› Por Rodolfo Gaeta
En Página/12 (13/2/12), J. C. Esquivel señala que Ratzinger aludía al positivismo cuando condenaba la limitación de la razón a lo que sea experimentalmente verificable. Los dichos del ex prefecto de la heredera de la Inquisición semejan la fraseología de la Escuela de Frankfurt, pero la coincidencia no sorprende porque una ominosa caricatura del positivismo sirve para santificar cualquier posición supuestamente rival. El concepto se ha convertido en una verdadera construcción social fabricada, paradójicamente, por quienes piensan que todo –salvo sus propias opiniones, por supuesto– es una ficción creada por algún sector para defender sus intereses. Quienes así proceden no saben de qué hablan. Cuando se les pregunta, la respuesta es un balbuceo o la insistencia en atribuirles a los positivistas propuestas completamente ajenas a las que enunciaron. En un reciente congreso de filosofía, un expositor afirmó que según los positivistas “lo que no se puede medir no existe”. Se le inquirió quién había sostenido eso. “Lord Kelvin”, replicó. En los escritos del autor sólo hallé textos que implican todo lo contrario del disparate que se le imputaba, pues suponen la existencia previa de la realidad que la física intenta desentrañar: “Cuando se puede medir aquello de lo que se está hablando y expresarlo numéricamente se sabe algo acerca de ello, pero cuando no se lo puede medir, su conocimiento es escaso e insatisfactorio” [Lord Kelvin: PLA, vol. 1, “Electrical Units of Measurement”, 1883-05-03]. El error se habría evitado si en lugar de hacerse eco de las fábulas circulantes se hubiesen consultado las fuentes o al menos la bibliografía confiable.
Entre los villanos positivistas figuran Bacon, Marx, Sarmiento, Durkheim y el general Roca, reunidos con un criterio propio de las enciclopedias imaginadas por Borges o de las mezclas cambalacheras del poeta que aprendió filosofía acodado en las mesas trasnochadas de un cafetín de Buenos Aires. Ni Perón se sustrajo a esa moda cuando juzgó el positivismo tan estúpido como “el nacionalismo de opereta” que se oponía al capital extranjero.
Pero no sólo los dilettantes cometen tales dislates. John Gray, profesor de la London School of Economics, incluye como miembro de la infame nómina a Bin Laden. Su increíble razonamiento se resume así: Lo que define el positivismo es una actitud de la modernidad, la promoción de un mundo nuevo. Marx fue su profeta, seguido por Lenin, Trotsky y Mao, que sacrificaron millones de vidas. Hitler fue una versión paroxística del positivismo. Más tarde, el modernismo –es decir, “el positivismo”– engendró el nefasto capitalismo liberal. Al Qaida, que también quiere reedificar el mundo, corporiza una nueva, inesperada y terrible reencarnación del espíritu positivista.
Para poner las cosas en su lugar es útil repasar algunos hechos. El término “positivismo” fue popularizado por Comte, tras los pasos de Saint-Simon, a quien se le atribuye la acuñación del término “socialismo”. Ambos sostenían que la ciencia y la tecnología eran herramientas del bienestar social, pero no se contentaron con estudiar la sociedad. Se esforzaban por transformarla varias décadas antes de la formulación de la Tesis XI.
Comte interpretó que las leyes que rigen los procesos históricos habían producido, después de superadas la etapa teológica y la metafísica, el arribo al período positivo, caracterizado por la madurez del conocimiento científico. El estadio positivo corona la liberación de los prejuicios y la realización del destino humano. La historia se lee como el desarrollo evolutivo de las ciencias, que responde tanto a las relaciones sistemáticas de las distintas disciplinas como a la cronología de su desenvolvimiento. En la base se encuentran las matemáticas; a continuación, la astronomía, la física, la química y la biología, conforme a un orden jerárquico que asciende de lo más abstracto a lo más concreto y de lo más general a lo menos general, de manera que una disciplina superior incorpora los resultados de las inferiores. En la cúspide está la sociología, cuyo surgimiento marca el ingreso de la humanidad en el estadio positivo.
Según Comte, la unificación del conocimiento no consiste en la reducción a alguna ciencia fundamental sino, por lo contrario, en la integración ascendente de las distintas ciencias, así como los hechos sociales constituyen manifestaciones emergentes de la realidad natural. La unidad del método científico no es una imposición de los procedimientos de la física o la química a la investigación social sino la integración de sus resultados. La indagación científica descubre las leyes que rigen los distintos tipos de hechos, proporciona una descripción tanto de la realidad física y biológica cuanto del mundo social y, a fin de mantenerse dentro de los límites de lo que puede contrastarse empíricamente, renuncia a la pretensión de explicar los fenómenos en términos de causas últimas o esencias. Pero el concepto de observación que subyace a las tesis de Comte es suficientemente amplio como para albergar no solamente la aprehensión de las propiedades perceptibles de la materia sino también la determinación de las características de los fenómenos sociales. Asimismo, Comte se inclinó por una actitud holista, pues rechazaba que los hechos sociales se redujeran a la conducta de cada uno de los individuos que participan en ellos.
La epistemología de Comte era, pues, menos ingenua y radical que lo que narra la leyenda. Reconocía, por caso, el imprescindible papel de las hipótesis como guía para realizar observaciones capaces de confirmarlas o refutarlas. De la convicción de que no disponemos de ninguna facultad para saber a priori cómo es la realidad, dado que únicamente las informaciones obtenidas por medio de los sentidos pueden justificar las creencias científicas, se sigue que las doctrinas ajenas a este procedimiento no proporcionan conocimiento legítimo. Esta posición da cuenta del innegable progreso exhibido por las disciplinas científicas frente a la pura especulación. Lo mismo que Marx y Engels, más allá de sus diferencias, Comte pensaba que las leyes del funcionamiento social, como en el caso de la naturaleza, solamente pueden conocerse mediante la aplicación de una metodología científica.
Comte intentó ganar el apoyo de los grupos sociales. Atento a las necesidades espirituales de los seres humanos, imitó a la Revolución Francesa y creó una iglesia, un culto a la humanidad, no a Dios. En Brasil, donde sus seguidores cumplieron un relevante papel en la transformación del Imperio en la República, sobrevive con pintoresca nostalgia alguno de sus templos. Pero la contradicción que significaba justificar el abandono de toda metafísica apoyándose en una metafísica de la historia, sus desatinados esfuerzos, y sobre todo las extravagancias de un Comte platónicamente enamorado de la malograda Matilde de Vaux, terminaron desacreditándolo. Sin embargo, así como el socialismo “utópico” constituyó un antecedente para la maduración del socialismo “científico”, sus ideas más rescatables acerca del desarrollo de la sociedad llegaron a influir en el empirismo de John Stuart Mill y en el evolucionismo social de Herbert Spencer.
Hacia el final de siglo XIX, surgió una filosofía que no estaba bajo la influencia de Comte pero tomaba en serio los resultados de la investigación científica. Ernst Mach, un destacado físico, se inspiró en Kant y cuestionó la noción newtoniana de espacio absoluto anticipando el camino para la revolución relativista de Einstein. Descreía por igual de la metafísica espiritualista y el materialismo tradicional y rechazaba el arcaico dualismo mente-materia. Trataba de entender cómo los complejos fenómenos de la percepción –un campo en el que realizó importantes descubrimientos experimentales– pudieron erigirse en criterio de validez de nuestras creencias científicas a lo largo del proceso de selección natural, tema que ha continuado desvelando a los epistemólogos hasta nuestros días.
Algunos socialistas, Bogdanov, Lunacharski, Valentinov, Friedrich Adler, se sintieron atraídos por las ideas vanguardistas de Mach, que dejaban atrás el materialismo bastante elemental que se limitaba a poner cabeza abajo el idealismo hegeliano sin advertir que así sólo sustituía una fe metafísica por otra. El monismo ontológico de Mach no era incompatible con las propuestas políticas o económicas del marxismo, pero Lenin, seguro de que los problemas científicos y filosóficos debían subordinarse a la necesidad de mantener la disciplina en las filas revolucionarias, no estaba dispuesto a tolerar la menor desviación de la monolítica doctrina partidaria y se tomó el trabajo de escribir un libro en contra del “empiriocriticismo” de Mach acusándolo de idealista y reaccionario. Una pista acerca del origen del odio que el positivismo despierta en personas influenciadas consciente o inconscientemente por las rutinas dogmáticas.
Algunos años después, creció una corriente a la que suele llamar “positivismo lógico” o “neopositivismo”, impulsada por científicos y filósofos agrupados en una asociación conocida como “el Círculo de Viena”, donde se destacaron Schlick, Carnap y Neurath. Si Kant había sorteado el escepticismo latente en el empirismo de Hume mediante la postulación de juicios sintéticos a priori que aseguraban la validez permanente de la matemática clásica y la física newtoniana, la aparición de la física relativista, y con ella la legitimación de la geometría no euclideana, precipitaron la necesidad de rechazar tanto la solución kantiana como el empirismo excluyente de Mill. Los positivistas lógicos negaban la existencia de juicios sintéticos a priori, pensaban que la lógica y la matemática puras sólo podían conservar su estatuto apriorístico en la medida en que sus fórmulas fuesen puramente analíticas y carecieran, en consecuencia, de todo carácter descriptivo. Pero en cuanto la matemática se aplicara al conocimiento del mundo físico, biológico, psíquico y social, se integraba a las ciencias fácticas correspondientes, que debían contentarse con la formulación de proposiciones sintéticas falibles, sometidas en última instancia al veredicto, también vulnerable, de la observación. Las teorías metafísicas, que habían sido excluidas por Kant del territorio de las ciencias, en cambio, planteaban interrogantes cognitivamente irresolubles y, por consiguiente, no se trataba de problemas genuinos. En un primer momento, los miembros del Círculo de Viena exploraron la reducción de las hipótesis científicas a una base empírica puramente fenomenalista compuesta por los puros datos sensibles pero, a poco andar, este desiderátum fue abandonado. Varios especialistas aconsejan reservar el rotulo “positivismo lógico” para denominar aquella antigua fase del empirismo del siglo XX y llamar “empirismo lógico” a la posición más flexible desarrollada posteriormente por Carnap y otros autores. De todos modos, tanto el positivismo lógico >>> como el empirismo lógico constituían un programa de investigación donde predominaban los desacuerdos y el debate más que una doctrina establecida.
Los positivistas no se limitaban, empero, al análisis académico. Encararon la búsqueda de una nueva fundamentación del impresionante avance del conocimiento científico, pero era acuciante ponerlo al servicio del progreso social, trágicamente desgarrado por la pobreza, la injusticia y la guerra en un contexto el que pululaban ideas filosóficas completamente divorciadas de la ciencia contemporánea o propuestas pseudocientíficas, como el vitalismo. Mientras Heidegger ensalzaba a Hitler desde la rectoría de la Universidad de Friburgo, los allegados al Círculo de Viena favorecían la integración de la ciencia y la filosofía en la edificación de una cultura universalista, laica y socialista. Fue así como Otto Neurath, el más entusiasta impulsor del Círculo, terminó condenado a la cárcel debido a su participación como responsable de la economía de la fugaz República Soviética de Baviera. El líder del Círculo, Moritz Schlick, morirá después a manos de un estudiante, para regocijo de la prensa nazi. En esas condiciones, cuando la Viena Roja que los empiristas lógicos habían contribuido a hacer florecer se encaminaba a su anexión al Tercer Reich, se vieron obligados a emigrar a los Estados Unidos, donde también buscaron refugio Adorno, Horkheimer y Marcuse, que trabajó hasta 1951 para el Servicio de Inteligencia de los EE.UU.
Quienes alguna vez se llamaban a sí mismos “positivistas” dejaron de hacerlo después de la disolución del Círculo de Viena. Diversos autores coinciden en la apreciación de que el positivismo ha muerto, aunque difieren acerca de la fecha del deceso. Algunos la fijan alrededor de 1930, cuando Gödel presentó una impecable demostración de que los axiomas de la aritmética son irremediablemente impotentes para probar todas las verdades propias de su dominio. Otros la sitúan en los años cincuenta, con la publicación del “Dos dogmas del empirismo”, del disidente Williard Quine. Por último, algunos creen que el tiro de gracia fue disparado por Kuhn, sin tener en cuenta que él después se retractó de muchas de las ideas sostenidas en La estructura de la revoluciones científicas, un best seller editado por los viejos positivistas lógicos, que generosamente decidieron no censurar sus notorias inconsistencias.
Sin embargo, los antipositivistas no se dan por enterados. Persisten en su cruzada, víctimas quizá del síndrome que aterrorizaba a los infieles a la vista del temible cadáver del Cid montado en su cabalgadura. Testimonio de esta situación es el libro La disputa del positivismo en la sociología alemana (1972), que promete desplegar un debate y recoge apenas malentendidos, comenzando por su engañoso título, pues Popper, la supuesta voz del positivismo en la disputa, fue toda su vida un crítico, como Mario Bunge, y no un defensor de esa postura.
Más alarmante ha sido lo que sucedió pocos años atrás en la Facultad de Filosofía de una universidad nacional. En sala de profesores se instaló oficialmente una placa en la que se instaba a excluir de la universidad cierta posición filosófica. No se proscribía la Doctrina de la Seguridad Nacional ni a ideólogos actuales o remotos del fascismo (cuyas obras, por lo contrario, se estudian a menudo con devoción) sino, como el lector habrá adivinado, a los “positivistas”. Tampoco se aclaraba si la prohibición estaba dirigida contra Comte, Mach, Neurath, Carnap, Popper o José Ingenieros, el romántico psiquiatra socialista, privado de un concurso de profesor titular en la Universidad de Buenos Aires por decreto del presidente Sáenz Peña.
La difusión del episodio produjo inquietud entre algunos docentes y estudiantes, quienes recordaron que el Estatuto Universitario, surgido de la Reforma de 1918, garantiza la prescindencia política, el pluralismo y la libertad de pensamiento en las aulas. Finalmente, el desafortunado cartel fue retirado. No obstante, subsisten ciertas preocupaciones. Una es la certeza de que el desistimiento de un acto de censura tan gratuito como insostenible no elimina el temor de que los mismos espurios propósitos alimenten procedimientos discriminatorios mucho menos notorios pero más efectivos. Otra, igualmente grave, es la dolorosa comprobación de que una institución cuya razón de ser radica, precisamente, en superar el oscurantismo y los prejuicios –como soñaron los positivistas históricos y los reformistas universitarios– implemente medidas cuyas raíces no son otras que la mitología y la ignorancia.
* Una versión más desarrollada de estas ideas se encuentra en Gaeta, R., “El fantasma del positivismo en las ciencias sociales”, Revista Filosofía Unisinos, n 13: 225-249, 2012.
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