UN PLANETA QUE TUVO QUE ESPERAR
› Por Mariano Ribas
Hace casi 400 años, Galileo tropezó con el octavo planeta del Sistema Solar. Pero nunca lo supo. Y no sólo eso: todavía faltaba mucho para que se descubriera el séptimo. La historia de Galileo y Neptuno no es tan conocida como sus célebres observaciones y descripciones de los cráteres de la Luna, las fases de Venus, las manchas solares, o los cuatro grandes satélites de Júpiter. Pero aun así, se trata de un episodio por demás curioso y fortuito, que bien vale la pena rescatar en este nuevo aniversario de la muerte del padre de la astronomía moderna. Y por supuesto, en este amanecer del Año Internacional de la Astronomía, que tiene tanto que ver con Galileo.
A decir verdad, todo comenzó con Júpiter. En la madrugada del 28 de diciembre de 1612, Galileo estaba observando al planeta, y muy especialmente, los movimientos de su cuarteto de inquietas lunas, que él mismo había descubierto en 1610: Io, Europa, Ganímedes y Calisto. Hacía tres años que les seguía el rastro pacientemente, siempre dejando registro de sus cambiantes posiciones en sus diarios de notas (que actualmente se conservan en la Librería Nacional Central, en Florencia). Pero además del cuarteto de lunas galileanas –tal como se las conoce– su todavía rudimentario telescopio (que era una versión muy mejorada de modelos anteriores), le reveló otros débiles puntitos de luz en los alrededores de Júpiter. Casi todos eran simples estrellas de fondo. O “estrellas fijas”, como se las llamaba. Pero en el mismo campo visual del ocular había otra cosa. Era un insignificante punto azulado, y estaba por debajo y a la izquierda de Júpiter. Muy cerca, a apenas 1/5 de grado del planeta. Galileo pensó que era una estrella más. Era lo que parecía. Y así lo anotó en un dibujo: “stella fixa”. Pero era Neptuno.
Luego de algunas semanas de mal tiempo, Galileo retomó sus observaciones de Júpiter y sus satélites. Y en la noche del 28 de enero de 1613 pasó algo aún más curioso. Algo que, casi, casi, llevó al descubrimiento formal de un nuevo planeta. Esta vez, Galileo dio cuenta de dos “estrellas fijas” muy próximas a Júpiter y sus lunas. Una era efectivamente real. Y hoy está identificada como SAO 119234, en plena constelación de Virgo. Sí, porque toda esta historia tuvo como telón de fondo a esa constelación zodiacal. Y bien, la otra era, efectivamente, y nuevamente, Neptuno. Pero esta vez Galileo no lo pasó por alto tan a la ligera como había ocurrido el mes anterior: “más allá de la estrella fija a, le sigue otra en la misma línea, que también fue observada la noche anterior, aunque entonces parecían estar más juntas”. Y así era: la otra “estrella fija” (la “b”), Neptuno, se había movido de una noche a la otra. Y eso es justamente lo que hacen los planetas: se mueven respecto de las estrellas de fondo. Galileo lo había notado, pero por alguna razón, lo dejó pasar. Esa noche, la del 28 de enero de 1613, fue la última en la que Júpiter, Neptuno y SAO 119234 encajaron en el muy estrecho campo visual del telescopio de Galileo. Y quizá por eso, el astrónomo italiano abandonó a Neptuno.
Galileo fue el primero que vio a Neptuno sin saber bien qué era. Pero no fue el único: lo mismo les pasó a J.J.F Lalande en 1795, y a John Herschel (hijo de William, el descubridor de Urano) en 1830, que lo confundieron con simples estrellas en sus mapas celestes. Neptuno, finalmente, fue identificado en 1846 por el astrónomo aficionado alemán Johann Galle, gracias a los cálculos del francés Urbain J.J. Leverrier. Cálculos muy similares a los del inglés John Couch Adams, por eso Neptuno tiene tres descubridores.
Hace casi cuatro siglos, y por un juego de geometría astronómica, dos mundos del Sistema Solar coincidieron en una línea visual. Y hoy podemos recrear aquella histórica “conjunción” en Virgo en nuestras computadoras, usando cualquier simulador de cielos. Podemos, en cierto modo, volver a ver lo que Galileo vio. Y saborear una de las más deliciosas paradojas de la astronomía de todos los tiempos: el “casi descubrimiento” del octavo planeta, mucho antes de que se encontrara al séptimo (Urano, en 1781). Le faltó tan poco...
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