Sábado, 15 de octubre de 2011 | Hoy
PROCEDIMIENTOS DUDOSOS: NEUROLOGIA DE LA VERDAD
La tentación de cruzar la frontera desde las ciencias duras hacia fenómenos sociales o culturales es grande, pero el riesgo está en simplificar cuestiones que, en la realidad, son mucho más complejas. Es el caso de la eterna promesa de detectar “científicamente” la mentira, un fenómeno que difícilmente pueda ser aislado y delimitado claramente.
Por Esteban Magnani y Luis Magnani
La posibilidad de mentir nos hace humanos. Sin la capacidad de imaginar cosas que no son ciertas, los escritores no podrían haber escapado de la cárcel de sus circunstancias para construir mundos paralelos en los que se movieran sus personajes inventados. ¿Es ésa una mentira? Según la primera acepción de la Real Academia Española, la mentira es “la expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa”. Es decir que se trata de un concepto que tiene un grado importante de subjetividad que depende de lo que “se sabe”, con toda la problemática que eso implica. Pero, ¿tiene límites claros que permiten delimitarla científicamente o se trata simplemente de un epifenómeno sin un correlato neurológico?
Como suele ocurrir, existen numerosas prácticas que buscan, con supuestos métodos científicos “duros”, responder a cuestiones que no pueden tener ese rango. Los celos, el amor, la envidia, son etiquetas que ponemos a sensaciones que no tienen límites claros; más bien responden a una multiplicidad de factores que deben ser resumidos con una palabra que, no necesariamente, es el reflejo de algo acotado y aislable científicamente. Cuando no se entiende este límite fundamental se cae en, por ejemplo, confiar en la respuesta por sí o por no de aparatos que reducen fenómenos complejos a un par de variables.
Si se tienen en cuenta todas estas salvedades y se evita sacar conclusiones exageradas, el intento por detectar a nivel neurológico un fenómeno como la mentira puede resultar interesante desde el punto de vista científico.
Muchas veces se usa la tecnología para operar sobre la realidad a partir de preconceptos. Por ejemplo, el detector de mentiras restringe a éstas a ser fenómenos conscientes en que se niega una situación objetiva percibida por el sujeto. El recorte es, por supuesto, discutible, pero permite imaginar que para detectarlas alcanza con medir la ansiedad del sujeto, tomando indicadores como el pulso y el ritmo de la respiración. Sin embargo, incluso dentro de esa interpretación acotada, el resultado es poco confiable, ya que la ansiedad de un inocente puede crecer, por ejemplo, por encontrarse injustamente acusado; además, los psicópatas muestran un bajo nivel de ansiedad. En definitiva, como las causas de la ansiedad son muchas, la confiabilidad es baja.
Daniel Langleben y colegas, de la Universidad de Pensilvania, utilizaron la FMRI (Functional Magnetic Resonance Imaging o imágenes funcionales obtenidas por resonancia magnética) a fin de estudiar los cerebros de algunos voluntarios. Durante un test, los participantes recibieron un naipe, se les dijo que lo ocultaran en un bolsillo y negaran tenerlo al ser cuestionados. Luego se les fue mostrando una sucesión de naipes al tiempo que se les preguntaba si tenían la carta en su poder. Las partes del cerebro que tienen un rol importante en la manera en que los seres humanos fijan su atención y controlan los errores se mostraron, en promedio, más activas en el momento en que los voluntarios estaban mintiendo. El experimento llevó a los investigadores a sugerir que esta reacción se corresponde con los procesos mentales que requiere el engaño, por lo que la FMRI permitiría ubicar a nivel neurológico ciertas zonas involucradas en las mentiras deliberadas.
Son muchos los investigadores que siguen esta línea de trabajo. En otro estudio similar realizado en la Universidad de Carolina del Sur, EE.UU., los sujetos debían robar un reloj o un anillo de un cuarto y guardarlo sin que nadie lo viera. Luego, por medio de preguntas y resonancias, el equipo logró detectar correctamente en 9 de cada 10 casos qué era lo efectivamente robado. Evidentemente había un margen de efectividad interesante aplicable a un caso puntual y acotado a condiciones de laboratorio.
Según Sean Spence, un profesor de psiquiatría de la Universidad de Sheffield, Inglaterra, cuando alguien conoce la respuesta a una pregunta, la contestación es automática; pero si se quiere evitar la verdad, eso demanda una operación adicional del cerebro y la resonancia detecta un cambio en sus propiedades magnéticas.
La investigación de Spence enfrentó su gran desafío mediático en un programa televisivo británico de reality llamado Lie Lab (“Laboratorio de mentiras”). Una mujer llamada Susan Hamilton había sido acusada de haber envenenado a una niña que estaba a su cuidado. Hasta este caso, la investigación de Spence había sido probada sólo con estudiantes jóvenes y saludables que actuaban libremente y en condiciones controladas de laboratorio. Los investigadores entrevistaron a Hamilton cuatro veces y en cada una la acribillaron con preguntas referidas al envenenamiento. Spence advirtió que, de acuerdo con la resonancia, no se podía afirmar que era inocente, pero sí que el cerebro actuaba como si lo fuera, al menos dentro de lo que hasta ahora se sabe sobre esta técnica. También reconoció que hubieran sido necesarias preguntas más neutrales de control para medir posibles “desviaciones” hacia la mentira. Pero, obviamente, la tensión estaba más puesta en el rating que en el método científico.
Más allá de la necesidad de los medios de apoyarse en herramientas tecnológicas sin tener la capacidad de entender (o ignorando deliberadamente) su complejidad, las FMRI permiten avanzar en el conocimiento de los procesos neurológicos que nos hacen humanos que, no necesariamente, tienen que ver con conceptos más difusos como la mentira.
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