Sáb 25.05.2013
futuro

Diez años de repunte científico

› Por Ignacio Jawtuschenko

Los ciclos en los que reverdeció la ciencia en nuestro país coinciden con momentos históricos regidos por un paradigma de desarrollo. A partir del 25 de mayo de 2003, hace hoy diez años, se pudo demostrar que para contar con más y mejor ciencia y tecnología argentina, había que tomar decisiones ciento por ciento políticas, que la ciencia –inseparable de la política– es uno de los instrumentos de poder para producir cambios sociales, y que el nivel de producción de conocimientos es uno de los indicadores que distingue a los países ricos de los pobres, después de décadas en las que la política liberal estaba desinteresada del quehacer científico y escasos recursos del Estado la financiaban.

Hoy cada vez más investigadores locales publican en revistas prestigiosas y un plan estratégico nacional orienta la actividad a partir del diagnóstico de necesidades, vacancias y prioridades, determinadas por decisiones que se toman en el interior de instituciones y organismos, casi siempre todavía desconocidos para la mayoría de la sociedad.

Durante estos diez años se inició la repatriación de científicos y se frenó la fuga de cerebros, se federalizó la actividad para atender a las demandas locales, se mejoraron los salarios, se incrementó el presupuesto y se sacó a la ciencia del coma profundo en el que la había dejado Domingo Cavallo. Recordemos, los científicos durante el menemismo representaban un gasto inútil, y había que mandarlos a “lavar los platos”. Además de intentar privatizar los organismos científicos, en los años ’90 el Estado argentino pagó fortunas en retiros voluntarios a investigadores que se llevaron consigo conocimientos que no pudieron ser recuperados. Si bien el ataque no fue sanguinario como con el golpe cívico-militar de 1976, el ajuste neoliberal y el pensamiento mágico de los años ’90 fueron una guillotina para desa-rrollar una política científica independiente.

A partir de 2003 comenzó la desmenemización, revirtiendo décadas de exclusión educativa, bajo nivel de inversión en ciencia, escasos recursos humanos y un sistema nacional de innovación débil y poco articulado, que estimulaba la fuga de científicos. Desde 2003, la materia gris es valorada en la Argentina, y cada año, por ejemplo, se incorporan al Conicet 500 investigadores y 1500 becarios. El Conicet tiene ahora unos 18 mil integrantes, entre los que hay 6500 investigadores (en 2003 eran 3800) y más de 8500 becarios. Con esto, el paisaje en los centros de investigación de todo el país cambió y están repletos de jóvenes que garantizan el trasvasamiento generacional.

Regreso de científicos

Si bien últimamente está vinculado con la crisis que azota a los países centrales, el regreso de más de 880 científicos al país desde 2004 es una señal de estos tiempos.

No hay cifras oficiales, pero se estima que, en el exterior, hay entre 4000 y 5000 científicos argentinos. Para cualquier política de ciencia, los recursos humanos son fundamentales. Por ello en 2008 la repatriación de científicos fue declarada política de Estado. Fenómenos como la fuga de cerebros y la pérdida de talentos afectan a los países periféricos, y la Argentina fue uno de los países de América latina que más investigadores aportó a las naciones desarrolladas.

Cabe recordar que en pleno gobierno militar de Juan Carlos Onganía, en la llamada Noche de los Bastones Largos de septiembre de 1966, 1300 técnicos y científicos se fueron del país y más de 6000 abandonaron la UBA. La universidad era considerada “un nido de subversivos”. Durante la última dictadura genocida, por lo menos 3000 profesores, personal administrativo y estudiantes fueron expulsados de las universidades por razones políticas. En el Conicet se cesanteó a casi un centenar de investigadores. Las noticias sobre científicos desaparecidos circulaban profusamente en periódicos y revistas científicas del mundo.

Innovación con inclusión

En estos diez años aumentó un 68 por ciento el egreso de las universidades, lo cual equivale a inclusión y movilidad social ascendente. El caso de la Universidad Nacional de La Matanza es ejemplar: el 90 por ciento de sus 46 mil alumnos son la primera generación de universitarios de sus familias.

También se concretaron las más importantes obras de infraestructura en los últimos 50 años. Se construyeron 91 mil metros cuadrados de los 120 mil que se necesitaban en materia de infraestructura científica. El Programa de Desarrollo de la Infraestructura Universitaria, orientado a financiar el desarrollo de la infraestructura física universitaria, ha financiado 206 obras (terminadas y en ejecución) por un total de 748,7 millones de pesos en el período 2005/2012, y el Plan Federal de Infraestructura del Ministerio de Ciencia, en marcha a partir de 2008, ha atendido cincuenta obras de institutos de investigación, con ejecución en dos etapas. En la primera se financiaron obras por 319,1 millones de pesos y la segunda prevé 402 millones de inversión.

La inversión pública en innovación y desarrollo (I+D) alcanza el 0,62 por ciento del PIB, pero, a pesar del ejemplo que viene dando el Estado, es escasa la inversión privada. La diferencia está en la cultura empresaria y la matriz productiva. En Japón, donde toda empresa es sinónimo de innovación y tecnología, la inversión privada en I+D cuadruplica la pública, y supera el 2,5 por ciento del PIB.

La ciencia y la tecnología nunca existen en el vacío. Se desenvuelven e interaccionan con un contexto político, económico, social y cultural definido. Por eso la ciencia no puede ser neutral.

La maquinaria científico-tecnológica está alineada tras un proyecto de industrialización y su impulso requiere de planificación económica. En el mundo de hoy no hay lugar para paradigmas de ciencia aislada de lo productivo. La riqueza de las naciones depende y dependerá cada vez más de su capacidad de crear y utilizar conocimiento.

Es por eso que en pocos años la Argentina pasó de mandar a los científicos a lavar los platos a sentarlos a la mesa de la toma de decisiones. La creación del Ministerio de Ciencia, la megamuestra Tecnópolis, la señal Tec TV, como parte de la celebración del Bicentenario, es un mensaje claro: el conocimiento tiene que ir del laboratorio al parque industrial y no del tubo de ensayo a un estante en la biblioteca.

Un área en la que se lleva adelante esta revolución pacífica, silenciosa y contundente es en el área nuclear. La CNEA, que fue casi destruida por los gobiernos anteriores, fue puesta de pie. Hoy en día se está construyendo el primer reactor nuclear de diseño ciento por ciento argentino, el Carem; se está volviendo a enriquecer uranio en Pilcaniyeu, y en general se han puesto en marcha todos los sectores estratégicos nucleares que permiten pensar que en algún momento podamos ser considerados líderes en exportación de tecnología nuclear.

Algo que ocurrió en el año 2005. La exportación “llave en mano” más grande de la historia de la Argentina fue el reactor que Invap vendió a Australia, el Opal, construido para la Ansto, Agencia de Ciencia y Tecnología Nuclear de Australia. Una operación de ese tipo, sostenida con el trabajo de cientos de personas calificadas, ubica al país entre los líderes en el desarrollo de alta tecnología, y tiene un efecto derrame en cuanto a la confianza del país como proveedor de tecnologías.

Logros

En diez años se desarrollaron semillas que soportan sequías. Se finalizó la construcción de la Central Nuclear Atucha II, se clonaron especies amenazadas de extinción. Se puso en marcha la primera planta de Sudamérica que fabrica anticuerpos monoclonales. Se exportan radioisótopos, insumo clave para la medicina nuclear. La vaca Rosita produce leche maternizada; se desarrolló el Yogurito, un yogurt probiótico que incluye bacterias beneficiosas para los chicos. Se desarrolló el Bio Jet, un biocombustible para aviones. Desde el Observatorio Pierre Auger, en Mendoza, se avanzó en el estudio de los rayos cósmicos. Se inauguró el mayor laboratorio de bioseguridad de América latina preparado para investigar bacterias, virus y parásitos. Se fabricó el satélite SAC D que lleva un año en órbita. La empresa Arsat construye tres satélites de comunicaciones. Se exportó un reactor nuclear a Australia. Volvieron a funcionar los Astilleros de Río Santiago, fábrica de barcos nacionales; empresas argentinas desarrollaron micromáquinas y nanosensores. Se desarrolló un innovador método de fertilización no invasiva; grupos participan en proyectos de punta como el Colisionador de Hadrones (LHC). Se elaboró un cóctel para el retardo de crecimiento de tumores, entre otros tantos logros. Más que a méritos individuales, son avances que deben entenderse en el marco del fortalecimiento y jerarquización de la actividad científica.

Y después...

Todas las señales indican –como el plan Argentina Innovadora 2020– que se busca impulsar la innovación productiva e inclusiva, sobre la base de la expansión, el avance y el fortalecimiento del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación. Por ello es preciso profundizar las políticas transformadoras y comunicar a la sociedad la trascendencia de los avances de esta década, dado que la ciencia no puede avanzar si no se la acompaña con una debida conciencia de las mayorías.

Es decir, con la reconstrucción y articulación del sistema científico nacional en marcha, es tiempo de movilizar, ampliar los espacios para la discusión de las políticas científicas, incrementar la circulación pública del trabajo de los organismos científicos, ampliar los espacios de popularización, continuar acercando la ciencia a la sociedad, vinculando los avances de la ciencia con el desarrollo humano. Explicar que la ciencia no es solamente teoría básica, sino fruto de una política para resolver demandas sociales o estratégicas. El futuro se inventa.

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