Sábado, 15 de octubre de 2011 | Hoy
Por Leonardo Moledo
No está claro si hay algo que nos hace ser “específicamente humanos”, signifique esto lo que signifique. Pero si hay un factor, o factores que nos definen (si hay, y nótese la prudencia), la capacidad de mentir juega un papel por lo menos destacado. Mentir implica una reflexión sobre la realidad, la capacidad de darse cuenta de que la realidad que se presenta al conocimiento inmediato no es la única, y por último, la conciencia de sí mismo, y la ubicación frente al mundo. Hay bastante de qué hablar sobre este asunto.
Desde ya, la mentira y la capacidad de mentir tienen –tienen que tener– una base neurológica, la conozcamos o no (y es el tema de la nota principal de esta página), y siempre tratar de descubrirla es fascinante, como todo lo que tiene que ver con el cerebro, del que sabemos tan poco.
Pero la mentira, además, tiene un valor social, y un aspecto jurídico: no solo es una capacidad, sino que además es un derecho. Un sospechoso, cualquier que esté acusado de cualquier delito, tiene el derecho básico a proclamar su inocencia, sea esta verdadera o no. Ningún método o avance neurológico puede conculcarlo; al fin y al cabo, y en ese caso, la declaración de un acusado (por ejemplo, de que sí es culpable) carece por completo de validez, y de la más mínima importancia.
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