Sábado, 24 de marzo de 2012 | Hoy
LA HISTORIA DEL RELOJ DE HARRISON QUE SIMPLIFICO LA NAVEGACION
Por Rodolfo Petriz
“Cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire”
Julio Cortázar, “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj”.
Si bien desde la antigüedad la náutica fue una actividad peligrosa, en la cual una tormenta podía provocar extravíos o naufragios, los marinos reducían los riesgos navegando, por lo general, de puerto en puerto sin alejarse más de lo necesario de la costa. Para ello contaban con cartas en donde se detallaban datos importantes como vientos, profundidades y rocas traicioneras.
El desembarco de Colón en América marcó el inicio de una nueva época para la navegación marítima. En pocos años las dimensiones del mundo conocido por los europeos se ampliaron notablemente y las aspiraciones por explotar los nuevos territorios obligaron a los marinos a cruzar mares desconocidos, asumiendo así riesgosos desafíos.
Cuando Colón decidió internarse en “la mar océano” –el nombre con que era conocido en esos años lo que hoy llamamos océano Atlántico– suponía que el mundo era más pequeño de lo que realmente es y que la costa de Asia se encontraba relativamente cerca. El genovés también era consciente de que lejos de tierra firme y en mitad de un ancho mar, no podría saber con precisión dónde se encontraba.
Los navegantes podían calcular de forma relativamente sencilla su posición en el eje norte-sur, la latitud, calculando con el cuadrante la altura del sol al mediodía y cotejando sus mediciones con las cartas astronómicas que indican para cada latitud y para cada día del año los grados de altura que separan al sol del horizonte. Por ejemplo, durante los equinoccios, en el Ecuador el sol está perpendicular al suelo al mediodía y a medida que vayamos al norte o al sur estará más cerca del horizonte. Mediante este método los navegantes podían determinar con una precisión de medio grado, 30 millas náuticas o unos 54 kilómetros, en qué lugar entre el Ecuador y los polos se encontraban.
Sin embargo, con este único dato no era suficiente, ya que para conocer su posición en la superficie terrestre los marinos debían contar también con una medición en el eje este-oeste, la longitud. La intersección de ambos datos, correspondientes a la división en paralelos y meridianos ideada por los cartógrafos griegos y optimizada por Ptolomeo en el siglo II d.C., indica con precisión en qué parte del globo terráqueo se encuentra un lugar: por caso, las islas Georgias del Sur están en 54 26’ latitud sur y 36 33’ longitud oeste.
La grave dificultad que tenían los navegantes era que no podían determinar, más que de forma aproximada mediante estimaciones en base a vientos, corrientes marinas y velocidad de desplazamiento, qué distancia habían recorrido hacia el este o el oeste desde el momento en que habían zarpado. Naturalmente el problema afectaba también a los cartógrafos, ya que ellos tampoco podían trasladar a los mapas la localización exacta de los territorios descubiertos. Así, no era infrecuente que los marinos no pudieran regresar con facilidad a lugares en los cuales ya habían estado, siendo aún más difícil para ellos retornar a pequeñas islas avistadas en el océano.
El problema de la longitud desvelaba a navegantes, hombres de ciencia y reyes por igual, ya que el incremento de los viajes interoceánicos hacía imprescindible mejorar las condiciones de navegación. Cuando un barco se hundía no se perdían sólo vidas humanas, al fondo del mar también se iban valiosas mercaderías o metales preciosos. Jo Ellen Barnett, en El péndulo del tiempo, señala que dado lo complejo del asunto, en esos años la frase “hallar la longitud” era equivalente a la expresión “encontrar la cuadratura del círculo”. Es por ello que desde mediados del siglo XVI varios monarcas ofrecieron importantes recompensas para quienes idearan un sistema, factible de ser utilizado en un barco en movimiento, para hallar la longitud.
Durante el siglo XVII se elaboraron métodos basados en los movimientos de algunos cuerpos celestes para solucionar el problema. Galileo propuso utilizar los eclipses de las lunas de Júpiter como elemento de referencia. Con este procedimiento, Cassini pudo determinar mediante complicados cálculos la longitud en tierra firme de algunos lugares. El inconveniente de la propuesta galileana era que requería, además de profundos conocimientos matemáticos, de telescopios y relojes de péndulo, los más exactos de la época. Ambos elementos eran prácticamente inutilizables en un mar en movimiento, especialmente el reloj, ya que para su correcto funcionamiento un péndulo no debe ser sometido a vaivenes que provoquen adelantos o retrasos en su marcha. Otro de los métodos ideados se basaba en los movimientos de la luna respecto de las estrellas fijas, pero también adolecía de problemas que complicaban su uso en medio del mar.
El tercer procedimiento que aparecía como candidato a encontrar la solución no necesitaba de complejas ecuaciones ni de complicadas observaciones, ya que dirigía su mirada a un viejo conocido de la humanidad, el sol. Para beneplácito de los neoplatónicos y otros adoradores del astro rey, algunos científicos creían que además de darnos la latitud, el sol también podría funcionar como referencia para encontrar la longitud.
Al igual que muchas de las grandes creaciones de la humanidad, la idea era extraordinariamente sencilla y ponía en relación dos viejos conocidos: el espacio y el tiempo.
Todos sabemos que la Tierra da un giro completo sobre su eje a una velocidad uniforme en 24 horas. Como la velocidad de giro de nuestro planeta es constante, en un mismo período de tiempo, por caso una hora, la Tierra girará con respecto al sol siempre la misma distancia angular, la veinticuatroava parte de su circunferencia. De esta forma, el tiempo transcurrido en una porción de giro puede utilizarse como una medida del espacio que media entre un punto y otro de la superficie terrestre.
Ahora bien, ¿cómo medir esa distancia? Comparando las horas, minutos y segundos de diferencia que median entre el mediodía del sitio del que partimos, y que es tomado como referencia inicial, y el mediodía del sitio en donde nos encontramos. Si llevamos un reloj a bordo con la hora del puerto de donde zarpamos, a medida que nos desplacemos hacia el este o el oeste notaremos que el mediodía del lugar en donde estamos difiere de las 12.00 hs que marca el reloj, las cuales indican el mediodía del punto de partida. Una hora de diferencia equivale a una divergencia de 15 grados (360/24hs=15) de longitud respecto del puerto de partida, 15 grados que en la línea ecuatorial representan unos 1660 km. Naturalmente, a medida que nos acercamos a los polos esa distancia se vuelve más pequeña, ya que, a diferencia del grado de latitud cuyo tamaño es el mismo en todo el globo terráqueo –111,12 km–, como todos los meridianos pasan por los polos, el grado de longitud comprende distancias más pequeñas a medida que nos alejamos del Ecuador. Por ejemplo, sobre el paralelo 60º norte un grado de longitud equivale sólo a 55 km.
Como ya vimos para el caso de la latitud, con el cuadrante no era difícil para los marinos determinar con precisión el mediodía; sin embargo, para poder hacer operativo este método había que resolver un problema técnico de difícil solución: fabricar un reloj que soportara durante varios meses las duras condiciones de navegación sin perder su exactitud, ya que unos pocos minutos de adelanto o atraso respecto de la hora de partida producirían errores de decenas de kilómetros en los cálculos posicionales.
A principios del siglo XVIII el problema de la longitud parecía insoluble. Ya estaba claro que los métodos basados en las observaciones lunares eran inservibles para la náutica y los hombres de ciencia, si bien reconocían que la respuesta estaba en crear un reloj extremadamente preciso, eran escépticos sobre la posibilidad de lograrlo. Según relata Wilford, en 1714 Isaac Newton expresó que “debido al movimiento de un barco, las variaciones de calor y frío, humedad y sequedad, y la diferencia de la gravedad en diferentes latitudes, un reloj semejante no será jamás construido”.
Sin embargo, profetizar no es cosa sencilla y, muy a su pesar, los genios también se equivocan.
John Harrison tenía 35 años cuando en 1728 decidió dedicar parte de su tiempo a resolver el problema de la longitud y, de paso, hacerse acreedor de la recompensa de 20.000 libras –una auténtica fortuna en aquellos años– ofrecida por el Parlamento inglés para quien encontrara la forma de calcular la longitud en el mar con un margen de error no mayor a medio grado.
Sus biógrafos cuentan que a los seis años, mientras estaba convaleciente por un ataque de viruela, quedó fascinado por el reloj de sus padres. Sea o no verdadero este dato, lo cierto es que a sus 35 años Harrison ya tenía una larga experiencia como relojero e incluso había introducido mejoras tanto en el mecanismo interno de los relojes como en el funcionamiento de los péndulos.
El primer prototipo de reloj náutico le llevó siete años de trabajo. Conocido como H1, no era todo lo portátil que hubiera sido deseable: tenía 63 centímetros de altura y pesaba 34 kilos. Lo valioso del mismo era que, en su construcción, Harrison simplificó el mecanismo interno reduciendo las partes móviles, y reemplazó el péndulo, inútil en el mar, por un sistema de contrapesos y resortes. Tras comprobar durante un viaje a Lisboa que no se ajustaba a las exigencias impuestas por el Parlamento, puso manos a la obra nuevamente. Entre 1737 y 1739 construyó el H2, y tras otros diecinueve años el H3, con los cuales tampoco pudo obtener el valioso premio.
El comienzo del éxito para Harrison recién llegaría treinta y un años más tarde, en 1759, con el legendario H4. Con notorias diferencias de diseño respecto de sus predecesores, ya que pesaba cerca de un kilo y medio y medía sólo 13 centímetros de diámetro, el H4 fue testeado en 1762 durante un viaje a Jamaica. Tras un periplo de cinco meses, en el cual soportó temporales, cambios de temperatura y variaciones de presión, su diferencia con respecto a la hora de salida fue menor a los dos minutos, equivalentes a un margen de error inferior al medio grado de longitud requerido por la corona británica para hacerse acreedor de la recompensa.
Sin embargo, como la burocracia real tiene también sus tiempos y sus bajezas, cobrar toda la recompensa fue para Harrison casi tan duro como diseñar el cronómetro náutico perfecto. Recién en 1773, tres años antes de su muerte, tras numerosos reclamos y la fabricación de otro prototipo –el H5–, pudo embolsar la totalidad de las 20.000 libras prometidas.
Además de ayudar a convertir nuestra existencia en un “pequeño infierno” de obligaciones, apuros y exactitudes, el cronómetro H4 fue el primero de los dispositivos que permitieron recorrer exhaustivamente mares y océanos, y así cartografiar con fidelidad la superficie de nuestro planeta. Por ello, se lo considera el precursor de los actuales métodos de navegación terrestre, aérea e incluso espacial.
Después de todo, Neil Armstrong tenía buenos motivos para proponer un brindis por John “longitud” Harrison, como lo apodaron antes de morir.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.