MELODIAS DE LA NATURALEZA
Nadie podría negar
que se trata de un buen antecedente: entre 1612 y 1619, nada menos que Johannes
Kepler (1571-1630) se encargó de refinar un género musical ya
conocido por el propio Pitágoras en el siglo VI a.C.: la llamada música
de las esferas. Para Pitágoras, como para Kepler, cada planeta,
según la velocidad angular con la que gira, produce un sonido particular.
Así lo dejó en claro en su libro Harmonices Mundi (Armonías
del mundo), donde, además de enunciar su gloriosa tercera ley, que más
tarde inspiraría a Newton, escribió seis melodías que correspondían
a cada uno de los planetas hasta entonces conocidos (Mercurio, Venus, Tierra,
Marte, Júpiter y Saturno). De allí a lo que hoy se conoce como
música molecular no hay más que tres siglos y un paso.
En verdad, la música molecular (o genética) se lleva
todos los laureles si de raras invenciones musicales se trata. La idea es traducir
en secuencias de notas musicales la estructura de algunas de las miles de proteínas
que contiene el cuerpo humano. La bioquímica Linda Long de la Universidad
de Exter (Gran Bretaña) es una de las artistas más
conocidas de este curioso sistema de composición musical. Primero utiliza
la cristalografía de rayos X para mapear en tres dimensiones
los veinte tipos distintos de aminoácidos que componen a las proteínas.
Luego con un software especial le asigna a cada uno duración, amplitud,
tono, escala e instrumento para ser interpretado. Long ya cuenta en su haber
con varios cds como Listen to your body (Escucha a tu cuerpo) y Music of the
body (Música del cuerpo, que consiste en 40 minutos de sonidos de hormonas
humanas), cuyos temas (con cierto ritmos de vals y onda new age) pueden escucharse
en su sitio www.molecularmusic.com.
CONCIERTO INTERIOR
En realidad,
la música molecular nació en los años 60, cuando
las funciones de las proteínas recién empezaban a describirse,
y la verdad es que no estaba mal: daba la sensación de que todo el mundo
tiene una melodía adentro. Pero ya Watson y Crick habían descifrado
la doble hélice y entonces, obviamente, el próximo paso eran los
genes y el genoma. ¿A quién no se le ocurre?
Un tal Susumo Ohno, especialista en genética (del Beckman Research Institute
de la ciudad de Hope, Estados Unidos), descubrió que al asignar arbitrariamente
notas musicales a las sustancias que componen el ADN (Do a la citosina, Mi y
Re a la adenina, Fa y Sol a la guanina, y La y Si a la timina), conseguía
los más variados ritmos musicales. Incluso, con la ayuda de su esposa
Midori, interpretó algunos pasajes en piano, violín y viola.
Hace poco, y para conmemorar los cincuenta años del descubrimiento de
la estructura del ADN, un equipo español de Microbiología del
hospital Ramón y Cajal de Madrid compuso diez canciones que tuvieron
como partitura notas musicales traducidas de secuencias del genoma humano (entre
los que se utilizaron genes involucrados en la sordera y la enfermedad de Alzheimer)
y otros seres vivos como hongos y bacterias. Aunque el nombre del cd no es muy
original (Genoma Music o La música del genoma, del que se puede escuchar
algo en www.genomamusic.com), los de algunas de las canciones (quizás
futuros hits, quién sabe) sí lo son: Homo sapiens
Conexina 26; YRB1P Candida albicans; y SLT2-proteína
kinasa.
Pero así como no todos los intentos de descifrar el genoma son nobles,
los de pasar genes a música tampoco. Por ejemplo, la empresa de biotecnología
Maxygen (de Redwood City, California) pretende en vez de patentar genes, digitalizarlos
como notas musicales (en mp3s) y ponerles copyright a las canciones que de allí
salgan. La idea no es ingenua: las patentes tienen en Estados Unidos un límite
de 17 años, mientras que los derechos de autor duran cien años.
El tema para algunos es preocupante: quizás en un futuro no muy lejano,
uno puede llegar a encontrar trozos de su patrimonio genético en forma
de música rondando por Internet, sin que nadie le haya avisado al respecto.
LOS SISMOS, EL NIÑO
Y LOS TRUENOS
Hay quienes
fueron un poco más lejos que las proteínas y los genes. Como Marty
Quinn (del Design Rythmics Sonification Research Lab, en Estados Unidos), que
logró extraer patrones musicales a partir de terremotos, ondas cerebrales,
variaciones de la corriente de El Niño, tormentas que azotan a Júpiter
y la actividad solar. Sus últimos trabajos (que el músico y especialista
en computación expone en www.quinnarts.com) son Sinfonía Climática
y Sonata Sísmica; nombres bastante creativos que llaman a uno a pegarle
al menos un vistazo (con el oído, claro).
En definitiva, pese a la solemnidad con la que muchos presentan estas supuestas
piezas de arte (que para algunos no dejan de ser ruido), no son más que
notables experimentos o juegos. Como el que realizó hace trescientos
años Johann Sebastian Bach, quien, aprovechando el hecho de que en alemán
las notas musicales se designan con letras (A=la, B=si bemol, C=do, H=si) utilizó
la melodía de su apellido como contratema de la última sección
del Arte de la fuga. No sería raro suponer que la música de las
proteínas, los genes y los terremotos le habría encantado a Bach,
y probablemente a otros gigantes de la música como Beethoven, Mozart
o Chopin.
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