Es sabido que las clasificaciones –así se trate de ordenar libros,
plantas, estrellas o partículas– tienen mucho de arbitrarias. En
el mejor de los casos son operativas, porque nos permiten cuadricular el mundo
real para no perdernos en su diversidad.
En un famoso pasaje de Borges que inspiró a Foucault, un fabuloso zoólogo
chino ordenaba a los animales según criterios tan extraños como
“los que pertenecen al Emperador” o “los que se agitan como
locos”.
Las clasificaciones arbitrarias abundan y algunas de las más audaces
se pueden encontrar en los videoclubes. Conocí uno donde habían
rotulado como “de espionaje” a Kaos (que se inspira en Pirandello),
porque la asociaban con el Superagente 86. A Pelle, el conquistador la habían
puesto entre las “deportivas”, pensando que era la vida de Pelé.
Más absurdos fueron los censores de las dictaduras. Un agente de inteligencia
brasileño rescató El Capital de Marx como “libro capitalista”
pero secuestró a Nuestro hombre en La Habana de Graham Greene porque
lo hacía pensar en Fidel. Aquí hubo alguno que al descubrir un
mapa de América donde una profesora había anotado los nombres
de conquistadores y cronistas de Indias creyó haber descubierto una temible
red subversiva.
Pese a todo, la actividad clasificatoria es tan importante que el Génesis
le atribuye a Adán la potestad de ponerles nombre a las cosas. Muchos
son los que han pasado a la historia de la ciencia por haberle dado nombre a
una planta o a una reacción química.
En biología, hubo que esperar casi dos mil años para que se comenzaran
a plantear clasificaciones de plantas y animales un poco más “naturales”
que las de Aristóteles. Entre quienes intervinieron en este proceso estuvo
Carl Linneo (1707-1778), el mediocre teórico pero infatigable taxonomista
que, entre otras muestras de ingenuidad, calificó a nuestra especie como
“Sapiens”.
El estudiante pobre
Cuando nació Linneo, sólo los nobles tenían apellido. Los
pobres se conformaban con el patronímico y eran apenas “el hijo
de su padre”: Iván Stepánovic, Isaac ben David, John Johnson.
Todavía queda gente que se llama (por ejemplo) Osama bin Laden.
El padre de Linneo era un pastor luterano llamado Nils Ingemarsson, que amaba
la jardinería. A la hora de elegir apellido, se puso Linnaeus: linn era
el tilo, uno de los pocos árboles que florecían en Suecia.
Llamarse Tilo era casi un destino lacaniano que parecía condenar a la
botánica al pequeño Carl, quien creció en una remota aldea
de un país decididamente marginal a pesar de su pasado guerrero. Era
muy joven cuando lo mandaron a estudiar medicina en Lund y Upsala, donde tenía
algún pariente rico. Allí vivió en la indigencia, pero
pudo estudiar a Aristóteles y Descartes y hasta le permitieron intervenir
en una disección, algo poco común en esas latitudes.
En esa época, los naturalistas europeos no tenían descanso, estudiando
los especímenes que llegaban de lugares tan remotos como Brasil y Malasia.
Carl se hizo amigo de otro estudiante, el alquimista e ictiólogo Pehr
Artedius y juntos concibieron el ambicioso plan de clasificar los tres Reinos
de la Naturaleza usando como código el latín, que entonces era
el idioma de la ciencia. Luego se distanciaron, para reencontrarse muchos años
después en Amsterdam. Pero al poco tiempo Artedi se ahogó en un
canal y Linneo sintió que heredaba aquel proyecto juvenil.
Un día, el profesor Celsius lo descubrió tomando notas en el jardín
botánico. Lo vio tan mal entrazado que se lo llevó a vivir consigo
y hasta le consiguió una beca. Gracias a ella pudo estudiar la sexualidad
vegetal, un tema que todavía despertaba recelo. Para el Año Nuevo
de 1730 le obsequió a su benefactor el primer ejemplar de sus Preliminares
sobre el Matrimonio de las Plantas, en los que se explica la Fisiología
de las mismas, se muestra el Sexo, se revela el Método de la Generación
y se llega a la Verdadera Analogía de las Plantas con los Animales.
Las ideas de Linneo sobre la sexualidad vegetal eran erróneas (creía
que en la fecundación el tejido de los estambres se fundía con
el del pistilo), pero no estaba tan mal orientado, y tuvo la suerte de ser recordado
como un pionero en ese campo.
La helada Laponia
El trabajo de Linneo atrajo la atención del catedrático Rudbeck,
quien lo nombró adjunto cuando apenas tenía 23 años. Rudbeck
era uno de los pocos que habían estado en Laponia, un territorio que
pertenecía a Suecia pero era tan desconocido como la Antártida.
Fue él quien propuso a Linneo para una expedición que auspiciaba
en esos días la Sociedad Literaria y Científica.
Fue así como Carl se calzó su gorra verde y partió hacia
la ignota Laponia, armado de escopeta, cuchillo, regla y microscopio. Anduvo
dos años por la tundra y el bosque, cruzando ríos sobre puentes
de troncos y frecuentando a los no siempre amistosos lapones. Se interesó
por todo, desde la conducta del reno hasta la etnografía, y volvió
cargado de plantas, huesos, piedras y hasta el tambor de un chamán.
Su informe sobre la Flora lapponica (1732) le valió otro viaje a Dalecarlia.
Allí se sintió atraído por las rubias “sirenas del
Norte” y se enamoró de Sara Lisa Moraea. Sara era la hija de un
médico rico, quien le recomendó que, antes de sentarse a hablar
de matrimonio, hiciera algún dinero y volviera dos años más
tarde.
Las luces de Europa
Carl reunió sus escasos ahorros y partió hacia Alemania y Holanda,
confiando en que el latín le abriría las puertas del mundo académico.
Era tan provinciano que en Lübeck quedó deslumbrado al conocer el
alumbrado público y escandalizado a la vista de los prostíbulos.
En Amsterdam obtuvo su licencia de médico, pero se gastó hasta
el último centavo para matricularse en Leyden. Allí, el gran Boerhave
le ofreció la posibilidad de viajar al Africa y América, pero
su nostalgia por Sara lo retenía en Europa. El catedrático Gronovius
se interesó en sus trabajos y logró hacerle que le publicaran
tres tratados de botánica y lo que sería su obra principal, el
Systema Naturae (1735).
Estuvo en Oxford, donde terminó trabajando con el profesor Dillenius,
quien al reconocerlo lo había echado del aula por “haber llevado
la confusión a la botánica”. Pero en cuanto se enteró
de que Sara iba a casarse con otro emprendió el regreso a Suecia.
Pasó por París, donde conoció a Réaumur. Jussieu
lo descubrió entre un nutrido grupo de estudiantes. “¡Tú
debes ser Linneo!”, lo saludó, al ver que era el único capaz
de reconocer una planta exótica por su “aspecto americano”.
Con apenas 31 años, los franceses lo nombraron corresponsal de la Academia
de Ciencias y le ofrecieron una pensión. Pero Carl sólo quería
llegar a tiempo para impedir que le arrebataran a Sara.
El patriarca
Vuelto a Suecia, se encontró con que el obstinado suegro le reprochaba
por volver con las manos vacías, habiendo rechazado cargos y rentas.
De modo que el obstinado Linneo se fue por un tiempo a Estocolmo a trabajar
como médico en los barrios pobres. Poco a poco escaló posiciones
y llegó a ser médico de la Corte. Por fin logró casarse
con Sara Lisa y fue aceptado en la Academia sueca, la cuna del futuro Premio
Nobel.
Su suerte había cambiado y hasta se dio el lujo de ignorar una invitación
del rey de España. Cuando la Corona le otorgó un título
de nobleza se convirtió en Von Linné.
El resto de sus años los pasó en su casa de campo de Hammersby,
editando sus Species Plantarum (1753), formando discípulos, ordenando
colecciones y mirando pasar las horas en el reloj floral que había inventado
para el jardín de la finca. Ya septuagenario, un día se montó
en su trineo y salió a “herborizar”. Lo encontraron semicongelado,
con la pipa apretada entre los dientes, pero no logró sobrevivir.
La “ciencia amable”
La botánica, que por entonces era conocida como “la ciencia amable”,
se puso de moda gracias al prestigio de Linneo. Los campos se poblaron de herboristas,
que los aldeanos reconocían por sus holgados pantalones blancos y su
sombrero de alas anchas. Todos llevaban el Systema Naturae en la mochila y marchaban
cantando en latín “¡Viva Linneo! ¡Viva la Ciencia!”.
Desde Suecia, Linneo despachó a sus “apóstoles” a
todo el mundo. Pero salvo Solander, que anduvo por Oceanía, y Kuhn, que
estuvo en América del Norte, todos tuvieron un destino trágico
y no llegaron a completar sus investigaciones.
Si bien el dogmatismo de Linneo era propio de un escolástico tardío,
su temperamento prefiguraba el de los románticos. Sus contemporáneos
decían que sólo él había sido capaz de mirar las
flores “con ojos de abeja” y se contaba que al ver una planta exótica
que florecía en los jardines de Oxford había caído de rodillas,
llorando.
Ahora que el Systema Naturae permitía ponerle nombre a todo, Linneo se
sintió un Adán. A una planta la llamó Morea, para rendir
homenaje a Sara Lisa, a quien llamaba “lirio monándrico”,
flor de un solo hombre. A otras les puso nombres como Artedia, en recuerdo de
su gran amigo, y Rudbeckia, como su primer maestro. Hasta se reservó
para sí la modesta Linnea vulgaris.
El mejor de los mundos posibles
Si bien hay que reconocerle el mérito de haber creado un eficaz sistema
de clasificación, Linneo no fue nada lúcido como teórico,
y resulta inexplicable que en un tiempo se haya llegado a compararlo con Copérnico
y Galileo.
Su visión del mundo era profundamente estática. Si en su entusiasmo
como investigador revivía algo del espíritu del Aristóteles
“histórico”, a la hora de teorizar se comportaba como un
escolástico y sólo se interesaba por la taxonomía. Para
él los únicos “botánicos” eran los clasificadores.
A los demás los despreciaba como “botanófilos”, precisamente
por ocuparse de cosas como la fisiología o la reproducción, que
a la larga resultarían ser las más importantes.
Con su sistema binario de clasificación, Linneo vino a satisfacer una
imperiosa necesidad. Ya no era posible designar una especie con una vaga descripción
que ocupaba varios renglones, ante la avalancha de plantas, insectos y animales
desconocidos que afluían de todo el planeta.
Linneo impuso un sistema abierto, que permitía clasificar a todos los
seres vivientes, aun a los desconocidos. Lo hizo conforme a la lógica
de Aristóteles, usando géneros y especies, que eran algo así
como apellido y nombre. Su padre había sido Nils Ingemarsson (el hijo
de Ingmar) y su abuelo Ingmar Bengtsson, el hijo de Bengt. Ahora el gato era
Felis cattus, el perejil Petroselium sativum y el hombre Homo sapiens.
La nomenclatura binomial tampoco fue una creación original; Caspar Bahuin
ya había propuesto algo similar, con menos suerte. De todos modos, Linneo
fue capaz de escribir, con esa suficiencia que había desarrollado al
paso de los años: “Yo he sido el primero que ha usado los caracteres
naturales para los géneros. Nunca hubo nadie que hiciera nada parecido...
antes que yo, no había ninguna especie digna de tal nombre”.
No se interesó por la fisiología ni hizo experimentos. Su clasificación
de los minerales resultó insostenible y su zoología era inferior
a otras propuestas de su tiempo. Negó enfáticamente que existiera
la fecundación externa en los peces, porque no se ajustaba a sus esquemas.
Clasificó a las flores según la cantidad de estambres y de pétalos,
de esa manera descriptiva que inspiraría los diagramas florales del romanticismo
alemán, pero no llegó a entender el proceso de la fecundación.
Armonía y Orden
Linneo vino a poner orden en medio de una explosión de información
biológica. Su exitoso sistema taxonómico tenía tantas ventajas
que ha seguido usándose hasta hoy, a pesar de que las clasificaciones
“naturales” le deben más a Jussieu y Adanson que a él.
De hecho, las taxonomías actuales abarcan muchas más categorías
y nosotros mismos nos hemos convertido en sapiens sapiens.
Un mapa de la naturaleza cuyas fronteras crecían día a día
reclamaba cartógrafos. Pero al dibujar los mapas era inevitable que comenzaran
a descubrirse las transiciones y las genealogías que enlazaban a las
especies. Faltaba poco para que Lamarck comenzara a hablar de evolución.
Linneo era un conservador y la sombra de su padre el teólogo seguramente
gravitó en su proyecto de reconstruir el orden natural tal como Dios
lo había creado de una buena vez. Rescataba la actitud empirista de Aristóteles,
pero como Platón, creía que las especies eran entidades reales,
de manera que cada una debía tener su Idea platónica, inmutable
y eterna.
Fue el padre del “fijismo”. Para él era inconcebible que
aparecieran nuevas especies, porque el tiempo era irrelevante. Dios había
creado al caballo, al rosal y a los infusorios tal como son. No podía
haber creación de nuevas especies; apenas generación de individuos.
En su mundo no había conflictos. El Creador lo había dispuesto
todo en perfecta armonía, de manera que cada especie tuviera asegurado
su hábitat y su alimento.
Sin embargo, cualquier botánico se iba dando cuenta de que dentro de
las especies había toda una gama de variaciones. Polemizando con Adanson,
Linneo atribuyó las variaciones al clima y a la acción de factores
como la aridez, el calor o el viento. Pero eran apariencias que no podían
llevar a engaño: las especies estaban fijadas desde siempre.
Invasion mutante
En este universo estático, aparecieron los mutantes.
Linneo fue uno de los primeros en enterarse de la existencia de mutaciones entre
las plantas, e incluso fue el primero en usar la palabra “mutación”.
Pero si para nosotros una mutación es una variación que se hace
hereditaria, el sentido que Linneo le dio a la palabra fue simplemente el de
una “metamorfosis” o cambio superficial.
En 1742 el estudiante Zioberg (uno de sus discípulos) encontró
una planta desconocida en una isla cerca de Upsala. Crecía junto a la
Linaria vulgaris y se parecía mucho a ella, pero en la base de la corola
tenía una estructura distinta. No era la primera planta mutante: Merchant
había observado una en 1715 y en 1749 Gmelin encontraría otra
en un jardín de San Petersburgo.
La cuestión era dramática para Linneo: ¿era posible que
nacieran nuevas especies sin intervención directa del Creador?
Linneo examinó el espécimen, y de entrada no encontró nada
mejor que darle nombre: le puso Peloria, “la planta monstruosa”.
Su discípulo Rudberg estaba tan entusiasmado que proclamó como
“orgullo de nuestro siglo haber descubierto fenómenos que no sólo
eran desconocidos para los antiguos, sino francamente increíbles”.
Pero el maestro no estaba dispuesto a que una plantita pusiera en juego todo
su Sistema de la Naturaleza, y para evitarlo recurrió a esa arma de doble
filo que es la hipótesis ad hoc. Para tranquilizar los ánimos,
aseguró que no había tal novedad. La Peloria no era una especie:
era apenas un híbrido, una cruza, que reunía caracteres pertenecientes
a especies distintas. En su tiempo, la idea no parecía tan absurda: el
gran Réaumur había escrito con toda seriedad sobre un híbrido
de conejo y gallina, que había engendrado pollitos con pelo...
Para Linneo, fiel a los escolásticos y a los naturalistas del Renacimiento,
la hipótesis de la “transmutación” o “hibridación”
bastaba para salvar la circunstancial refutación de su esquema teórico.
Pero a pesar de todo tuvo que hacer una importante concesión: el Creador
había creado las plantas modelo y éstas, al cruzarse entre sí,
habían originado las especies. Esta concesión salvaba la inmutabilidad
de los géneros, pero admitía que las especies surgían en
el tiempo, aunque fuera por hibridación. La pregunta por el “origen
de las especies” empujaba a la biología por el camino que tomaría
Lamarck.
El gran bibliotecario no llegó a ver cómo la taxonomía
se ponía en movimiento, y su mundo estático se convertía
en una dilatada historia evolutiva. Para él, era demasiado tarde. Había
muerto.
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