Sábado, 7 de agosto de 2010 | Hoy
VIDA Y MITO DE UN MATEMATICO
Por Pablo Capanna
Cuenta la hermana de Pascal que su padre había escondido bajo llave los libros de matemáticas, para que el niño Blas no los tocara antes de cumplir los doce años. El padre no pensaba en Piaget, para el cual faltaban siglos, y tampoco era el señor Cateura, ese personaje de Landrú que obligaba a su hijo a estudiar latín para que pudiera ser un buen carnicero. De hecho, don Esteban Pascal gustaba de las matemáticas pero temía que su hijo quedara atrapado por los teoremas y descuidara las lenguas clásicas, que entonces sí eran la base de la educación.
Según cuenta Gilberta, el chico estaba movido por una suerte de instinto deductivo y se había construido su propia geometría, donde el círculo se llamaba “redondel” y la recta “barra”. Armado de carbonilla, estaba aprendiendo por su cuenta cuando su padre lo sorprendió. Estaba más distraído que Arquímedes y acababa de demostrar que la suma de los ángulos internos de un triángulo da dos rectos. Esteban se quedó mudo. Corrió a lo de su amigo el profesor Le Pailleur y llorando de alegría le contó todo. Atinadamente, el amigo aconsejó que el niño concurriera a las charlas de su sociedad científica, y así le dio la oportunidad de escuchar a gente como Fermat y Roberval. A los diecisiete Blas ya escribió su tratado sobre las cónicas, y a los veintiuno inventó la primera máquina de calcular.
Se diría que aprovechó muy bien su corta vida, porque en sus últimos años vivió como un monje; tuvo una pésima salud y murió a los treinta y nueve, de tuberculosis.
El factor común que unía a dos personas tan distintas como el francés Blas Pascal y el indio Srinivasa Aiyangar Ramanujan era la pasión por las matemáticas. Como si eso fuera poco, los dos tuvieron un temperamento místico, lucharon contra la enfermedad, y murieron jóvenes. Pero si el francés disfrutó de una cultura de elite, el indio fue una suerte de desarraigado de lujo. Mimado por la ciencia europea, se fue muriendo de nostalgia, lejos de su tierra natal.
La vida de Ramanujan (1887-1920) es tan poco vistosa que su biógrafo Robert Kanigel (El hombre que conocía al infinito, 1991) tuvo que mecharla con abundantes digresiones sobre las pintorescas costumbres de los indios y de los profesores ingleses. Fry y Benegal, los directores que planearon llevarla al cine, deben haberse esmerado con el guión.
Ramanujan se crió en el sur de la India, cerca de Madrás. Era hijo de brahmanes pobres, orgullosos de su casta pero con recursos suficientes apenas para llevar una vida austera. Su padre llevaba la contabilidad de una tienda. Tres de sus hermanos murieron en la infancia y él quedó marcado de por vida por la viruela.
Ramanujan sólo hablaba tamil y era devoto de la diosa Namagiri. Creía que la diosa era quien le sugería sus teoremas en sueños. Cuando vivía en Cambridge solía ponerse a escribir en cuanto despertaba.
Ramanujan se destacó en la escuela por su destreza matemática, sin dejar de poner en apuros a los maestros cuando les preguntaba, por ejemplo, si cero sobre cero no sería igual a uno... A los quince años, cuando ya dominaba la trigonometría, cayó en sus manos el libro de fórmulas de Carr, un grueso repertorio de ecuaciones de todo tipo, desde el álgebra y la geometría analítica hasta el análisis, aunque generalmente relegaba las demostraciones a meras notas.
A Ramanujan, el libro de Carr le dio acceso a un universo, pero sin ofrecerle método. Como el papel era muy caro para él, solía trabajar en una pequeña pizarra, y se desentendía de las otras materias. Más de una vez (como el niño Pascal) descubría cosas que ya habían descubierto otros, o se internaba en un campo nuevo sin saber bien de qué se trataba. Cuando conoció al inglés J. E. Littlewood, que tenía su misma edad pero había tenido una buena formación académica, comenzó a darse cuenta de sus baches y a recuperar el tiempo perdido.
Su carrera escolar fue un verdadero desastre, y a pesar de sus éxitos con la matemática, que le valieron premios desde la primaria, no pudo obtener un título.
A diferencia de lo que ocurre con los comunes mortales, Ramanujan tenía una vocación tan fuerte y obsesiva que la matemática era la única materia que le interesaba. Fue echado sucesivamente de varios colegios por desinteresarse de cualquier otro tema, y no pudo aprobar el ingreso a la universidad. Pero desde la adolescencia se las ingenió para publicar artículos y problemas en el boletín de una asociación científica india. Una vez se escapó de casa y varias veces anduvo vagando sin rumbo, generalmente sin una rupia en el bolsillo.
Según la costumbre india, a los 22 años lo casaron con una niña, con la cual no iba a convivir hasta que no cumpliese los doce. Esto pareció persuadirlo de que como futuro padre de familia necesitaba tener algún empleo estable. Pidió una entrevista con Ramachandra Rao, un prestigioso matemático indio, pero se presentó desaliñado y con la barba crecida. Rao lo recordaba por su baja estatura, su robusta figura y sus ojos de un brillo inconfundible.
Con toda ingenuidad, le pidió algún subsidio para poder dedicarse a sus estudios, dio muestras de lo que sabía hacer y Rao se decidió a ayudarlo. Durante un tiempo lo mantuvo dándole dinero de su bolsillo, pero al fin pudo conseguirle un empleo de oficinista en la administración del puerto de Madrás. Tuvo la suerte de que lo asignaron a una oficina de estadística, donde había ingenieros y hasta matemáticos con quienes hablar. Su jefe, el director de contabilidad, aprovechó para hacer algunas publicaciones robándole ideas a su joven empleado.
Al fin, Ramanujan se atrevió a escribirles a varios profesores británicos en procura de alguna beca o subsidio. El único que le contestó fue el más brillante de todos, G. H. Hardy, ese que los biólogos recuerdan por la Ley de Hardy-Weinberg para la genética de poblaciones.
Ramanujan escribió unas diez páginas, con la ayuda de un amigo que manejaba mejor el inglés. La carta era una extraña mezcla de humildad y arrogancia. El indio confesaba no tener educación universitaria, pero se jactaba de estar abriendo su propio camino y contaba que algunos habían calificado de “alarmantes” sus trabajos. También hacía un desafío, porque corregía las conclusiones de un trabajo del propio Hardy. Sin dar más vueltas, confesaba: “Yo soy un hombre medio muerto de hambre. Para preservar mi cerebro necesito comida, y esta es mi prioridad”.
Cuando Hardy recibió la carta, pensó que era de un chiflado y se fue a jugar al tenis. Pero no dejó de pensar en ella todo el día, y al fin se sentó a examinar el trabajo. Encontró que allí había algo de genio y muchas ideas nuevas, aunque la mayor parte fueran redescubrimientos de cosas ya conocidas. Sin éxito, le pidió demostraciones, algo de lo que el indio no tenía mucha idea.
Cuando estableció contacto con él descubrió que a cada cuestión respondía con una avalancha de preguntas. Como el problema era enseñarle matemática moderna, para evitar que siguiera desperdiciando su talento, le consiguió una beca por dos años en la Universidad de Madrás, mientras hacía planes para llevárselo a Inglaterra. Había llegado a la conclusión de que era mejor tenerlo en Cambridge.
Ramanujan se resistía a la idea de mudarse a un país donde comían carne, creían en un solo dios, y lo peor: resolvían todos los conflictos por la fuerza. Se decidió pues a consultar a la diosa Namagiri. Se fue con toda su familia al templo de Namakkal, y todos durmieron allí, esperando un sueño iluminador. Al tercer día, Ramanujan soñó que la diosa se le aparecía para eximirlo del deber de quedarse en su tierra. Su madre, que no quería dejarlo ir, soñó que su hijo estaba en Inglaterra, rodeado de sabios europeos que lo escuchaban admirados, y accedió a que se fuera.
Por fin, después de hacer los arreglos necesarios para asegurarle que en Cambridge tendría una alimentación estrictamente vegetariana, Ramanujan se embarcó en 1914.
Uno puede imaginarse cómo se sentiría en Londres alguien que había vivido siempre en el sur de la India y se entendía mejor con la matemática que con el inglés. Quien había crecido entre las espesuras tropicales y los barrocos templos hindúes aterrizaba repentinamente en los umbrosos claustros góticos del Trinity College.
Su breve paso por la universidad no dejó de ser brillante, y pronto le valió que, a propuesta de figuras como A. N. Whitehead, llegara a ser admitido en la Royal Society.
Ramanujan, que siempre había vivido atendido por su madre y su esposa-niña, en Cambridge aprendió a hacer su propia comida según los rituales védicos, porque no confiaba en la cocina británica. Aun en tiempos de carestía, durante la guerra, era capaz de sentirse culpable por haber tomado Ovomaltina, que violaba sus tabúes alimentarios. A Gandhi le había pasado lo mismo.
Una de las primeras noches que pasó en Cambridge, otro becario indio que lo fue a visitar a su cuarto tuvo que prestarle una manta porque lo encontró tiritando de frío. Al año, enfermó gravemente. El estallido de la Gran Guerra hizo que escasearan la leche y la fruta, que eran sus principales alimentos. Eso volvió muy deficitaria su alimentación, que en la India hubiese sido más equilibrada.
En 1917, cuando contrajo tuberculosis, estaba tan débil que tuvieron que internarlo en un geriátrico. Cuando Hardy lo visitaba en el hospital, todavía era capaz de descubrir que 1729, la patente del taxi en el cual había venido, era el número natural más pequeño que podía expresarse de dos maneras diferentes como la suma de dos cubos positivos (13+123 = 93 + 103). Esos números pasaron a ser conocidos como taxicab o taxi. Littlewood decía que todos los números enteros eran sus amigos.
Apenas repuesto, volvió a la India, donde murió a los 32 años de una infección amebiana, dejando una viuda de 18, que se ganaba la vida como costurera, y unos cuadernos de apuntes que todavía son objeto de estudio.
Entre Ramanujan y su protector Hardy se tejió una amistad basada en la afinidad intelectual, que se manifestó en el centenar de trabajos que ambos firmaron juntos. El sociólogo Randall Collins escribió un policial al estilo de Sherlock Holmes (El anillo de los filósofos, 1994), donde puso al inglés y al indio entre los protagonistas.
La amistad no era fácil entre el inglés, eximio jugador de cricket y amigo de Bertrand Russell, y el indio, ex oficinista de la Aduana. El inglés era un ateo militante y el indio creía estar asistido por su diosa. “Nos costó entendernos”, escribió Hardy, aunque admitía: “Aprendí de él más de lo que él aprendió de mí”.
Los dos eran pacifistas y bastante radicales en cuanto a la política europea, y un día Ramanujan sorprendió a Hardy cuando le dijo que para él todas las religiones encerraban algo de verdad.
La larga sombra de los fundamentales trabajos de Ramanujan todavía se proyecta sobre los sitios más dispares, que van desde la cristalografía hasta las teorías de cuerdas. Algunos consideran que su tratamiento de las “particiones” de un número en sus sumandos es algo así como al ABC del cual salen todos los lenguajes de computación y la entera revolución digital.
¿Qué hubiera dicho de este indio supersticioso Voltaire, quien no encontró nada mejor que calificar al místico Pascal de “genio degenerado”? Ocurre que acabo de googlear el nombre “Voltaire” y recién me doy cuenta de que mi computadora desciende de aquella maquinita de calcular que construyó el adolescente Pascal. En su alma de silicio están las huellas de lo que hizo aquel otro tuberculoso pobre llamado Ramanujan. Ojalá hubiese muchos “degenerados” como éstos.
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