NOTA DE TAPA
› Por Mariano Ribas
“Hay incontables soles e incontables tierras, todas girando alrededor de sus soles del mismo modo que los planetas de nuestro sistema. Sólo vemos a los soles porque son cuerpos más grandes y luminosos, pero no vemos a sus planetas porque son más chicos y no son luminosos.”
Giordano Bruno,
De l’infinito universo e mondi (1584)
Cuando Giordano Bruno miraba al cielo, no veía estrellas. Veía soles. Y hasta soñaba con sus planetas. Otros mundos, más allá del Sistema Solar. ¿Por qué no? Era un poderoso pálpito que acompañó durante siglos y siglos a los astrónomos, filósofos y soñadores de todas partes. Pero aquella idea, tentadora por donde se la mire, recién pudo ponerse a prueba en épocas muy recientes, cuando la ciencia humana finalmente tuvo en sus manos las preciosas herramientas, prácticas y teóricas, que le permitieron sondear las profundidades del cosmos. Y ahora, aquel pálpito, viejo y sensato, finalmente se convirtió en certeza: los planetas son moneda corriente en el universo. Están por todas partes, acompañando fielmente a sus estrellas. Grandes, medianos y chicos. Fríos, templados, o terriblemente calientes. Los primeros planetas extrasolares –tal como se los conoce– fueron descubiertos, apenas, hace algo más de una década. Y ahora, ya suman más de doscientos. En esa larga lista, que crece sin parar, aparecen toda clase de curiosidades, incluida la exageradamente promocionada “súper Tierra”, que se anunció hace unas semanas. Sin dudas, la búsqueda de planetas extrasolares es una de las máximas prioridades de la astronomía contemporánea. Y entre otras cosas, apunta al descubrimiento de mundos similares al nuestro, y con condiciones aptas para la vida extraterrestre. Exploremos, pues, el pasado, presente y futuro de una de las aventuras científicas más apasionantes de nuestros tiempos. Aquella misma aventura que Giordano Bruno vislumbró, con impecable lógica y profunda sensibilidad, hace más de cuatrocientos años.
El Sol es una estrella común y corriente. Y los astrónomos lo saben desde mediados del siglo XIX, cuando a fuerza de mediciones de distancias (mediante “paralajes”) y análisis espectrales de la luz estelar, se dieron cuenta de que esos puntos de luz que brillaban en la noche debían ser cosas parecidas a la inmensa bola de gas incandescente que bañaba de luz y calor a la Tierra y a los demás planetas. Planetas, esa era la cuestión: ¿si el Sol era una estrella más, y tenía su corte de acompañantes, por qué no los iban a tener los demás soles? Podía ser, pero las primeras pistas tardaron mucho en llegar.
El camino a los planetas extrasolares comenzó a despejarse en 1983, cuando el satélite multinacional IRAS (Infrared Astronomical Satellite) descubrió que algunas estrellas cercanas emitían más luz infrarroja de lo normal. Y la mejor manera de explicar ese exceso era la presencia de enormes y calientes anillos de materia (gas y polvo) alrededor de esas estrellas. O directamente, planetas. Al año siguiente, un impactante anuncio, a manos de astrónomos norteamericanos, llegó desde el Observatorio de las Campanas, al norte de Chile: una de esas estrellas, llamada Beta Pictoris, estaba rodeada por un disco de materia. Era el embrión de un sistema planetario. Para fines de los ’80, y sobre la base de la información del IRAS, ya se habían examinado más de 130 estrellas cercanas. Y la quinta parte mostraba sugerentes excesos de radiación infrarroja. Todavía no se habían encontrado planetas extrasolares, pero ya se olfateaba su presencia.
Los indicios infrarrojos no estaban mal. Pero el paso siguiente parecía sumamente complicado: aunque una estrella efectivamente tuviera planetas, serían dificilísimos de ver. Incluso para los más grandes telescopios. Y se entiende: los escuálidos brillos de esos hipotéticos mundos quedarían completamente opacados por el brutal resplandor de sus soles. Es lo mismo que le sucedería a alguien que quisiera ver la Tierra desde una distancia de unos pocos años luz. En principio, para detectar planetas extrasolares hacía falta alguna técnica salvadora. Y existe: se llama “método de velocidad radial” y sintéticamente consiste en detectar el ínfimo “bamboleo” que debería mostrar toda estrella acompañada por uno o varios planetas. La técnica comenzó a utilizarse tímidamente durante los años ’80, pero dio resultados muy vagos. Claro, todavía no existían espectroscopios (los aparatos que “desmenuzan” la luz de las estrellas) lo suficientemente finos como para detectar esos ínfimos bamboleos estelares. Pero sólo fue cuestión de tiempo.
Finalmente, el 6 de octubre de 1995 los astrónomos suizos Michel Mayor y Didier Queloz anunciaron el descubrimiento del primer planeta extrasolar: estaba (más bien, está) a 40 años luz de la Tierra. Y como giraba alrededor de la estrella 51 Pegasi, fue bautizado 51 Pegasi B. Convengamos en que el nombre no era del todo feliz, más teniendo en cuenta que se trataba de un planeta histórico: el primero que no pertenecía al barrio solar. El anuncio de Mayor y Queloz hizo eco en toda la comunidad astronómica, pero lo que más sorprendió fue el tentativo identikit de la criatura. Siempre a partir de observaciones indirectas, resultó que 51 Pegasi B tenía un tamaño algo menor a nuestro Júpiter. Y que giraba a sólo siete millones de kilómetros de su estrella (menos de la sexta parte de la distancia Sol-Mercurio), tardando sólo cuatro días en completar su órbita. Teniendo en cuenta la cercanía a su estrella, los astrónomos le calcularon una temperatura superficial de cerca de 1000ºC. Desde todo punto de vista, 51 Pegasi B era un planeta de locos.
Desde aquel primer hallazgo, mucha agua ha corrido bajo el puente: actualmente, los planetas extrasolares ya superan holgadamente los 200 ejemplares. Y cerca del 70% fue encontrado por un verdadero dúo dinámico en la materia: los estadounidenses Geoffrey Marcy y Paul Butler, dos astrónomos que trabajan con el supertelescopio Keck I (en Hawai), uno de los más grandes de la Tierra, y que, además, lleva acoplado un espectrómetro de película. Y bien, al echar un vistazo a la lista, surgen algunos detalles muy curiosos. Por empezar, casi todos estos nuevos mundos (más de 80) parecen ser decididamente inmensos: tanto o más que los gigantes de nuestro Sistema Solar. Hay uno, por ejemplo, llamado HD 114762, que tendría 12 veces la masa de Júpiter. Ante semejantes moles, los científicos forzosamente los imaginan como mundos gaseosos, más que rocoso-metálicos, dado que en el universo los elementos livianos (hidrógeno y helio) son muchísimo más abundantes que los pesados. Pero a no confundirse: era de esperar que si había planetas fuera del Sistema Solar, primero se descubrirían los más grandes, porque serían más fáciles de detectar. Es muy probable que los posibles colosos estén acompañados por muchos otros planetas menores, que por ahora escapan a las actuales posibilidades de detección. Por otra parte, cerca de dos tercios del total están muy cerca de sus soles. E incluso, unos cuantos están casi “pegados”, cumpliendo órbitas a pocos millones de kilómetros de sus estrellas. En principio, esa cercanía extrema supone temperaturas infernales, de 500ºC a 1000ºC. Por todo esto, el grueso de los planetas extrasolares reciben el pegadizo mote de “Hot Jupiters” (“Júpiteres calientes”). Y en cierto modo nos dicen que nuestro barrio planetario no sería algo típico (pero eso lo dejaremos para el final). Más allá del cuadro general, vale la pena echarles un vistazo a algunos casos que, por una u otra razón, marcan diferencias.
Desde sus comienzos, y por razones prácticas, la búsqueda de otros mundos está centrada en estrellas parecidas al Sol. Y más aún en aquellas relativamente cercanas (a no más de 200 años luz). Obviamente, surge la candidata más obvia: Alfa del Centauro, la estrella más próxima al Sol, a sólo 4,3 años luz (en realidad, no es una, sino tres). Curiosamente, nada se ha encontrado en nuestra vecina más inmediata. La que sí tiene al menos un planeta es Epsilon Eridani, una estrella naranja y visible a ojo desnudo, a 10,5 años luz. Poco de todos modos. De hecho, Epsilon Eridani B es el planeta extrasolar conocido más cercano. Y varios telescopios están en carrera por sacarle la primera fotografía. A propósito: el primer planeta extrasolar directamente observado y fotografiado (aunque en luz infrarroja) fue 2M1207 B, detectado en 2004, con la ayuda de uno de los cuatro supertelescopios europeos que forman el VLT, en el norte de Chile. En realidad, el planeta no orbita a una estrella verdadera, sino a una enana marrón (un objeto gaseoso que carece de la masa, presión y temperatura necesarias para “encenderse” como una estrella).
En esta lista de celebridades extrasolares no podría faltar la más pequeña de todas: Gliese 581 C, cuyo descubrimiento acaba de ser anunciado con bombos y platillos. Tendría unas cinco veces la masa terrestre, un diámetro un 50% mayor al de nuestro planeta, y junto a otros dos mundos (previamente detectados) gira alrededor de una modestísima estrella (una “enana roja”), situada a 20 años luz del Sistema Solar. Dado su tamaño, podría tratarse de un planeta rocoso-metálico. Y, en principio, su temperatura superficial sería moderada (entre 0 y 40ºC), lo cual, eventualmente, permitiría la presencia de agua en estado líquido. Pero todo en potencial. No son datos más que tentativos: no hay que olvidarse que no se trata de una observación directa, sino de puras inferencias. Por eso, el tan rimbombante anuncio mediático de que se había encontrado un planeta “habitable” y “parecido a la Tierra” fue, por lo menos, apresurado.
Para el final nos guardamos al más famoso de todos. De hecho, es el único que tiene un nombre, aunque más no sea tentativo: Osiris. Gira alrededor de la estrella HD 209458, a 150 años luz del Sistema Solar. Y su existencia fue doblemente confirmada, tanto por el método indirecto de velocidad radial, como por sus repetidos “tránsitos” por delante de su estrella. Así fue posible saber más de Osiris que de cualquier otro planeta extrasolar: es parecido a Júpiter, pero tiene una órbita tan apretada, que sólo tarda tres días y medio en dar una vuelta a su sol (que es parecido al nuestro). Una locura. Como también su temperatura, que debe rondar los 1000ºC. Por si fuera poco, hay evidencias espectrales que sugieren que el pobre Osiris se está “desarmando”, justamente por la letal cercanía a su estrella. El planeta arrastraría tras de sí una estela de sus propios materiales gaseosos, como si fuera un cometa monstruoso y en agonía. Impresionante.
Parece mentira, pero sólo han pasado doce años desde el descubrimiento del primer planeta extrasolar. Y la verdad es que los resultados son impactantes. No sólo por la catarata y diversidad de los mundos revelados, sino también por sus implicancias sobre las teorías de formación y evolución planetaria. Sin ir más lejos, hasta hace poco, no había con qué comparar a nuestro Sistema Solar. Pero ahora sabemos que nuestra comparsa planetaria no parece ser necesariamente “típica”. Por el contrario: aquí no existen cosas como Júpiter pegadas al Sol. Y eso lleva a pensar, por ejemplo, que, tal vez, los planetas gigantes y gaseosos tiendan a migrar hacia adentro, con resultados catastróficos para otros mundos más pequeños e internos. Evidentemente, esta historia recién comienza. Y somos afortunados de vivir sus primeros capítulos: durante los próximos años, la búsqueda de otros mundos en otras estrellas se profundizará. En 2008, por ejemplo, la NASA pondrá en órbita el telescopio espacial Kepler, especialmente preparado para ver planetas desfilando delante de sus estrellas. Y hacia 2020, la Agencia Espacial Europea hará realidad el Proyecto Darwin: cinco o seis telescopios espaciales, capaces de ver y fotografiar planetas orbitando a estrellas cercanas. E incluso, perfilar sus temperaturas y eventuales atmósferas. Un paso necesario para encontrar nichos aptos para la vida. Nada menos.
Cuando Giordano Bruno miraba el cielo no veía estrellas. Veía soles. Y hasta soñaba con sus planetas.
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