HISTORIA DE LA CIENCIA: SUSTANCIAS QUE NUNCA EXISTIERON
Auge y ocaso del flogisto
Por Leonardo Moledo
Es muy triste la historia de las sustancias que nunca existieron. La del éter es una verdadera telenovela; la del flogisto, más breve, tiene en su haber lo efímero y lo circunstancial, ya que desde el principio los observadores de la materia (que el correr del tiempo transformaría en alquimistas en búsqueda de la piedra filosofal, en químicos constructores de moléculas, y luego en poderosos industriales dedicados a la producción de raticidas, cucarachicidas, espermaticidas y nanotecnologías diversas) se preguntaron sobre el misterio de la combustión y los poderes inalcanzables del fuego. Que no sólo estimula la conversación y quema la piel sino que derrite los metales, descompone los cuerpos y deja al descubierto los simples. Y que genera en los hombres el temor reverencial al misterio de la combustión.
Nada explicaba acabadamente (si es que algo se puede explicar acabadamente en un mundo donde predomina la ilusión) por qué algunos materiales ardían y otros no, y por qué en determinados momentos la combustión cesaba, o se expandía como un incendio. Aristóteles, universal y omnipresente en todas las cosas que tienen que ver con esta humana costumbre de hacer ciencia, había postulado cuatro principios, uno de los cuales era el fuego; pero los cuatro principios de Aristóteles habían sido desechados por Paracelso (1493-1541), despreciados por Robert Boyle (1627–1691) y desestimados por Van Helmont (1577-1644), que restableció como elemento originario el agua, volviendo así a la fuente (literalmente) de donde manaba la ciencia occidental: Tales de Mileto, que sostenía, allá en el siglo V a.C. que el agua era el principio activo de la materia toda.
Georg Ernst Stahl (1660-1734), siguiendo a su maestro Becher (1635-1682), creyó que las sustancias estaban formadas por tres tipos de “tierra”, más el agua y el aire. A una de las tres tierras, aquella que Becher había llamado “combustible”, la rebautizó como flogisto (del griego, que significa “quemado” o “llama”), al que le asignó el noble y supremo propósito de ser el agente y el sostén de la combustión. La combustión, según Stahl, consistía en un intercambio de flogisto, que fluía entre los materiales con la soltura (aunque con más calor) del éter; quemarse era dejar escapar flogisto (que como un humo invisible se mezclaba con el aire), y lo que un químico moderno llamaría reducción consistía en incorporar el flogisto flotante como para tenerlo listo para una nueva combustión.
Extraña sustancia este flogisto de Stahl, por lo menos para nuestros ojos: en principio no podía ser aislado (y por lo tanto tenía la cualidad extraña del alcahesto de Van Helmont, un solvente universal, que tenía la propiedad de volver cualquiera de las sustancias al agua original, y que, obviamente, no podía ser retenido en ningún recipiente). Tampoco estaba en ninguno de los tres estados de la materia: ni líquido, ni sólido, ni gaseoso.
Sin embargo, la teoría del flogisto de Stahl explicaba casi todos los hechos conocidos entonces sobre la combustión. La combustión, obviamente, terminaba porque se agotaba el flogisto presente en el combustible y porque un volumen determinado de aire podía absorber una cierta cantidad de flogisto y no más. Cuando el aire se saturaba (se convertía en aire flogistizado), la combustión cesaba. Stahl supuso que el flogisto era absorbido por las plantas, como lo probaban las propiedades combustibles de la madera; había un ciclo del flogisto en la naturaleza, y el ciclo delflogisto era el lazo principal entre los tres reinos naturales. Stahl se dio cuenta de que el aire era necesario para lograr la combustión pero, según él, cumplía un rol de simple catalizador, ya que el flogisto no se desprendería en el vacío. A mediados del siglo XVIII, la doctrina del flogisto era ampliamente aceptada y presidió los trabajos de Joseph Priestley (1733-1804), descubridor del oxígeno al que llamó “aire deflogisticado”, y de Henry Cavendish (1731-1810), que logró la síntesis del agua.
Pero la doctrina del flogisto tenía algunos puntos flojos. Por empezar, los metales calcinados que deberían liberar flogisto resultaban más pesados que los metales de origen. Frente a lo cual algunos seguidores de Stahl propusieron una solución simple: concluyeron que el flogisto tiene en su naturaleza el ir hacia arriba (como el fuego al que forma) y por lo tanto el objeto del cual se desprenden se vuelve más pesado. Esto es, ¡el flogisto tenía peso negativo! Y eso, muy cerca del siglo XIX. Con esta misma lógica, cada vez que surgía una dificultad teórica, se agregaba un ad hoc que permitiera salvarla.
Pero el principal escollo teórico del flogisto es que no existía. El que enfrentó decididamente el problema y lo derrotó fue Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794). En realidad no era cosa del otro mundo derrotar al flogisto, puesto que el flogisto no existía, pero igual tiene su mérito. Lavoisier, antes de ser guillotinado por los revolucionarios franceses, demostró que la combustión no consistía en la emisión de flogisto sino en la incorporación de oxígeno, y así, con su teoría de la combustión, inició la revolución química que daría finalmente la química moderna. El flogisto, tras breve lucha, puso término a su exigua vida, y se retiró a donde quiera que van a parar las sustancias que no existen.