futuro más cercano (diez, veinte, treinta años adelante) en donde la ola de optimismo progresista se estrelló contra los acantilados de la realidad.
Los nombres altos de la ciencia ficción como Ballard, Dick, Aldiss, Lovecraft también están en extinción y fueron suplantados por legiones de tecnócratas futuristas y consultoras como la europea Innovaro que delinean futuros a partir de cifras actuales. Así esta empresa estima que en 2027 (año en el que transcurre Children of men) los conflictos de Occidente con Medio Oriente seguirán en el centro de la agenda internacional, el cambio climático golpeará cada vez más fuerte las economías mundiales, China sobrepasará a Estados Unidos en producción y desarrollo de tecnología, los biocombustibles se convertirán en la principal fuente del transporte, la población mundial superará los ocho mil millones, la demanda de agua será crítica, en Europa la expectativa de vida saltará a los 90 años, los efectos del mal de Parkinson y del Alzheimer serán reversibles y el mundo vivirá una “asianización” con el chino mandarín como segundo idioma.
O sea, palabras que suenan obvias y poco originales, que prologan un futuro que no se añora: el futuro ahora llega sin que nos demos cuenta.
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