Sábado, 27 de septiembre de 2008 | Hoy
Un nuevo capítulo parece escribirse en la historia de la astronomía. Y el motivo no sería otro que un imperceptible agujero negro ubicado en el corazón de la Vía Láctea, en la esquina del Sistema Solar. Conozcan a la bestia galáctica que devora masas enteras de polvo y gases estelares. No muestra su rostro pero está dando que hablar.
Por Mariano Ribas
Es el secreto mejor guardado de nuestra galaxia. Y está escondido en su mismísimo corazón, detrás de inmensas, pesadas y oscuras nubes de gas y polvo. Allí, a 27 mil años luz del Sistema Solar, anida una criatura de pesadilla.
Una entidad que pesa tanto como varios millones de soles juntos, y que, sin embargo, ocupa un volumen relativamente chico: masa extraordinaria, densidad extraordinaria, y por ende, gravedad extraordinaria. Nada, ni siquiera la luz, puede escapar del súper agujero negro que domina el centro de la Vía Láctea. En suma: no se ve. No hay manera alguna de verlo. ¿Y entonces cómo sabemos que existe?
Simplemente porque, irremediablemente, esta bestia gravitatoria afecta a su entorno, y los astrónomos han sabido reconocer e interpretar esos signos de desorden y destrucción (y lo mismo ocurre, a escala menor, con los agujeros negros convencionales).
Los primeros indicios de la presencia de un súper agujero negro en el núcleo de la Vía Láctea surgieron hace poco más de tres décadas. Pero no fue hasta los años ’90 que los científicos comenzaron a trazar crudamente su perfil. Ahora, por primera vez, y luego de una larga pesquisa, astrónomos de la Universidad de California acaban de publicar datos verdaderamente precisos sobre el monstruo galáctico.
A mediados de los años ’70, los radioastrónomos estadounidenses Bruce Balick y Robert Brown detectaron poderosas emisiones de radio procedentes de un rincón del cielo, en plena constelación de Sagitario. Era una fuente compacta, extremadamente brillante, y parecía coincidir con el centro de nuestra espiralada galaxia. Con el correr de los años, esa misteriosa “radiofuente”, bautizada como “Sagitario A”, fue el blanco de muchos otros programas de observación, no sólo en ondas de radio, sino también en luz infrarroja y en rayos X.
Poco a poco, los astrónomos se fueron dando cuenta de que, sea lo que fuere, se trataba de una zona de la Vía Láctea muy pequeña, pero extremadamente caliente y activa. Y ante la falta de mejores explicaciones, comenzó a surgir una audaz hipótesis: quizás, esas radiaciones provenían de ardientes remolinos de gases, “espiraleando” a toda velocidad en torno de un agujero negro central.
Sonaba muy espectacular, pero esta hipótesis encajaba bastante bien con lo que parecía ocurrir en otras galaxias. A comienzos de los ’90, varios supertelescopios –incluyendo el Hubble– espiaron los núcleos de la vecina galaxia de Andrómeda, y otras más grandes y lejanas, como las colosales y elípticas M84 y M87 (pertenecientes al Cúmulo de Virgo, un enjambre de miles de galaxias, situado a 60 millones de años luz de la Vía Láctea).
Y así se descubrió algo sumamente curioso: emisiones muy intensas, provenientes de sus núcleos, y estrellas moviéndose en forma alocada y a velocidades alucinantes, como si algo invisible, pero pesadísimo, las acelerara, y las zamarreara de aquí para allá. A la hora de los cálculos, resultó que, para justificar todos esos efectos observables en sus entornos, esas cosas debían ser millones y millones de veces más masivos que el Sol.
No podían ser agujeros negros clásicos (que son el resultado de la muerte y colapso de enormes estrellas), sino súper agujeros negros. Muchas grandes galaxias parecían tenerlos. Y “Sagitario A” parecía ser la mejor señal de que la Vía Láctea no era la excepción. Pero para estar seguros de tan inquietante presencia había que ir más a fondo.
Confirmar y perfilar al monstruo galáctico fue uno de los mayores logros de la astronomía contemporánea. Y si bien es cierto que hubo varios esfuerzos científicos en esa dirección, los resultados más claros y contundentes provienen de un grupo de astrónomos que se le animaron a la criatura, subiéndose a la cima de un volcán apagado.
En 1995, la doctora Andrea Ghez y un puñado de colegas de la Universidad de California, de Los Angeles (UCLA) comenzaron a explorar el centro de la Vía Láctea con la ayuda de los súper telescopios Keck I y Keck II, en el Observatorio de Mauna Kea, Hawai; dos colosos de 400 toneladas, cada uno equipado con un espejo primario de 10 metros de diámetro. Pero además de buenos científicos y buenos instrumentos, una tarea tan difícil como estudiar algo invisible requiere de una buena estrategia.
Y la estrategia de Ghez y sus compañeros lo era, aunque requería de una gran paciencia. Para empezar con la faena, apuntaron el Keck I exactamente hacia Sagitario A. Pero en lugar de observar en luz visible, se corrieron al infrarrojo, dado que esas longitudes de onda pueden traspasar más fácilmente la bruma galáctica que se interpone en la visual.
Luego eligieron unas cuantas estrellas que parecían estar muy cerca de la misteriosa región, confirmaron que realmente lo estaban y comenzaron a fotografiarlas para monitorear sus movimientos a lo largo de los años. ¿Por qué? Simplemente porque las trayectorias y velocidades de esas estrellas podían decirles mucho acerca del posible agujero negro.
Tras algunos años de paciente seguimiento, los astrónomos de la UCLA habían cosechado pilas de imágenes. Fotos infrarrojas que, cual fotogramas, les fueron mostrando la “película” con los movimientos de esas estrellas. Y fue así como brotaron algunos datos un tanto preliminares, pero absolutamente contundentes. Números que fueron volcados en un recordado paper, publicado en 2000 en la revista Nature.
Lo más jugoso: eran las observaciones más finas jamás realizadas de estrellas en el corazón de la Vía Láctea. Y tres de esos lejanos soles no sólo estaban muy cerca de Sagitario A –a “escasos” 16 mil millones de kilómetros, tres veces la distancia Sol-Plutón– sino que, y más importante, venían acelerando sin parar: en 1995, la velocidad orbital de esas estrellas parecía ser de unos 3 millones de kilómetros por hora, y en 1999, casi el doble.
A ese ritmo, sólo les tomaría unos 15 años orbitar a Sagitario A. O dar una vuelta en torno del centro de la galaxia. Al fin de cuentas, se trataba de lo mismo, porque muchos estudios independientes ya indicaban que Sagitario A estaba ubicado en el “eje” de rotación de la Vía Láctea.
Y bien, fueron justamente esos movimientos, esas distancias, y esas velocidades las que delataron el peso de la “cosa” en torno de la que giraban las 3 estrellas: afinando el lápiz, Ghez calculó que se trataba de un objeto de 2,6 millones de masas solares, apenas con un tamaño semejante a la órbita de Marte. Lo único que encajaba en ese escenario era, efectivamente, un súper agujero negro.
El cuadro de hace apenas unos años ya resultaba verdaderamente impresionante. Sin embargo, ahora, con más y mejor información disponible, Ghez reconoce que ella y sus compañeros se quedaron cortos: el monstruo galáctico es mucho más masivo de lo que parecía.
Los científicos de la UCLA no les perdieron el rastro a los caóticos avatares que ocurren en el núcleo de nuestra galaxia. Todo lo contrario: desde 1995 hasta hoy, han mantenido una atenta vigilia a los alrededores de Sagitario A. Actualmente, manejan datos mucho más sólidos y confiables, resultado, justamente, de un monitoreo que ya lleva trece años.
Todas las novedades se volcaron en un nuevo paper que muy pronto será publicado en el prestigioso Astrophysical Journal. Ghez y los suyos pudieron trazar, con más exactitud que nunca, las trayectorias de siete estrellas que orbitan al súper agujero negro. Una de ellas, denominada SO-2, es especialmente rápida: su velocidad fue calculada en unos 8 mil kilómetros por segundo. O sea, casi 30 millones de kilómetros por hora. “Estamos observando el vertiginoso centro urbano de nuestra galaxia, donde las estrellas se mueven a velocidades tremendas, y las cosas cambian en cuestión de minutos”, cuenta la astrónoma. Tan entusiasmado como ella está el propio director del Observatorio Keck: “Es increíble que podamos estar viendo esas estrellas dando vueltas alrededor del súper agujero negro de la Vía Láctea”, dice Taft Armandroff.
Y agrega: “Si en mis tiempos de estudiante me hubieran dicho que alguna vez vería algo así, hubiese pensado que se trataba de pura ciencia ficción”.
Con las nuevas y más firmes cifras en la mano, y aplicando simples leyes orbitales y gravitacionales (que se remontan a Kepler y Newton), Ghez concluyó que, en realidad, el monstruo escondido tiene 4,1 millones de masas solares. O sea, un 50 por ciento más que su estimación inicial de 2000. Por otra parte, ella y sus colegas sospechan que toda esa masa está comprimida en un objeto de no más de 15 millones de kilómetros de diámetro.
Es decir, sólo 10 veces el diámetro del Sol. Sólo un agujero negro súper masivo responde a ese perfil, a esa densidad, y a ese extraordinario campo gravitatorio que juega con las estrellas vecinas cual si fueran moscas. Y que está engullendo la materia interestelar (masas de gas y polvo) que tiene más cerca. Incluso, de tanto en tanto, estrellas enteras.
Materiales que formarían un enorme disco, en alocada rotación, en torno del súper agujero negro. Desde allí –y no desde el agujero negro, que, a no olvidarse, no se ve– provendrían las poderosas radiaciones que fueron detectadas, inicialmente, hace más de tres décadas. Y que dieron inicio a este alucinante capítulo de la astronomía contemporánea.
El monstruo está. Pero ¿de dónde salió? Obviamente no se trata de un agujero negro “normal”, que puede tener 10, 20 o 30 masas solares, y que es el resultado del fatal colapso y estallido (supernova) de una estrella grande y masiva. Muchos astrofísicos piensan que esta bestia gravitatoria probablemente nació en los primeros tiempos de la Vía Láctea.
Hace 10 o 12 mil millones de años, cuando, a medida que iban muriendo, muchas estrellas del núcleo galáctico formaron agujeros negros que crecieron –devorando gases y estrellas– y se fusionaron unos con otros. Hasta que, finalmente, formaron una única entidad, superlativa y dominante. Una criatura que, incluso, se convirtió en el pivote de toda la galaxia.
Inevitablemente invisible. Abrumadoramente pesado. Centro y eje de la Vía Láctea. Hasta hace apenas unas décadas, nadie hubiese siquiera soñado con la existencia de semejante cosa. Pero el monstruo existe. Ahí está. Siempre estuvo. Ahora, con gran esfuerzo y astucia, la astronomía finalmente lo ha encontrado. La galaxia, resignada, nos ha entregado su secreto mejor guardado.
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