Sábado, 13 de febrero de 2010 | Hoy
El 12 de octubre pasado murió Carlos Bollini, físico argentino y la mitad de la dupla teórica, nacional y memorable que formó junto a J.J. Giambiagi. Pocos meses antes, Futuro lo había llamado para saber si quería recordar glorias pasadas. Por toda respuesta, Bollini hizo una pregunta: “¿A esta altura?”. En la década del ’70, dos artículos sobre las fuerzas fundamentales de la naturaleza lo dejaron junto a Giambiagi en el umbral del Nobel. Recordar aquel episodio memorable es una excusa para evocarlos.
Por Matias Alinovi
Admitamos que el verdadero sentido del Nobel puede ser no ganarlo. Consideremos la posibilidad de que todos los años los académicos se reúnan en marzo, deliberen en la primavera boreal, comuniquen su decisión en el otoño, convoquen al premiado con las nieves de diciembre, el rey de Suecia se congratule una vez más, y se lean finalmente los discursos sólo para que algunos privilegiados, muy pocos, no ganen nunca el premio. Para convencerse basta con pensar en Borges, engrandecido en el humor, declarando que lo apenaría quebrar la tradición que se había establecido entre él y la Academia escandinava, y que consistía en hacerle creer, todos los años, que se lo darían.
O en J.-P. Sartre, que siempre se tomó en serio –es el destino filosófico de J.-P.–, ufano de no haber ido a buscarlo, por lo menos hasta la pregunta inopinada de un alumno en la Sorbona: “¿Y no habría sido mejor no haberlo merecido?”. Todo premio es la confirmación de un orden. Creer que uno lo merece, merecerlo, ir a buscarlo, es aceptar tácitamente ese orden. El premio es el soborno por nuestra aceptación tácita.
El lector deberá hacer de cuenta que el artículo que lee está firmado por Fidel Schaposnik, físico teórico de la Universidad de La Plata. Nadie como él se dedicó a explicar el episodio complejo del Nobel del año ’99, de manera que deberemos atenernos a sus explicaciones, si queremos entender.
Aquel año, el Premio Nobel de Física fue para Gerardus ‘t Hooft, físico holandés, y para su director de tesis, Martinus Veltman. El convencimiento de que ‘t Hooft lo merecía era unánime en la comunidad de los físicos de partículas. El consenso sobre los méritos de Martinus Veltman lo era menos, pero dirigía el doctorado de ‘t Hooft en el momento en que ambos publicaron el artículo más importante de los cuatro que la Academia sueca citaba como antecedentes para concederles el premio.
Ahora bien, ‘t Hooft había hecho varias contribuciones importantes a la física de partículas que no se citaban entre los antecedentes, como si los académicos hubieran decidido elegir un aspecto parcial de su obra. Eso se explicaba, de acuerdo con Schaposnik, por razones de acomodaticia política premiatoria: el premio del año ’99 era una forma de “sacarse de encima” a ‘t Hooft como premiado, seguro ganador del Nobel más temprano que tarde. ¿Y por qué la Academia se lo quería sacar de encima? Porque necesitaba allanar el camino al Nobel a un grupo de físicos norteamericanos más preponderantes que el holandés ‘t Hooft.
En particular, en 1972, ‘t Hooft había mostrado que determinados modelos poseían una propiedad fundamental para describir las interacciones que mantienen unidos a los quarks; ‘t Hooft le había comunicado el resultado al físico alemán Kurt Zymanzik mientras volaban a una conferencia en Marsella. Y el alemán –era previsible– se había referido al cálculo durante la conferencia, antes de que el holandés lo publicara. Bastó ese comentario en público para que tres físicos norteamericanos –David Gross, Frank Wilczek y David Politzer– se apuraran a enviar idénticas conclusiones a la –y aquí la adjetivación obligada es prestigiosa– revista Physical Review Letters, de Estados Unidos.
La propiedad fundamental sobre la que ‘t Hooft se había explayado en vuelo a Marsella se llamaba “libertad asintótica”, y su descubrimiento merecía, sin duda, el Nobel. De acuerdo con esa propiedad, las interacciones entre quarks se debilitan progresivamente a medida que la distancia entre las partículas disminuye. En otras palabras, cuanto más cerca está un quark de otro, más libre es. La libertad es total cuando la distancia converge asintóticamente a cero, de ahí el nombre de la propiedad.
En conclusión, en materia de libertad asintótica había cuatro candidatos al premio –‘t Hooft, Gross, Wilczek y Politzer–, mientras el número cerrado para compartirlo, de acuerdo con las reglas suecas, es tres. ¿Cómo lograr la felicidad para todos? Schaposnik predijo la estrategia de la Academia en un artículo del año ’99: premiar a ‘t Hooft por alguna otra contribución y allanar el camino de la libertad asintótica hacia el Nobel para los otros tres investigadores. Efectivamente, en 2004, los tres físicos norteamericanos compartieron el premio por el descubrimiento de la libertad asintótica.
La Academia pudo creer que arreglaba por un lado, pero desarregló por otro. Decía Schaposnik en el ’99: “Los trabajos de ‘t Hooft que enumera el comunicado de prensa de la Academia sueca, si bien han servido para (sic) ‘dilucidar la estructura cuántica de las interacciones electrodébiles en física’, son, en realidad, más citados por los físicos porque en ellos se utiliza una técnica matemática llamada ‘regularización dimensional’, que ya había sido inventada en la Argentina, más precisamente en la Universidad Nacional de La Plata, donde trabajaban Carlos G. Bollini y Juan J. Giambiagi”.
Carlos Bollini se doctoró en Ciencias Físico-Matemáticas en la Universidad de La Plata, en 1953. Tras un paso breve por la CNEA y por el Balseiro, en 1958 viajó al Imperial College, de Londres, donde trabajó durante dos años junto a Abdus Salam, uno de los Nobel del año ’79 que junto a Sheldon Glashow y a Steven Weinberg desarrollaron el modelo electrodébil. Después de esa estadía en Londres regresó al país como profesor titular de la Universidad de Buenos Aires.
El modelo electrodébil unificó dos de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza. Los físicos creen que existen cuatro interacciones fundamentales, por lo menos en el estado actual de los conocimientos: la gravitatoria; la electromagnética; la fuerza nuclear fuerte, que mantiene unidos en el núcleo de los átomos a protones y neutrones; y la débil, cuyo efecto más conocido es el decaimiento beta, la conversión de un neutrón en un protón. Ahora bien, el anhelo de los físicos es unificar esas cuatro interacciones fundamentales en una sola. Mostrar que, de algún modo, esas cuatro interacciones no son sino manifestaciones de la única interacción fundamental de la naturaleza. ¿De dónde procede esa convicción? Del afán proverbial de la disciplina por construir modelos unificadores. Hasta ahora, sin embargo, las unificaciones se lograron parcialmente. En particular, la fuerza débil se unificó con la electromagnética en la teoría electrodébil, que modela las dos interacciones como una sola y, por esa contribución teórica, Abdus Salam recibió el Nobel del ’79.
EL OTRO QUE NO
J.J. Giambiagi se doctoró en Física, en la UBA, en 1950, y después de algunos años en el exterior, en 1957 dirigió el Departamento de Física de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Aquélla fue una época dorada de la facultad, que se interrumpió brutalmente en 1966, cuando una dictadura a cargo de un general de caballería, de acuerdo con la expresión de Schaposnik, irrumpió en la facultad a bastonazos. Giambiagi decidió emigrar entonces a La Plata.
Pero para poder seguir investigando, sin embargo, durante algunos años alquiló junto a Bollini un departamento en Colegiales, donde funcionaba el que con magnífica ironía llamaban “Instituto Onganía”. Allí trabajaban, recibían alumnos, dictaban seminarios. Finalmente, en 1969, los dos desembarcaron en el Departamento de Física de la Universidad Nacional de La Plata. Las condiciones no eran las mejores, desde luego. Eran exiliados internos de la investigación científica. Pero en ese contexto adverso, parece increíble, hicieron una contribución definitiva a su disciplina.
En 1971, la dupla envió a Physics Letters, una revista científica editada en Holanda, un artículo en el que proponían el método de “regularización dimensional”.
Es usual que, en sus desarrollos teóricos, los físicos deban lidiar con los infinitos que aparecen en los modelos matemáticos. En particular, para que la teoría electrodébil pudiera finalmente formularse, había que eliminar de algún modo una serie de infinitos matemáticos que procedían de los métodos perturbativos en teorías de campo.
Así explica Schaposnik el método que propuso la dupla: “Se basaba en ‘extender’ las dimensiones del espacio-tiempo para poder eliminar las cantidades infinitas que plagaban los cálculos de las teorías cuánticas de campos. Giambiagi y Bollini explicaban que, si en lugar de trabajar con tres dimensiones espaciales y una temporal, es decir con 3 + 1 = 4 dimensiones del espacio-tiempo, se trabajaba con, por ejemplo, 3,103 + (–i) dimensiones, o con cualquier cantidad que no fuera un entero positivo, los infinitos quedaban bajo control”.
Convertir en una cantidad compleja el número de dimensiones del espacio-tiempo era una propuesta audaz, extraordinaria. La divulgación de procedimientos como ése suele llevar al divulgador a afirmaciones improcedentes. No se trataba de que la dupla creyera que el mundo físico tiene, o puede tener, una dimensión espacial no entera, o una temporal compleja. Simplemente, llevando a cabo ese pase matemático, “se explotaba la desaparición de las cantidades infinitas en dimensiones no enteras y, al final de la jornada, se volvía a la dimensión entera: 4”.
El artículo de Bollini y Giambiagi fue recibido el 18 de octubre de 1971. Pero ocurrió que ‘t Hooft y Veltman enviaron a Nuclear Physics, revista holandesa, un artículo con una propuesta similar el 21 de febrero de 1972.
Las revistas científicas funcionan de acuerdo con el sistema de referato por pares. En principio, los editores de una revista pueden enviar a cualquier investigador del área un artículo recibido. El investigador que recibe ese artículo se convierte en referí y debe dar su parecer respecto de la eventual publicación. El referato es secreto, y el investigador que envía un artículo a una revista no sabe, en principio, cuál colega lo revisó.
Lo cierto es que los referís de Bollini y Giambiagi le dieron largas al asunto. Plantearon sus dudas sobre la pertinencia de la propuesta y rechazaron el artículo. Schaposnik recuerda: “La idea era tan poco convencional que el árbitro, al rechazar el artículo, recomendó con cierta ironía a Bollini y Giambiagi que no perdieran el tiempo y volvieran a trabajar en las cuatro dimensiones del espacio-tiempo”.
La discusión se extendió unos cuantos meses. Bollini y Giambiagi redactaron entonces un segundo artículo, más detallado, que enviaron a la revista italiana Il Nuovo Cimento unos días antes de que ‘t Hooft y Veltman enviaran su primer trabajo a Nuclear Physics. La revista italiana aceptó el nuevo trabajo de la dupla, pero como era menos leída que la otra, la contribución de los argentinos pasó inadvertida durante algún tiempo. No fue inadvertida por los holandeses, en todo caso, que en su artículo citaban a la dupla.
Después de hablar con ‘t Hooft, Giambiagi declaró alguna vez haber sacado dos conclusiones definitivas: que él y Bollini habían llegado antes al resultado –el propio ‘t Hooft lo reconoció– y que unos y otros lo habían hecho en forma independiente. Ni Bollini ni Giambiagi, personas extraordinariamente íntegras, manifestaron jamás públicamente ninguna contrariedad.
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