› Por Esteban Magnani
Las leyes SOPA (Stop Online Piracy Act), PIPA (Protect IP Act) y su numerosa prole son parte de una maniobra para recuperar el control sobre Internet de los grandes intermediarios, es decir las grandes empresas cinematográficas, discográficas e incluso editoriales. Son ellas las que pierden, teóricamente, por culpa de la piratería la posibilidad de ganar con la inversión realizada para filmar y difundir una costosa película o discos y libros que, si bien son más baratos de producir, son objeto de millonarias campañas de publicidad. El tema es que para las industrias culturales, una vez realizada la inversión inicial, el potencial de ganancia es infinito, ya que las copias tienen bajo costo o directamente ninguno en caso de ser digitales. Es decir que una vez que, por ejemplo, un tema está grabado o una película filmada y disponible en un sitio de descargas pagas, todo lo que se venda, una vez cubiertos los costos, será ganancia pura, un rasgo que pocas industrias comparten.
Es por eso que son las grandes productoras las más interesadas en recuperar el control sobre “sus” productos. Para lograrlo usan a los autores como escudo, apelando a la imagen romántica del “artista” (como otros apelaban a la del “chacarero”), pero éstos en realidad son socios menores en el negocio (ver Futuro del 9/7/11). El peligro para los intermediarios es justamente que se puede prescindir de ellos. Y a nadie que tenga poder le gusta volverse prescindible.
Leyes como SOPA, PIPA, etc., propuestas en los EE.UU., y otras similares en el resto del mundo, buscan aumentar el control sobre el tráfico de contenidos con derechos de autor y bienes falsificados a través de Internet, entre otras cosas. Martín Olivera, miembro de la Asociación SoLAr (Software Libre Argentina), sintetiza estas leyes como la cristalización de un intento de “volver para atrás, eliminar la amenaza, es decir, Internet”.
De aplicarse estas normas alcanzaría con una orden judicial para bloquear la publicidad y la capacidad de facturación de cualquier sitio en supuesta infracción, sin necesidad de un juicio, además de permitir el bloqueo de los mismos en los buscadores. Y un dato no menor es que los proveedores de acceso a Internet serían responsables de desconectar a quien corresponda de la web y los culpables podrían sufrir hasta cinco años de prisión. Alcanzaría con estirar estos principios apenas un poco para terminar con todo lo bueno de Internet.
Un mundo controlado de esta manera se parece bastante poco a la utopía de libertad de la red de redes. Pero, concretamente, ¿cómo sería ese mundo guiado por el derecho de autor y el control? Por empezar, sitios como Wikipedia deberían sufrir una engorrosa depuración de sus contenidos para asegurarse de no violar ningún derecho de autor, algo tal vez imposible de lograr por el volumen de información que maneja. También peligraría su dinamismo, ya que cada nuevo artículo subido debería sufrir un control mucho mayor: un paso en falso y todo el sitio caería, para regocijo de quienes otrora eran los grandes ganadores del negocio, como la centenaria Enciclopedia Británica o la reciente Encarta. En cualquier caso se perdería una forma muy exitosa de difusión comunitaria del conocimiento. El fundador de Wikipedia, Jimmy Wales, consciente del daño que SOPA puede producir a las comunidades virtuales, cerró el sitio por un día para difundir lo que, según él, está en juego: “Internet no tolerará la censura como respuesta de supuestas violaciones a los derechos de autor”.
Foros virtuales en los que se comenta o critica, por ejemplo, el servicio o los productos de una empresa determinada podrían ser dados de baja por supuesta violación a derechos de autor. Más complicado, pero no imposible, sería detener los sistemas distribuidos de tipo P2P, que permiten a los usuarios de todo el mundo compartir archivos.
Pero hay actores de peso económico y político como Google, YouTube, Facebook, Twitter, y demás hijos de la web 2.0, que caerían al menos en parte; no habría manera de controlar lo que suben millones de usuarios a cada momento. Alcanzaría con que alguien tome una foto con un cuadro de fondo y lo suba a Twitter o Facebook para que una denuncia obligue a dar de baja todo el sitio. Estos actores de peso también hacen lobby para evitar las leyes restrictivas, porque su propio negocio también peligra.
Por otro lado, como sostienen distintos expertos (ver recuadro), la red misma está concebida para superar cualquier obstáculo y buscar caminos alternativos en cuanto uno de ellos esté cerrado. Como dice John Gilmour, un reconocido hombre del software libre, “la red interpreta a la censura como un daño y busca el camino para evitarla”. Pero supongamos por un momento que se logra el control total e imaginemos las consecuencias.
¿Quiénes serían los supuestos ganadores? Los grandes sitios de venta de música como Itunes, de películas como Netflix, o de libros y todo lo demás, como Amazon.com, serían los canales para el consumo de productos culturales por Internet. A su vez, pagarían regalías a las corporaciones productoras. Las joyas de la corona, como los discos de los grandes músicos, las películas de las grandes compañías y los best seller, los mismos que hoy son los que más se consumen (sean gratis o no), estarían rigurosamente controlados por las grandes empresas. Por fuera quedarían los productos y contenidos expresamente publicados bajo condiciones permisivas (usando licencias abiertas, como las famosas Creative Commons), cuya reproducción estaría legalmente autorizada por sus creadores.
En principio, la utopía de las grandes corporaciones de la industria cultural se parece mucho a una distopía. La promesa de libertad y pluralidad de emisores se vería seriamente dañada. No sería la primera vez que pasa: la radio nació como posibilidad de emisión y recepción, pero el mercado aceptó la primera de las dos capacidades para mantener el control sobre la nueva mercancía sonora. Sin embargo, la red de redes no tiene algunos de los límites que sí tiene la radio, como la cantidad de frecuencias disponibles o la necesidad de una inversión importante para emitir. Con Internet resulta mucho más fácil producir y dar a conocer. Por eso, es muy posible que al controlar el acceso a los productos más masivos aumente algo el dinero que se paga por consumirlos, pero también es probable que ese modelo se vea totalmente desbordado por la capacidad, o incluso necesidad, de la red de redes de satisfacer a internautas con abstinencia. La propia restricción del acceso puede empujar a los usuarios a producir y consumir por fuera de los productos pagos, multiplicando aún más los emisores.
Si esto ocurre, el modelo que proponen las grandes corporaciones será como tomar el camino largo hacia el fracaso porque genera las condiciones para su propio aislamiento. El libre acceso parece hoy condición necesaria de la masividad que, a su vez, permite el éxito de esos mismos productos incluso comercialmente.
O por decirlo de otra manera, la consecuencia del cierre de Megaupload no ha sido un aumento masivo en el consumo de películas “legales” sino un regreso a los sistemas P2P del tipo bitorrent. ¿Y cuánto duró el bloqueo de los DVD según las zonas? Seguramente Linux no hubiera tenido el éxito que tiene de no ser por los (ineficientes) controles de Microsoft para que no se pirateen sus productos. Es más: es fácil imaginar que Microsoft prefiere no extremar esos controles para no autoinfligirse más daño que ganancia en tiempos en los que cada vez más oficinas del Estado migran a Linux.
Martín Olivera (@martinolivera), de SoLAr, cree que la situación actual es distinta y el peligro mucho mayor: “Microsoft es una empresa, y puede tomar las decisiones que quiera con sus productos. Pero acá estamos hablando de leyes, aplicadas a todos los ciudadanos de la red, supuestamente en nuestro nombre, para proteger un modelo de negocio en decadencia, que no atina a adaptarse a los cambios introducidos por las nuevas tecnologías. El uso del Estado como regulador, aplicando su poder de policía, en defensa de intereses privados de unos pocos, es algo contra lo que hay que luchar con todas las herramientas de la democracia, incluso desde la desobediencia civil”.
Franco Iacomella, miembro de la P2P Foundation, coincide: “El razonamiento de ‘no apoyemos a Taringa/Cuevana/Megaupload/etc. porque hacen negocio con material ilegal’ es muy corto de vista y abunda bastante. Hay muchos defensores de la idea de la ‘cultura libre’ que reducen todo a un problema meramente legal. Esto impide pensar más allá de la ley: el problema real no es la práctica de compartir información quebrando una ley. El problema real es el modelo de la propiedad intelectual y sus defensores, que a costa de defender sus arcaicas industrias van a destruir a Internet, haciendo desaparecer no solo el supuesto problema de las ‘copias ilegales’ sino también a las comunidades abiertas, contenidos libres y demás”.
Toda futurología es peligrosa porque expone a su autor al peso irreparable de la realidad, pero es la única brújula para guiar las estrategias que permiten llegar al puerto deseado.
No son pocos los que sostienen que en realidad todos los intentos de control sobre la red de redes son imposibles por la esencia de la misma. Como explica Paul Venezia, programador y periodista especializado en informática, ya existen programas que permiten navegar sin revelar desde dónde se lo hace. No son muy populares porque la mayoría de los usuarios no los necesitó, pero Internet es un campo muy fértil (y rápido) para la evolución de aquellos programas o servicios que mucha gente considera necesarios. Incluso existen redes libres (ver Futuro de 11/6/11) que conectan directamente las computadoras entre sí, sin necesidad de pasar por proveedores comerciales o controlados. Por supuesto, estas redes aún están en germen, pero crecerían mucho más rápido si tuvieran alguna utilidad particular, como la de permitir una navegación sin controles. Es decir, que incluso desde el punto de vista técnico cualquier intento de control de la red de redes solo fortalecerá su capacidad de buscar caminos alternativos para permitir la libre circulación de conocimiento tal como se pensó originalmente.
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