Sábado, 4 de octubre de 2003 | Hoy
PROTO-ZOOLOGIA
Aves fénix, sirenas, hombres sin cabeza y todo tipo de
animales fantásticos poblaron la zoología corriente de la Edad
Media europea. Miles de copias de distintos bestiarios dieron testimonio de
estos bichos y de otros más extravagantes que se mezclaron con el de
leones y avestruces, sin ninguna distinción.
Fueron prácticamente mil años marcados por el fin del Imperio
Romano de Occidente, las invasiones bárbaras, los saqueos, el miedo y
la reclusión; tiempos ideales para que semejantes bichos se reprodujeran
sin límites. En tiempos de paranoia, no es extraño que elaboraciones
insensatas del estilo "New Age" intenten ignorar el mundo real. Durante
la Edad Media esta evasión provino del cristianismo, que dio una explicación
parabólica a cada problema en su intento de reconfortar a los creyentes.
Así fue como la ciencia adoleció de un forzado matrimonio con
la religión que produjo híbridos por demás llamativos.
Algunos de ellos eran verdaderas expresiones del sentir de un mundo plagado
de seres extraños, amenazas e historias fantásticas. La zoología
más que una ciencia era un ejercicio de la imaginación.
El "Physiologus"
Los bestiarios eran anárquicas compilaciones que combinaban observaciones
de la naturaleza, comentarios zoológicos, ilustraciones muy creativas
y una buena dosis de lecciones morales y religiosas.
Los libros antiguos se reproducían y cada copista se sentía libre
de agregar algo de la propia cosecha, que luego seguía su camino, rumbo
a otro copista que repetía la operación. Los estudiosos no salían
a mirar el mundo que describían en sus libros y, a lo sumo, incluían
la versión de algún soldado llegado de tierras lejanas que traía
descripciones de algún grifo (águila con patas y cola de león).
Los antecedentes de estas compilaciones son muchos, como el famoso herbario
de Dioscórides (c.40-c.90), luego llamado De Materia Medica. Otro hermoso
libro es Naturalis Historiae de Plinio, en el que se habla de hombres con cabeza
de perro que se comunicaban por medio de ladridos, otros sin ninguna cabeza
pero con ojos en los hombros, víboras que se lanzan hacia el cielo para
atrapar aves, la "serpiente basilisco" de Africa que mata a los arbustos
con solo tocarlos, rocas que respiran...
Pero el más exitoso de todos y que sufrió un largo proceso de
transformación fue sin duda el Physiologus. Originalmente, este libro
(que data probablemente del siglo II) era una modesta compilación de
metáforas edificantes para la moral. Constaba de 48 secciones, cada una
de ellas dedicada a una planta, animal o piedra (como las del Apocalipsis),
que a su vez remitía a un texto bíblico. El primero de estos capítulos,
como era de esperar, trataba sobre el león, el rey de los animales, y,
menos previsiblemente, finalizaba con el avestruz.
El Physiologus, escrito en griego, fue rápidamente traducido al etíope,
siríaco, árabe, copto (antigua lengua egipcia), georgiano...;
pero su traducción al latín –aproximadamente del siglo V–
fue la más exitosa, hasta el punto de que se encontraron copias del mismo
sólo inferiores en número a las de la Biblia. Gracias a esta traducción
hoy se conoce la obra con el nombre de Physiologus ("naturalista"
en esa lengua), ya que alguno de los copistas reemplazó las antiguas
citas bíblicas del comienzo de cada capítulo por la frase "El
naturalista dice...".
Hacia las fábulas
Las historias de este protobestiario son muy ilustrativas acerca de cómo
se veía a la naturaleza por esos años: el león que paría
crías inertes a las que insuflaba vida respirando sobre ellas, el unicornio
que sólo podía ser capturado sobre la falda de una virgen o el
pelícano que derramaba su sangre para resucitar a los muertos. Todas
estas historias eran en realidad metáforas fabulescas de enseñanzas
religiosas acerca de la resurrección, el sacrificio, etc. Uno de los
animales más destacados de estos bestiarios y que se utilizaba para ilustrar
la resurrección cristiana era el ave fénix. Este era un animal
mitológico de origen egipcio, del tamaño de un águila,
con un plumaje escarlata y dorado, de un llorar melodioso, que podríamos
atribuir a su soledad: sólo un fénix podía existir al mismo
tiempo en el mundo y cada uno vivía al menos 500 años. Cuando
sentía llegar su fin, esta ave construía un nido con plantas aromáticas
y especias, lo encendía (vaya uno a saber cómo) y se consumía
en él. A los tres días resurgía de estas cenizas un nuevo
fénix que colocaba las cenizas de su antecesor en un huevo de mirra,
lo llevaba volando a Heliópolis, la Ciudad del Sol, y lo depositaba en
el templo de Ra.
Las sucesivas copias del Physiologus fueron transformándolo muy lentamente
hasta derivar en todo un género de bestiarios, como el del francés
Philippe de Thaon, de 1211, que utilizaba imágenes para describir el
objeto de sus estudios y atraer a los analfabetos. El género creció
y comenzó a incluir rimas y hasta historias de amor de moda en la época,
que derivaron en las fábulas, más modernas, que poco tenían
ya que ver con los bestiarios originales. El matrimonio de ciencia y religión
había demorado algunos siglos en generar un inesperado género
literario –las fábulas–, primo lejano la zoología.
Mucho más tarde aún, nació en la Argentina un nuevo vástago
de esta tradición, un libro llamado Bestiario. Este nacimiento seguramente
alegró mucho a cronopios y famas, primos latinoamericanos de aquellos
unicornios, grifos y sirenas medievales.
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