Sábado, 16 de julio de 2011 | Hoy
Por Jorge Forno
De la misma manera que muchos actores suelen ser encasillados en determinado tipo de personajes, algunos científicos pasan a la historia por asuntos puntuales –a veces importantes y otros anecdóticos– que terminan opacando al resto de sus trabajos. Ese fue el destino de Robert Wilhelm Bunsen, un actor protagónico de la ciencia del siglo XIX. Su nombre quedó asociado inseparablemente a un mechero que él –con un aporte nada desdeñable y pocas veces reconocido de un técnico de su laboratorio– se encargó de diseñar.
La carga introducida por el nombre del ingenioso dispositivo ha dejado en un segundo plano otras muy variadas actividades del investigador. Bunsen no se privó de incursionar en asuntos relacionados con la química de los compuestos de arsénico y la obtención de cuerpos simples en estado puro. Además fue un precursor de las técnicas espectroscópicas y también desafió a las teorías predominantes en su época acerca del funcionamiento de los géiseres, un tipo poco común de fuentes termales intermitentes que arrojan agua a la superficie con inusitada fuerza. Aunque, nobleza obliga, algunos de sus aportes a la ciencia parecen confluir en los principios y usos del versátil mechero.
Bunsen había nacido en Göttingen, una ciudad de Westfalia que avanzado el siglo XIX se incorporó a la naciente Alemania unificada. La ciudad albergaba una universidad prestigiosa en la enseñanza de las ciencias, y había contado entre sus profesores al supermatemático y físico Carl Gauss. Allí, Bunsen hizo sus primeras armas en el estudio de la química. Una vez graduado se interesó especialmente por los óxidos metálicos y por los compuestos del arsénico. Algunos derivados arsenicales habían ganado popularidad por ser poderosos venenos, ampliamente utilizados para dirimir tenebrosamente cuestiones políticas y familiares. Bunsen comprobó que el óxido de hierro actuaba atrapando las partículas arsenicales, con lo que impedía algunas formas de envenenamiento. El mismo principio que hoy mantiene vigencia al ser propuesto para fabricar filtros que limpien ecológicamente aguas contaminadas con sustancias arsenicales.
Un compuesto arsenical menos popular por su olor repulsivo y su alta inflamabilidad es el cacodilo. Bunsen puso a prueba sus dotes de creador de aparatos de laboratorio y diseñó un complejo sistema de tuberías y recipientes para experimentar con este poco amigable y explosivo líquido. Meterse con el cacodilo no era tarea para tibios: Bunsen logró conocer acerca de sus propiedades químicas y su síntesis, pero el desagradable compuesto le cobró caro su atrevimiento, ya que una explosión en medio de los experimentos destruyó los aparatos y le costó la pérdida de su ojo derecho.
Los químicos de mitad del siglo XIX requerían nuevas y variadas técnicas analíticas para comprobar la existencia en estado puro de varios elementos. Para una sustancia, la atribución del status de “elemento” dependía muchas veces de su obtención experimental como un cuerpo simple e indivisible. Fue en estas tareas que Bunsen recurrió a técnicas de aislamiento –relativamente novedosas para su tiempo– que se valían de las cargas eléctricas de las partículas para separarlas. Para ello adaptó un modelo de pila –un dispositivo que produce electricidad dinámica por medio de reacciones químicas o del calor–, logrando una potente herramienta para separar ciertos elementos químicos hasta entonces difíciles de purificar. A la pila original, obra del físico y abogado inglés Williams Grove, Bunsen le sustituyó unos muy costosos electrodos de platino por otros de carbón, ganando en economía y eficiencia. La pila le sirvió para aislar por primera vez al magnesio, al cromo y al litio, y no sólo avaló la existencia de ellos como elementos únicos e indivisibles sino que abrió las puertas a técnicas de obtención industrial de estos productos en estado puro. Los procesos de combustión y las propiedades de los gases también fueron preocupación de Bunsen, que buscó la forma de optimizar los recursos energéticos en los altos hornos alemanes y recuperar gases que se perdían en los procesos, pero que podían ser aprovechados, como el amoníaco.
Durante el siglo XIX, los viajes de exploración a regiones exóticas cautivaron a intrépidos investigadores europeos. Islandia era uno de los lugares elegidos por sus misteriosos e impactantes glaciares, volcanes y géiseres. Una de esas expediciones inspiró al británico George Mackenzie para ensayar una teoría acerca de cómo estas fuentes termales expulsaban periódicamente chorros de agua, publicada en un libro de viajes en 1811.
La explicación de Mackenzie fue aceptada durante tres décadas, a pesar de que el mecanismo propuesto era extremadamente complejo y asemejaba a un intrincado sistema de tubos, válvulas y depósitos, en el cual una cavidad se cerraba funcionando como una especie de caldera que expulsaba el agua por efecto de la presión de vapor.
En esa época, la química, la física y la geología se relacionaban en la búsqueda de sustancias simples y sus propiedades. Bunsen conocía acerca de las tres ciencias, pero también sobre las propiedades de los gases, y de tuberías y recipientes, gracias a su creatividad a la hora de montar los sistemas de laboratorios. Todo este bagaje de conocimientos le permitió armar un modelo basado en tuberías –por cierto más sencillo que el de Mackenzie– para explicar cómo funcionaban los géiseres sin necesidad de contar para ello con una cámara cerrada. En base a ello diseñó un sistema experimental para mostrar cómo las tuberías expulsaban agua proveniente en forma directa de las fuentes termales y convenció a los geólogos de la época, por lo que fue rápidamente aceptado.
En 1855 le llegó el turno a la creación del famoso mechero. En colaboración con un asistente de su laboratorio, Peter Desaga, Bunsen desarrolló un versátil instrumento quemador. El dispositivo impresiona por su sencillez: consiste en un tubo corto ubicado verticalmente que funciona conectado a una fuente de gas metano, propano o butano. En su parte inferior, el tubo está perforado para permitir la entrada de aire, que puede regularse hasta obtener elevadísimas temperaturas y una llama de color azul intenso. El mechero adquirió rápida y duradera fama, y aun perdura como un instrumento e icono de laboratorio.
El mechero acrecentó su gloria al ser la base de la construcción de una fenomenal herramienta que permite identificar y cuantificar sustancias. Aprovechando la relación unívoca entre la identidad de un elemento químico y la longitud de onda de la luz generada por su calentamiento, en 1859 Bunsen y el físico Gustav Kirchoff fabricaron un espectroscopio de prisma que utilizaba la llama generada por el mechero a gas. En 1860, ambos dieron a conocer a la comunidad científica el desarrollo del nuevo dispositivo que les permitió también probar la existencia del cesio y el rubidio, sumando dos sustancias más a la galería de los elementos químicos. El análisis espectral fue perfeccionado y permitió comparar los espectros de las sustancias con un patrón estandarizado para identificarlas y medir su concentración en diversos tipos de muestras.
Tanto en cuestiones científicas como en la vida misma, las cosas no suelen surgir de un día para el otro. La construcción del mechero involucró una formidable síntesis de conocimientos sobre química, tuberías y gases, acumulados durante años. Y derivó en un muy preciso método de identificación de elementos químicos, con principios que aún hoy continúan vigentes, en asuntos que van desde la química a la astronomía. A lo largo de su vida, Bunsen se expuso a sustancias explosivas, climas extremos y gases tóxicos como el dióxido de nitrógeno que desprendía su pila. A pesar de todo vivió hasta los 88 años, un caso de persistencia igualado por la vigencia de su mechero, pero también de sus otros importantes aunque menos populares logros.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.