Sábado, 11 de abril de 2009 | Hoy
LINGüISTICA DEL OLVIDO
Por Daniel Heller-Roazen
Como bien se sabe, los niños al principio no hablan. En cambio, emiten sonidos que parecen anticipar los sonidos del lenguaje humano y que a la vez se encuentran, en su esencia, en los antípodas. A medida que se aproximan al momento en el que comienzan a formar las primeras palabras reconocibles como tales, tienen a su disposición tal potencial para la articulación que nadie, ni siquiera el más dotado de los adultos poliglotos, aspiraría a igualar. Es precisamente por esta razón que Roman Jakobson se sintió cautivado por el balbuceo de los niños, además de sentirse atraído por cosas tales como el futurismo ruso, la métrica eslava comparada y la fonología estructural, es decir, la ciencia que estudia las formas sonoras del lenguaje.
Respaldado por las investigaciones realizadas por psicólogos infantiles con formación lingüística, Jakobson llegó a la conclusión de que en aquello que él dio en llamar “la cumbre del período de balbuceo” (die Blüte des Lallens) no pueden fijarse límites a las capacidades fónicas del niño que balbucea. Respecto de la articulación, Jakobson sostenía que los niños son capaces de todo. Sin el menor esfuerzo pueden producir todos y cada uno de los sonidos incluidos en todas las lenguas humanas.
Cabría pensar que, con tal potencial para el habla, la adquisición del lenguaje habría de ser una tarea rápida y sencilla para el niño. Sin embargo, no es así. Entre el balbuceo del niño y sus primeras palabras no sólo no hay un pasaje fluido sino que hay pruebas de que se produce una interrupción muy marcada, algo parecido a un momento decisivo en el que las capacidades fonéticas hasta entonces ilimitadas parecen tambalear.
Por cierto, a esta altura no ha de sorprender cierta atrofia parcial de las capacidades fónicas; cuando el niño comienza a hablar una lengua dada, obviamente ya no utiliza todas las consonantes y vocales que alguna vez supo articular, por lo que es absolutamente natural que al dejar de emplear los sonidos no contenidos en la lengua que está adquiriendo pronto olvide cómo se producen.
Pero cuando comienza a aprender una lengua, no pierde sólo la capacidad de producir sonidos que exceden ese sistema fonético dado. Lo que resulta aún más sorprendente (auffallend), acotó Jakobson, es que otros muchos sonidos comunes a su balbuceo y a la lengua adulta ahora desaparezcan del acervo del niño; es en este preciso momento cuando puede decirse que se ha iniciado verdaderamente el proceso de adquisición de una lengua.
A lo largo de varios años, el niño comenzará, poco a poco, a dominar los fonemas que definen la estructura sonora de lo que habrá de constituir su lengua madre, de acuerdo con un orden que Jakobson presentó por primera vez en forma estructural y estratificada: comenzando con la emisión de las dentales (como la t y la d), el niño aprenderá a pronunciar las palatales y velares (como la k y la g); a partir de las oclusivas y las labiales (como las b, p y m), adquirirá la posibilidad de formar las constrictivas o fricativas (como las v, s y f) y así sucesivamente hasta que, al término de su proceso de aprendizaje de la lengua, el niño se convierte en un “hablante nativo”, para usar la expresión con la que todos estamos familiarizados pero cuya imprecisión es notable.
¿Qué sucede en el período de transición con los numerosos sonidos que el niño solía pronunciar fácilmente? ¿Cuál es el destino que le espera a su capacidad de producir los sonidos de todas las lenguas antes de aprender los sonidos de una única lengua? Es como si la adquisición del lenguaje sólo fuera posible a través de un acto de olvido, una suerte de amnesia lingüística infantil (o amnesia fónica, ya que lo que el niño parece olvidar no es la lengua sino una capacidad infinita para la articulación indiferenciada).
¿Es posible que el niño esté tan cautivado por la realidad de una lengua que opta por abandonar la tierra sin fronteras pero a la vez estéril que encierra la posibilidad de existencia de todas las demás? ¿O acaso uno debería observar la lengua recién adquirida para buscar una explicación?: ¿es acaso la lengua madre la que se apodera del nuevo hablante y se rehúsa a dar cabida siquiera a la sombra de alguna otra?
Todo se complica aún más por el hecho de que en el momento en que el niño se sume en el silencio, ni siquiera puede decir “yo”, por lo que dudamos en atribuirle conciencia de hablante. En todo caso, cuesta imaginar que los sonidos que el niño alguna vez pudo producir con tanta facilidad se hayan desvanecido por completo de su voz y hayan dejado nada más que una estela de humo (y el humo, de hecho, es algo).
Al menos dos cosas nacen de esa voz vaciada por el retiro de los sonidos que el niño que ha aprendido a hablar ya no puede producir: a partir de la desaparición del balbuceo nacen una lengua y un hablante. Bien podría tratarse de algo inevitable. Tal vez el niño deba olvidar la infinita serie de sonidos que alguna vez pronunció en “la cumbre de su período de balbuceo” para lograr así el dominio del sistema finito de consonantes y vocales que caracteriza a una lengua específica. Tal vez la pérdida de un arsenal fonético ilimitado es el precio que el niño deba pagar por el documento que le confiere condición de ciudadano en la comunidad de la lengua a la que pertenece.
¿Las lenguas de los adultos retienen algo del balbuceo infinitamente variado del que surgieron? Si es así, entonces lo que perdura es apenas un eco, ya que allí donde hay lengua el balbuceo desapareció mucho tiempo atrás, al menos en la forma en que alguna vez existió en boca de ese niño que aún no había aprendido a hablar. Sería apenas un eco de otra habla y de algo diferente al habla: una ecolalia, que supo resguardar la memoria de ese balbuceo indiferenciado e inmemorial que, al perderse, permitió la existencia de todas las lenguas.
Tarde o temprano, todas las lenguas pierden sus sonidos. No hay nada que pueda hacerse al respecto. Este fenómeno no se observa sólo diacrónicamente, durante los siglos en que una lengua se desarrolla, languidece y muere. El análisis sincrónico en un momento dado del curso de la vida de una lengua también alcanza para echar luz sobre aquellos sonidos que los hablantes ya están comenzando a olvidar. En Principios de fonología, Trubetzkoy demostró con minucioso detalle que todas las lenguas pueden caracterizarse por un conjunto finito de oposiciones distintivas, que surgen una vez que se han clasificado todas las vocales y las consonantes de acuerdo con sus rasgos específicos.
Por ejemplo, dentro del conjunto de vocales orales del francés, las vocales cerradas pueden oponerse a las abiertas, las semicerradas a las semiabiertas y dentro de cada serie de vocales orales de cierta apertura pueden distinguirse las anteriores, las anteriores labiales y las posteriores; entre las consonantes, podrían igualmente discriminarse los elementos de cada serie hasta que, al finalizar la descripción de todo el cuadro fonológico, fuese posible afirmar qué sonidos son significativos en una lengua y qué sonidos, por definición, no lo son.
Pero el estudio de la lengua no puede detenerse en ese punto. El especialista en sonidos y significaciones debe dar un paso más. La presentación de la forma sonora del francés no estará completa hasta que el lingüista haya agregado al conjunto de sonidos significativos que la lengua incluye y al conjunto de sonidos que ésta excluye una tercera categoría: la de los fonemas que se encuentran en la frontera, es decir, aquellos sonidos significativos cuyo proceso de adquisición o incorporación aún no ha sido completado por la lengua, así como las vocales y consonantes que ésta ya ha comenzado a perder.
Así, lingüistas que han estudiado la forma sonora del francés han observado que la lengua gala contiene hoy treinta y tres fonemas con categoría de tales, al tiempo que se ve afectada por tres sonidos más, clasificados por los fonetistas alternadamente como “problemáticos”, “amenazados” o “en peligro de extinción” (phonèmes en voie de disparition). Estos “fonemas problemáticos”, que ya han dejado de ser miembros plenos del conjunto de sonidos de la lengua a la que pertenecen, tampoco pertenecen aún al dominio de los sonidos extranjeros.
No pueden ser clasificados claramente dentro de los sonidos del idioma, pero tampoco puede decirse que esos sonidos “amenazados” han dejado de pertenecer a él. Los “fonemas en peligro de extinción” habitan esa difusa región que se encuentra en las fronteras de todo sistema sonoro; viven en la tierra fónica de nadie, que separa y a la vez une a la lengua con aquello que no lo es.
Uno bien podría preguntarse por qué los lingüistas no abandonan directamente el análisis de este “fonema problemático”. ¿Por qué dedicarle tanta atención a un único sonido que ni siquiera parece alcanzar esa estatura, que no puede oponerse, estrictamente hablando, a ningún otro en términos fonológicos, que al parecer no desempeña ningún papel funcional en términos semánticos y que es, en el mejor de los casos, un mero “lubricante fonético”? La respuesta es simple. Existe un territorio en el que este fonema “obsoleto”, “silencioso” y “átono” desempeña un papel decisivo: la poesía. No puede percibirse el ritmo de un verso francés si no se tiene en cuenta la posibilidad de su presencia en el recuento silábico.
El “fonema en peligro de extinción” puede haber desaparecido de los lugares cotidianos de la lengua francesa, pero sobrevive, aunque prisionero tras las rejas, en el territorio de la poesía. Ningún lector de poesía francesa puede permitir que este sonido amenazado se aleje de su campo visual. Nadie que desee percibir la música de la lengua puede olvidar por completo el papel de la “e problemática”, porque sin ella no es posible discernir la serie repetida de sílabas que constituyen el ritmo del poema.
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