Científicos inocentes
Por Leonardo Moledo y Federico Kukso
En 1890, Arthur W. Goodspeed, de la Universidad de Pensylvannia en Filadelfia, Estados Unidos, mientras estaba fotografiando chispas eléctricas y descargas en tubos de vacío, vio, en una de las placas, dos discos negros cuya explicación se le escapaba por completo.
En realidad, había tomado la primera radiografía de la historia, con la pequeña particularidad de que lo hizo cinco años antes de que se descubrieran los Rayos X. Los dos discos negros que Goodspeed no pudo explicar eran la sombra de un par de objetos circulares de su laboratorio, y había sido producidos por los rayos X emitidos por el tubo de vacío. Si solamente Goodspeed hubiera investigado un poco más el fenómeno (lo hubiera repetido, hubiera buscado su causa), se habría alzado con la gloria que más tarde consiguió y aún rodea a Wilhem Roentgen, que en 1895, cuando, también experimentando con tubos de vacío, y en forma no menos casual, vio que una lámina cubierta con platinocianuro de bario, brillaba debido a la incidencia de “algo” que salía del tubo de vacío (y que él, poco más tarde, llamó Rayos X).
La casualidad, la inocencia y muchas veces también la mala fe juegan un papel no menor en la historia de la ciencia, que en general avanza a los tumbos y a ciegas, tanteando como un sonámbulo las formas de los desconocido, confundiendo lo importante con lo banal, dejando de lado datos cruciales, ignorando los hechos, o a veces fabricándolos. En el día de los inocentes, Futuro quiere contar algunos historias de científicos que dejaron pasar inocentemente a su lado cosas que después harían historia.
No faltan en relación a los rayos X. En 1894, el mismísimo J.J. Thomson, que más tarde descubriría el electrón, y que sería el primero en dar un modelo atómico nuevo desde Demócrito, vio también un resplandor a unos metros del tubo de rayos catódicos, pero no le prestó atención. Y Frederick Smith, cuando comprobó que las placas fotográficas que estaban cerca del tubo de rayos catódicos se velaban, se limitó a decirle al asistente del laboratorio que las cambiara de lugar.
Otra historia, en cierto modo inversa: en 1801, el ingeniero, topógrafo de minas y químico español Don Andrés Manuel del Río (1764-1849) se encontró en Zimapán (México) con un curioso y colorido nuevo elemento, parecido al cromo y al uranio, en una muestra de plomo que estaba analizando. Y no dudó en llamarlo inicialmente pancromo (en griego, “muchos colores”). Luego, lo bautizó más apropiadamente como eritronio debido al color rojizo que adquieren sus sales al ser sometidas al fuego. Del Río envió un informe de su descubrimiento a Madrid, donde fue publicado el 26 de septiembre de 1802 en la revista Anales de las Ciencias Naturales. La alegría de haber descubierto un nuevo elemento de la todavía inexistente Tabla Periódica no le duró mucho al pobre minerólogo madrileño pues en 1805 el influyente químico francés Collet-Descotils desmereció su trabajo afirmando que de ninguna manera se trataba de un nuevo elemento sino que era simplemente cromo impuro. Aunque del Río defendió su hallazgo, los científicos europeos prefirieron creerle al químico francés antes que al ignoto minerólogo español que residía del otro lado del Atlántico. Después de un tiempo, resignado, el propio Del Río empezó a dudar de su trabajo, se retractó y se olvidó del asunto. Pero 30 añosdespués, un físico-químico sueco, Nils Gabriel Sefström (1787-1845), encontró en un polvo negro extraído de las magnetitas del monte Taberg, al noroeste de Estocolmo, un aparentemente nuevo elemento químico (para él) al que llamó vanadio, en honor de Vanadis, la diosa escandinava del amor y la belleza. Era el mismísimo eritronio de Del Río, y los honores oficiales del descubrimiento del elemento (que Henry Ford llegaría considerar como fundamental para la industria automotriz y que en la Tabla de Mendeleiev lleva el número 23) correspondieron al químico sueco y no a Don Andrés Manuel del Río.
Y así: Robert Hooke, que en el siglo XVII fue el primero en ver células a través del microscopio (y que acuñó el nombre mismo, “célula”), atisbó la ley de gravitación universal, pero no pudo darle sustento matemático, gloria que quedaría reservada a Newton, el astrónomo inglés Evans vio a través del telescopio las montañas de la Luna una fracción de año antes que Galileo, pero su Gestalt (digamos, su cosmovisión) no le permitió distinguirlas, durante siglos los químicos y los médicos estuvieron mirando a la penicilina sin verla, hasta que Fleming la sacó a la luz.
Y dos historias más: Galileo que vio el planeta Neptuno y no lo reconoció, y un fraude histórico del siglo XX: el de “el hombre de Piltdown”, que si bien fue fraguado con perfecta (y astuta) mala fe, engañó a muchos que, inocentemente, quisieron retener para Inglaterra el honor de ser la cuna de la humanidad.