NEUROBIOLOGíA
› Por Mariano Ribas
A punto de cumplir sus primeros quinientos años, la pintura más famosa de todos los tiempos mantiene intacto su singular encanto. Es que, entre otras cosas, La Gioconda resume buena parte de la técnica pictórica de Leonardo Da Vinci: el uso del sfumato (el difuminado gradual de ciertos rasgos hasta diluir los contornos), un hermoso y agreste paisaje de fondo, combinado con un tono azulado que lo hace desaparecer, y un rostro tan ambiguo como enigmático, que mezcla la alegría, la melancolía y la tristeza. Pero por sobre todas las cosas, quién puede dudarlo, aunque parezca un lugar común, la Gioconda nos cautiva con esa sonrisa que juega con el observador. Parece viva y cambiante. Y bien, tal como sugiere un reciente estudio, parece que, más allá de la maestría de Leonardo, el gran secreto de esa sonrisa está en nosotros mismos. Y más precisamente, en la forma en que trabaja nuestra visión.
Una expresion cambiante
“Lo que
a la gente más le gusta de La Gioconda es que su expresión parece
cambiar mientras se la mira, y eso le da un singular toque de vida”, dice
la neurobióloga Margaret Levingstone, de la Universidad de Harvard (Estados
Unidos). Y agrega un detalle verdaderamente curioso: según ella, la expresión
de la Mona Lisa realmente cambia..., pero ese cambio no se da, lógicamente,
en la pintura, sino en nosotros mismos. Es raro escuchar a una neurobióloga
hablando sobre arte, pero hay una buena razón: desde hace varios años
esta científica estadounidense viene estudiando el funcionamiento del
aparato visual humano, el procesamiento cerebral de la información óptica
(forma, color, profundidad y movimiento), y muy especialmente las propiedades
de la llamada “visión central” y la “visión periférica”
(ver cuadro). La cuestión es que uno de sus objetos de estudio ha sido
la mismísima Gioconda (aunque también se ha ocupado de obras impresionistas
y puntillistas). Los resultados de la investigación de Levingstone fueron
presentados durante el último encuentro de la Asociación (norte)Americana
para el Avance de la Ciencia, celebrado en Denver, Colorado. E intentan explicar,
entre otras cosas, la misteriosa expresión de la esposa de Francesco
del Giocondo (de ahí el apodo de la Madonna o Mona Lisa).
El juego de la mirada
En realidad,
todo depende de cómo se la mire. “Si uno fija la vista en la boca
de la Gioconda –explica Levingstone– no la ve sonreír, sino
que percibe una expresión casi sobria, pero cuando nuestra mirada se
dirige a sus ojos o hacia el paisaje de fondo, entonces sí parece sonreír.”
Y eso se explicaría teniendo en cuenta las propiedades de la visión
central y la visión periférica. La central es buena para captar
detalles finos, pequeños y brillantes, pero se le escapan los rasgos
difusos y poco luminosos. Y para lograr esa esquiva sonrisa, Leonardo utilizó
precisamente tonos suaves y oscuros en torno a los labios, muy difíciles
de percibir con la visión central, pero que aparecen, casi mágicamente,
al entrar en acción la más sensible visión periférica.
Así, la sonrisa de la Gioconda se hace más o menos evidente según
el ángulo de la mirada. Para hacerlo más claro, Levingstone preparó
tres imágenes (ver foto) procesadas por computadora que ponen en evidencia
distintos niveles de percepción: las dos de la izquierda corresponden
a lo que registra la visión periférica (detalles vagos, pero que
incluyen los tonos que rodean a la boca), y la de la derecha, la percepción
correspondiente a la visión central (donde se define más la boca,
pero no su entorno).
¿Un truco intencional?
Los juegos de
la percepción también se hacen evidentes en otras expresiones
del arte, como en el impresionismo de Monet, y más aún en el puntillismo
de Seurat. O incluso, en los modernos fotomosaicos utilizados en publicidad.
En uno y otro caso, el observador hace su aporte: “Si uno mira con atención,
ve puntos o manchas individuales, pero la visión periférica los
junta y funde los colores”, dice Levingstone. Volviendo a Leonardo, uno
puede preguntarse si era o no consciente del juego visual que domina aquel retrato
(que, dicho sea de paso, jamás entregó a su cliente, y que conservó
hasta el día de su muerte).
Quien sabe, pero, para el final, nos quedamos con la opinión de esta
neurobióloga devenida en historiadora del arte: “Da Vinci escribió
sobre muchas cosas, pero no sobre este punto; y además, nunca más
repitió el truco. Más bien, creo que le fascinó ese maravilloso
aspecto vital de la Mona Lisa, aunque quizá nunca supo cómo funcionaba”.
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