LA CIENCIA GALILEANA NACIO EN EL INFIERNO
› Por Matias Alinovi
Hay libros que son mundos abiertos, o imperfectos, o que exigen ser comprendidos, e incitan a escribir libros. No pensemos en la Biblia, que es varios libros a la vez, y cuyo autor es multitudinario. Pensemos en la Comedia. ¿A cuántos libros habrá dado lugar el poema de Dante? Hay tradiciones de comentadores ordenadas en torno de la imaginación de un solo autor. Algunos de esos libros del libro, muy pocos, tienen a su vez la potencia de dar lugar a nuevos libros: comentarios de comentarios. Es el caso de las Dos lecciones infernales, el texto de Galileo, que se inscribe naturalmente en la tradición de los comentadores de la Comedia, pero cuya lectura nos hace proyectar la ilusión de varios textos nuevos. Leerlo es querer escribir. Una guía práctica, y definitiva, del infierno, por ejemplo, destinada a réprobos futuros. O un itinerario detallado de todo lo visto y oído a cada paso por Dante y Virgilio, que recorra la topografía infernal con números precisos. O un libro de ensayos, con el modelo de los Nueve ensayos dantescos, pero que agote todos los planos de análisis: la lectura sociológica, la histórica, la religiosa, la psicológica, la epistemológica.
Repasemos brevemente la anécdota del libro, para después presentar nuestras ideas sobre la operación de la que nació. En 1588 Galileo tiene veinticuatro años, y pasa una temporada tranquila en la casa paterna de Florencia, alejado de los foros públicos, estudiando la obra de Arquímedes y de Euclides. Alcanzar un cargo rentado en Padua, o quizás en Pisa, es la meta de sus aspiraciones. En esa situación, la Academia Florentina, una institución de sesgo político ordenada en torno de la promoción de la lengua toscana, lo convoca para que prepare y lea públicamente dos escritos sobre la arquitectura infernal en Dante. Así, a través del joven Galileo y de sus capacidades matemáticas, la Academia busca zanjar una polémica anterior, entre dos comentadores de la Comedia: Antonio Manetti, florentino, y Alessandro Vellutello, intelectual de la ciudad de Lucca.
A través de la lectura integral de la obra de Dante, Manetti y Vellutello han buscado reconstruir la arquitectura infernal. Con los indicios numéricos dispersos que Dante admite en el poema –el radio de unos pocos círculos infernales, determinadas distancias relativas, la profundidad de algunas fosas–, pero también con datos que proceden del Convivio –la fracción 22/7 como estimación válida del número pi, por ejemplo– cada uno por su lado ha perfilado una arquitectura infernal que se quiere precisa. Ambas arquitecturas, sin embargo, difieren esencialmente. ¿Cuál de las dos se ajusta mejor a la idea de Dante? La Academia, que opera políticamente, ha secundado las opiniones de Manetti, un florentino. Y por eso Vellutello, al presentar su reconstrucción de la arquitectura infernal, ha escrito que esa decisión era equivalente a la del tuerto que toma por guía al ciego. Los académicos, que han vivido esa declaración como una injuria, encargan finalmente a Galileo que los vengue, demostrando con razones matemáticas que Manetti tiene razón.
Para Galileo, la discusión se presenta, en definitiva, como un problema de evidencias. ¿Qué evidencias hay en el poema de Dante a favor de una u otra reconstrucción? Ciertamente, no muchas. De los indicios dispersos en la Comedia no se deduce una arquitectura infernal, sino sólo sus verosímiles rasgos generales. Galileo lo sabe, pero lo calla minuciosamente durante su exposición. Sabe, también, que los dos comentadores han ejecutado la misma operación: con esos pocos números que Dante admitió en el texto se han abocado a reconstruir un infierno verosímil. Como la solución no es única, cada uno, con ideas propias sobre la verosimilitud o las intenciones calladas de Dante, ha perfilado una arquitectura distinta. Distintas entre sí, pero respetuosas de los pocos números de la Comedia. Es decir, matemáticamente indiscernibles.
Hay que decir que la lectura pública de Galileo ante la Academia está desterrada de las biografías. Apenas se la menciona como un episodio más de su primera juventud preocupada por encontrar un cargo rentado en alguna universidad. Como si los biógrafos no repararan en el extraordinario valor simbólico que supone el hecho de que, justo al joven Galileo, se le encargue resolver una cuestión de evidencias. Justo a él, que a partir de 1609 va a dedicar su vida a recoger evidencias empíricas que vengan a sostener una arquitectura teórica –esta vez, la del universo– en contra de otra. Justo a él, que va a ser quien revolucione la ciencia a través de la idea de que las especulaciones teóricas deben ser sostenidas por las evidencias empíricas.
De ahí surge, naturalmente, la idea de una lectura del texto de las lecciones por analogía, que convertiría al episodio de la lectura pública en un ensayo general de la vida argumentativa de Galileo. De acuerdo con esa analogía, entonces, la intervención de Galileo en las dos lecciones podría considerarse como una prefiguración del acto central de su vida tal como lo concebimos gracias al trabajo compendiador de los biógrafos. ¿Cómo podemos describir ese acto del modo más general?
Dios creó el universo, sobre cuya arquitectura los hombres fabrican teorías. Eso ocurre, puede ocurrir, sin embargo, gracias a lo que deberemos reputar como una estimulante indelicadeza de Dios, que no creó una arquitectura universal que se nos revelara por sí sola, directamente, es decir, sin la intermediación del trabajo arduo de la recolección de evidencias. Las evidencias sobre la arquitectura universal no son directas, y es por eso mismo que existen las especulaciones. Los hombres construyen arquitecturas teóricas a partir de las evidencias que recogen en el universo. Reconstruyen esa arquitectura divina, diríamos. En particular, en la época de Galileo, dos hombres se han aplicado con mayor fortuna a esa reconstrucción: Nicolás Copérnico y Claudio Ptolomeo.
En el acto central de su vida, el que comienza a partir de 1609 con su telescopio, Galileo debe decidir entre esas dos arquitecturas teóricas. Recogerá evidencias que vengan a secundar una arquitectura, en detrimento de la otra. Ahora bien, esa operación no es inocente de intenciones previas, porque Galileo ya ha decidido a priori qué arquitectura secundará. Y eso por razones contingentes, personales. Si esa decisión puede haber sido el fruto de una larga ponderación, no es menos cierto que registra un hito preciso: en el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo nos recuerda el episodio del partidario de las ideas de Copérnico viniendo a disertar a Florencia. Galileo no asistió a aquel encuentro porque estaba convencido de que esas ideas eran una solemne insensatez, de acuerdo con su expresión. Pero al preguntar a quienes sí habían participado del encuentro qué opinaban de aquellas ideas, debió enfrentar la respuesta inesperada de aquel a quien consideraba más inteligente –circunspecto es la palabra que usa–. Según ese interlocutor innominado, esas ideas no eran tan descabelladas como parecían. Desde entonces, Galileo emprende una suerte de encuesta personal que lo lleva a entender que todos aquellos que ahora creían en el sistema de Copérnico, antes habían creído en el de Ptolomeo.
Claudio Biagioli ha escrito que el copernicanismo creciente de Galileo, a partir de 1609, fue, también, una estrategia de posicionamiento en el régimen de mecenazgo bajo el que vivía. Defender a Copérnico era la estrategia correcta para el beneficiario de un mecenas importante –por entonces, el de Galileo era el más importante de Florencia, el Gran Duque de Toscana– si los beneficiarios de otros mecenas importantes, con los que eventualmente debería debatir, defendían el sistema de Ptolomeo. Los mecenas trataban los debates como puestas teatrales, y el valor de verdad de los argumentos no era una cuestión central.
¿En qué consistiría, entonces, según nuestra analogía, la operación de las dos lecciones? La podríamos pensar así: el universo, o el mundo, equivaldría al infierno. Manetti es Copérnico. Vellutello, Ptolomeo. Y tanto Manetti como Vellutello han perfilado construcciones teóricas que difieren. La tarea de Galileo –la que le encarga la Academia– es recoger evidencias para sustentar, para defender, una construcción teórica en detrimento de la otra. Galileo lo hace en virtud de su capacidad, pero sobre todo de unas herramientas específicas que se lo permiten. El papel del telescopio en el universo es el de las herramientas matemáticas en el infierno. En ambos casos, en el infierno o en el universo, Galileo ha decidido de antemano, por atendibles razones contingentes, qué opinión secundará. Es notable que en esa analogía, Dante es Dios.
Porque así como Dios creó una arquitectura que no se revela ante los hombres, Dante describe el infierno dejándolo “algo ofuscado en sus tinieblas”, como lo explica el propio Galileo, y dando así “lugar para que otros después de él se afanaran durante mucho tiempo en la explicación de esta arquitectura suya. Y, entre esos, los dos que han escrito más dilatadamente sobre el tema son Antonio Manetti y Alessandro Vellutello”. En conclusión, podríamos leer las dos lecciones como el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del infierno.
Pero una vez establecida la analogía, ¿qué enseña? ¿Qué conclusiones permite? La analogía que no permite nuevas iluminaciones, o es meramente anecdótica, o induce conclusiones improcedentes.
Lo primero que debemos señalar es que es curioso ver a Galileo dos veces en la misma situación, como si hubiera algo metodológicamente fatal en su vida. Lo segundo es considerar el rol que se asigna a Dante en la operación. Si al leer las lecciones entendemos que deben partir del supuesto improbable de que Dante fue un arquitecto perfecto, producida la comparación entendemos que en el concepto de la Academia, de los comentadores y de Galileo, Dante actúa con la infalibilidad de un Dios. Explícitamente, durante su lectura Galileo explica que su trabajo consiste en mostrar cuál de las dos reconstrucciones infernales más se acerca a la verdad, es decir, a la mente de Dante.
En tercer lugar, querríamos recordar que el filósofo Jacques Bouveresse, en su libro Prodigios y vértigos de la analogía, se refiere a la matemática como una tecnología del hacer creer. Nos parece que ése es exactamente el modo en que las herramientas matemáticas que el propio Galileo ha exhumado de los escritos de Arquímedes y de Euclides, y por cuyo conocimiento es convocado por la Academia, están funcionando en la operación de las dos lecciones: como una tecnología del hacer creer que Manetti tiene razón. Galileo recoge una serie de medidas y las interpola con una arquitectura, la de Manetti, como se interpola con una curva una serie de puntos dispersos. Pero también como se interpola con una teoría una serie de indicios. Y la audiencia es la que da sentido a la teatralidad de la discusión.
En este caso, la Academia es la condición de posibilidad del hacer creer de Bouveresse. Pero, ¿cuál es la condición social de los que componen esa audiencia? ¿Quiénes son los espectadores? Dice Bruno Latour, en Nunca fuimos modernos, que los testigos creíbles, adinerados y de buena fe de las disputas científicas se reúnen alrededor de la escena de acción para dar fe de la existencia del hecho, aunque no conozcan su verdadera naturaleza.
La teatralidad de la puesta en escena de una discusión científica podría inducirnos a pensar que allí se trata, necesariamente, de hechos falsos. No es verdad. Lo que sí debemos entender es que en la verdad científica participa no solamente la matemática, sino el prestigio, la credibilidad, la buena fe y la presunción de una realidad estructurada conforme a la matemática, que alcanza incluso al infierno.
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