Sábado, 8 de octubre de 2011 | Hoy
Por Jorge Forno
Las letras de los tangos suelen encerrar máximas que con el paso del tiempo van ganando un lugar en la filosofía popular. En 1935, desde los versos del tango “Volver”, Carlos Gardel y Alfredo Le Pera dejaron claro que veinte años no es nada para quien vuelve al primer amor. Pero aquello que los prolíficos autores no podían imaginar es que dos décadas serían toda una vida para un satélite artificial de la NASA que en sus últimos días gozó de una tardía y efímera fama. Se trata del Upper Atmosphere Research Satellite (UARS), lanzado el 12 de septiembre de 1991 desde el transbordador espacial Discovery en la misión STS-48 y que –parafraseando a Gardel y Le Pera– orbitó bajo el burlón mirar de las estrellas hasta septiembre de 2011.
En oposición a la sentencia gardeliana, al UARS no se lo vio volver con indiferencia, sino todo lo contrario. La fascinación que ejercen los asuntos aeroespaciales, sumada a la falta de precisiones sobre el comportamiento del satélite, ha sido caldo de cultivo para múltiples especulaciones acerca de su caída. Lo cierto es que el UARS era hasta hace poco uno más de los aproximadamente 2500 satélites artificiales que giran alrededor de la Tierra y había agotado su vida útil en el año 2005. A partir de ese momento su destino parecía ser el de convertirse sin pena ni gloria en un constituyente de la cada vez más copiosa basura espacial. Pero el caprichoso objeto se resistió a ese anónimo destino y comenzó a recorrer un poco previsible viaje de retorno al planeta que lo vio nacer.
La caída determinó el punto final de la existencia del UARS, un artefacto pensado como una fenomenal herramienta para el conocimiento más profundo de la atmósfera terrestre. En 1989, cuando estaba en plena irrupción el problema del debilitamiento de la capa de ozono atmosférico y del cambio climático, un conjunto de países como los Estados Unidos, Italia, Japón y la desaparecida Unión Soviética, decidieron poner en marcha un proyecto de monitoreo de componentes atmosféricos al que bautizaron Sistema de Observación de la Tierra (SOT). Al UARS, un artefacto de 6000 kilogramos de peso que completaba una vuelta a la Tierra en unos 100 minutos a casi 600 kilómetros de altitud, le cupo el honor de ser considerado en su momento como el primero de un grupo de satélites para estudio global del medio ambiente. Transportaba 10 instrumentos de medición capaces de registrar un completo menú de parámetros físicos, presencia de contaminantes, temperatura y densidad atmosférica durante por lo menos tres años de servicio previstos, según sus constructores, para tomar cartas en la cuestión del cuidado del planeta.
El UARS no fue el primer objeto lanzado por la NASA que regresó sin control a la tierra, ni el que más dio que hablar. En medio del frenesí espacial asociado a la Guerra Fría la estación espacial Skylab, lanzada en 1973, regresó por las suyas a la Tierra en 1979, mucho antes de lo esperado por sus mentores. Pensada como un avanzado laboratorio científico con capacidad para albergar viajeros transportados por los trasbordadores espaciales, sufrió de movida un daño en el sistema de provisión de energía solar y la rotura de un crucial escudo que debía protegerla de los posibles impactos de otros cuerpos. Si bien la averiada Skylab permitió la realización de algunos experimentos relacionados con la actividad solar y la permanencia de astronautas por largos períodos de tiempo en el espacio, la mayoría de las misiones que llegaron hasta ella tuvieron como objetivo intentar su reparación.
El viaje de regreso de la descontrolada estación escapó casi por completo a los procedimientos convencionales de la NASA y dio lugar a un abanico de especulaciones sobre el posible lugar de su caída. La incertidumbre acerca del lugar en que impactaría este enorme objeto de 77 toneladas de peso generó un furor que incluyó exageraciones informativas, productos alusivos de dudosa calidad fabricados a contrarreloj y hasta un sistema de jugosas apuestas acerca del sitio de la caída.
Los esfuerzos por hacerla descender sobre el Océano Indico tuvieron un éxito relativo. Una porción de su estructura impactó de lleno en un territorio desierto de Australia, y una historia con visos de leyenda narra que la NASA debió pagar al país insular una multa de 400 dólares por arrojar basura en terrenos públicos. Un monto despreciable frente al daño a la imagen de infalibilidad que la agencia buscaba conservar en medio de la carrera espacial.
El otro gran competidor en la carrera por la conquista del espacio, la Unión Soviética, también tuvo su gran caída descontrolada, casi en paralelo con su caída política. La Salyut 7, una estación que pesaba unas 80 toneladas, dejó atrás una estadía espacial de nueve años y varias tripulaciones, no exenta de inconvenientes. En 1985 una misión de intrépidos cosmonautas debió arreglárselas para reparar varias de sus averías y corregir su rumbo. Su vida útil se prolongó hasta 1991 cuando la estación regresó a la Tierra desafiando parcialmente los procedimientos de los controladores soviéticos.
El lugar elegido para su retorno era el Océano Pacífico Sur, algunos de sus esquivos restos se desplegaron en una amplia franja del territorio argentino. Tanto es así que buena parte de su estructura principal y de su gloria hoy reposan en un observatorio cercano a la ciudad de Paraná.
Un caso menos famoso pero con ingredientes poco comunes fue el del satélite chino FSW 1. Este artefacto fue puesto en órbita con fines de investigación científica y meteorológica en septiembre de 1993, pero en pocos días sorpresivamente dejó de obedecer las órdenes de su centro de operaciones. El derrotero del FSW 1 fue seguido con atención por la agencia espacial estadounidense, que guardaba discretamente una cierta sospecha sobre los fines pacíficos del artefacto. Según algunas noticias de la época, se esperaba que los componentes del satélite se desintegraran al entrar en la atmósfera. Pero había dudas sobre qué ocurriría con una imagen de Mao Tse Tung –construida con materiales resistentes al calor y adornada con diamantes– que como emblema revolucionario era portada por el satélite. Se temía que la imagen del líder pudiera enfrentar sin desintegrarse su paso por la atmósfera impactando sobre poblaciones o personas sin importar si se trataba de comunistas o capitalistas. Nada grave ocurrió, pero el episodio parece haber sido una versión atenuada de la frase atribuida a Mao acerca de que “un poco de terror es necesario”.
Los satélites son tecnológicamente complejos y en esta complejidad residen sus fortalezas y también sus debilidades. Estos artefactos representan formidables instrumentos para la investigación científica, las telecomunicaciones, el monitoreo de la superficie terrestre y los sistemas de defensa, y muchas de sus aplicaciones están incorporadas y naturalizadas en nuestra vida cotidiana. Pero su funcionamiento puede ser afectado por una serie de eventos, algunos predecibles y otros no tanto como las fallas en los generadores de energía, las tormentas solares o las colisiones con otros inoportunos objetos que se crucen en sus órbitas.
Ya sea planificada o accidental, la salida de servicio de los satélites suele convertirlos en objetos que siguen orbitando sin utilidad alguna. En algunos casos estos objetos no logran mantenerse en órbita y retornan a la Tierra, desintegrándose al ingresar en la atmósfera como consecuencia del feroz rozamiento. Si algunos fragmentos menores logran sobrevivir, las probabilidades de que caigan sobre un infortunado mortal son despreciables, y su destino final casi siempre es el mar o alguna despoblada región de la superficie terrestre. Más que las rimbombantes pero escasísimas caídas, el problema de estos objetos es su acumulación en la atmósfera, tanto es así que las Naciones Unidas crearon una agencia para su rastreo. Casi como un designio tecnológico, una herramienta fundamental para este monitoreo es el uso de otros satélites, en este caso de seguimiento, candidatos a ocupar en el futuro un lugar entre los desperdicios monitoreados.
La agencia espacial italiana ha pensado en ir más allá del seguimiento de la basura espacial, y planea la creación de un satélite que con un brazo robótico recoja los desperdicios y los acople a su estructura, para liberarlo en una región atmosférica más baja y con un ángulo adecuado que permita su desintegración. La NASA, en una propuesta digna de un film de ciencia ficción, anunció a mediados de 2011 que está desarrollando un sistema basado en láseres para desintegrar de un plumazo a los objetos inservibles que vagan por la órbita terrestre.
Sea como fuere, el asunto es que luego de unos días de misterio se supo que los restos del UARS cayeron en el Océano Pacífico el 24 de septiembre de 2011, y así terminó la incertidumbre y la pasajera gloria mediática de este artefacto. Lo que sigue vigente es el problema mayor, el de la basura tecnológica. La tecnología es imprescindible para nuestras sociedades modernas pero así en el cielo como en la Tierra –se trate de un viejo lavarropas, una computadora o un satélite– reclama un uso y tratamiento responsable. Mientras tanto habrá que seguir atentos a los objetos que alguna vez fueron portentos tecnológicos pero que hoy, ya deteriorados, vagan por el espacio y –como dice el tango– errantes en las sombras se mantienen desafiantes frente a los hombres que los crearon.
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