Sábado, 3 de abril de 2010 | Hoy
Por Pablo Capanna
Una de las cosas más difíciles de saber es el origen y la autenticidad de las frases célebres que se atribuyen a personas célebres en célebres circunstancias. Pero aunque nunca las hayan pronunciado, su encanto está en que bien podrían haberlo hecho. Se non è vero, è ben trovato...
Entre todas las citas que se atribuyen a Newton, hay una que se relaciona con el determinismo. Pero no se trata de un enunciado teórico; más bien se la podría considerar el lamento de un estafado.
Durante buena parte de su vida, Sir Isaac Newton estuvo a cargo de la Casa de Moneda británica; también ocupó una banca en el Parlamento y administró sus propias finanzas con el tino que cabía esperar del padre de la física clásica.
Sin embargo, el propio Isaac sucumbió, como cualquier ahorrista del montón, a una de las más notorias fiebres especulativas de su tiempo. Fue la que se generó en 1720 en torno de las acciones de la Compañía de los Mares del Sur y produjo el mayor crac económico del siglo XVIII.
Newton también compró acciones de la Compañía, para no quedarse afuera del reparto de las ganancias que prometía el comercio inglés con las colonias españolas de América del Sur. En tres meses, los papeles llegaron a cotizarse siete veces más que su valor nominal. Después sobrevino el desastre; los directivos de la Compañía acabaron presos y hubo muchos accionistas quebrados.
Newton se ganó siete mil libras, pero acabó perdiendo quince mil. Según se dice, su amargo comentario habría sido: “¡Puedo predecir el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente!”. Newton se había topado con las burbujas del mercado, un fenómeno difícil de explicar y todavía más de anticipar. Los estudios sobre la lógica no lineal y la teoría del caos surgieron, precisamente, para tratar de entenderlas, cuando John Reed, CEO de Citicorp, le dio un generoso apoyo al Santa Fe Institute tras una de las crisis financieras de los años noventa.
Al margen de las especulaciones bursátiles, en cada época hubo algún bien que ocupaba el centro de la escena económica. A veces era algo con utilidad real, como el petróleo; otras, como el oro y la plata, tenían esa carga simbólica que las consagraba como patrones de valor.
Uno de los primeros booms económicos del mundo moderno fue el de la plata boliviana, que para el siglo XVII era usada como moneda en China, Turquía y la India.
En 1625 Potosí tenía más habitantes que París y Londres. Sus minas llegaron a producir plata por un valor que hoy estimaríamos en cincuenta mil millones de dólares, pero se cobraron ocho millones de vidas de los esclavos indios y negros que murieron en sus socavones.
Cuando se agotó la plata, Potosí logró sobrevivir gracias al estaño. Otras ciudades nacidas con la plata, como Silver City (Nuevo México) y Tombstone (Arizona) tuvieron menos suerte y fueron abandonadas. La plata y el oro dejaron muchos pueblos fantasmas que hoy sólo visitan los turistas que van a sacarse fotos disfrazados de mineros. En Argentina, eso ocurrió con la mina de Los Cóndores (San Luis), que explotaron alemanes y yanquis antes de que Corea comenzara a obtener tungsteno a cielo abierto, y parece anticipar lo que ocurrirá si avanzan las nuevas explotaciones en la cordillera.
En el siglo XIX sobrevino la Quimera del Oro, inmortalizada por Chaplin, que fundó Virginia City (Montana) y Nome (Alaska) y dejó muchos pueblos desiertos.
Cuando se descubrió oro en Alaska, cien mil buscadores salieron rumbo al Klondike con la idea de hacerse millonarios. De ellos, sólo cuarenta mil llegaron a Dawson City. Cuatro mil encontraron oro, pero sólo trescientos se hicieron ricos. Apenas cincuenta siguieron siéndolo cuando todo acabó.
Quienes más dinero hicieron, sin embargo, fueron John Nordstrom, que puso una fábrica de zapatos y un almacén de ramos generales, y Samuel Brauman, que tras hacer correr rumores de que en la zona había oro, se compró cuantas propiedades pudo y se enriqueció vendiéndoles suministros a los buscadores.
Del mismo modo, cuando se encontró petróleo en Pennsylvania, en sólo nueve meses la aldea de Pitthole llegó a tener 150.000 habitantes, 57 hoteles y un periódico propio, pero pronto volvió a la nada.
Cualquier manual dice que existe una manía especulativa cuando se negocian altos volúmenes de bienes a precios considerablemente alejados de sus valores intrínsecos. Habría que preguntarse cuál es el “valor intrínseco” en el caso de bienes tan simbólicos como el oro y la plata. Con las marcas y los cambios tecnológicos también ocurre algo que tiene mucho de simbólico, o por lo menos especulativo, cuando se cree poder predecir el rumbo que tomarán los negocios.
A fines del siglo XIX, cuando Edison cosechaba patentes, en sólo dos semanas se registraron 16 empresas de electricidad en Londres. En los años ’50 y ’60, se hizo costumbre que cualquier empresa se pusiera nombres que incluían “atom” o “tronic”, así como en los ’90 cualquier boliche se añadía el apellido “puntocom”. Después del vuelo trasatlántico de Lindbergh hubo un auge de las aerolíneas y se llegó a registrar un ferrocarril con el sello Seabord Airlines...
Con las especulaciones “a futuro”, donde se apuesta a los eventuales valores que puedan alcanzar los bienes a corto plazo, ingresamos en el campo del azar, la intuición y el deseo. En ciertos casos clásicos, como el que le tocó sufrir a Newton, la especulación anda más cerca de la fantasía y del cuento de hadas, pero se diría que los mercados de futuro pertenecen más al campo de la ciencia ficción. Todo muy lejos de la economía real, pero generalmente con funestas consecuencias para ésta.
La burbuja se forma cuando se conjugan ciertas condiciones iniciales que despiertan el interés, del mismo modo que con cierta temperatura y presión se forma un tornado que atrae los vientos. La emulación por comprar a precios cada vez más altos crece porque todos piensan que la tendencia habrá de mantenerse. Muy pocos son los que abandonan a tiempo, como esos jugadores que se retiran de la ruleta antes de que se quiebre la racha. Hay boom cuando la burbuja alcanza su mayor nivel, se habla de crash cuando se pincha, y de crac cuando se empieza a pagar las consecuencias.
Antes del crac que aún está viviendo la economía mundial, tras el estallido de la reciente burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y Europa, la fiebre especulativa que más tinta había hecho correr era la de las empresas “puntocom”. La burbuja nació, floreció y estalló entre 1997 y 2001, justo cuando en Argentina estaba por estallar la ficción de la convertibilidad. Fue la primera crisis del mercado global, a la cual un inédito entretejido de las comunicaciones le dio una nueva dimensión. Se abrió así “un callejón sin salida empedrado en oro”, como lo definió un economista.
En esos años se hablaba mucho de la “ley de los rendimientos crecientes”, que venía a corregir los criterios clásicos, al introducir la tecnología como uno de los principales factores económicos. En una interpretación optimista, se creyó que la tecnología podía generar riqueza a un costo mínimo, con apenas pequeñas inversiones iniciales. Más que comerciar bienes y servicios, había que invertir en las empresas de Internet, porque ahora todo pasaba por la pantalla. La inversión inicial bien lo valía; era como comprarse un billete premiado. Pese a que hubo algunos que advirtieron que se estaba alimentando una ilusión, el proceso siguió su curso. Cuando en 1995 Netscape puso en venta sus acciones, pasó a valer dos mil millones de dólares sin haber generado aún un solo peso.
Por un momento, la fiebre especulativa hizo que ETrade, Ebay y Amazon valieran más que American Airlines, J. P. Morgan o Alcoa respectivamente. El dominio “business.com” se vendió en 7,5 millones de dólares. En Buenos Aires, “ElSitio.com” llegó a valer más que la petrolera Pérez Companc. En esos locos días, AOL se compró Netscape y Time Warner, y WorldCom tuvo lo que hasta entonces era la mayor bancarrota de la historia.
El índice Nasdaq alcanzó su pico en marzo de 2000, pero en menos de dos años volvió a los valores de 1996, dejando el tendal de muertos y heridos. Al parecer, la nueva economía no era tan distinta de la antigua.
No cabe duda de que el caso donde la especulación muestra sus aspectos más definidamente irracionales, como un juego de azar sin excusas económicas, es la famosa “tulipomanía” holandesa del siglo XVII, que fue tan prolífica en burbujas especulativas como nuestro tiempo.
Cuando el botánico Clusius trajo de Turquía los primeros bulbos de tulipanes, el arenoso suelo holandés resultó especialmente apto para su cultivo. No sólo eso: al infectarse con un virus desconocido, las plantas sufrieron mutaciones que les hicieron dar flores multicolores, sutilmente veteadas o delicadamente esfumadas.
A las condiciones biológicas iniciales (la gran diversidad, y el hecho de que los tulipanes se reprodujeran por bulbos) vino a añadirse una coyuntura económica peculiar. En esos años, los burgueses de las grandes ciudades de Holanda estaban acumulando fortunas gracias al negocio de las Indias Orientales. En su competencia por el prestigio y el poder no les alcanzaba con poseer mansiones, carruajes, vestimentas lujosas o servidumbre. Había que inventar nuevos símbolos de status, nuevas maneras de ostentar ocio y riqueza. Fue así como invirtieron fortunas en algo como el tulipán, que no tenía más valor intrínseco que cualquier otra flor. Hoy mismo, se compran cuadros de grandes firmas para guardarlos en una bóveda.
No se trataba sólo de mostrar que uno era tan rico que podía comprarse el tulipán más caro y exclusivo. También estaba la posibilidad de hacerse aún más rico revendiéndolo inmediatamente, porque el valor no dejaba de subir. De este modo se armó un casino que los holandeses de entonces bautizaron “el negocio del aire”. En cualquier taberna había una bolsa de tulipanes. Algunos se endeudaban o hipotecaban sus posesiones para llegar a tener la flor más cara, que sería la envidia de toda la ciudad. La economía había dejado por completo de ser real. Los bulbos ni siquiera se exhibían: se vendían por catálogo y se traficaban con notas de crédito y títulos de propiedad, a valores astronómicos.
En el momento culminante de la burbuja, un solo bulbo de Semper augustus se vendió en seis mil florines. La suma equivalía a cinco hectáreas de tierra (que por ser ganada al mar, era carísima en Holanda), a 24 toneladas de trigo o a 15 años de trabajo de un buen artesano.
La fiebre tulipánica empezó a crecer el 3 de febrero de 1637 cuando los bulbos, que tres meses antes valían diez florines, llegaron a costar doscientos. En dos días se llegó al pico, y el día cinco un lote de cien bulbos se llegó a vender en 99.000 florines. Pero al día siguiente ya no hubo nadie que estuviera dispuesto a comprar medio kilo de bulbos, ofrecidos a un precio menor. De pronto, todo el mundo salió a vender para recuperar su dinero; el rezagado que quiso hacerlo el 1º de mayo ya se encontró con los mismos precios que regían antes de la manía.
En medio de todas estas febriles operaciones, un marinero fue a parar a la cárcel por haberse comido un bulbo de Semper augustus que había encontrado en casa de sus patrones; lo había confundido con una cebolla. Se diría que ése había sido precisamente el momento en que la economía fantástica había entrado en colisión con la real. El bulbo ni siquiera tenía gusto a cebolla, y nadie habría dado medio florín por él. Dos meses después valía tanto como una cebolla, pero el pobre marinero seguía preso.
Tulipanes, ganancias fabulosas y el negocio de vender fantasías no son fenómenos aislados. Se diría que pertenecen al mismo género que las loterías, el prestigio de esas figuras que reinan por quince días en los medios para hundirse en el olvido, el carisma efímero que pueden dar las encuestas, o la tristeza que inspiran los best sellers del año pasado. Hay mucho de sueño en la vida.
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