Un viaje de ida
Por Alicia Marconi
En 1997, un millón y medio de norteamericanos –el 0,7 por ciento de la población mayor de 12 años de ese país– admitió consumir cocaína. Una cifra para nada despreciable tratándose de una encuesta domiciliaria realizada por el mismísimo Instituto Nacional de Abuso de Drogas (NIDA, originalmente National Institute on Drug Abuse) de los Estados Unidos, lo que ha llevado a pensar que allí el número de consumidores habituales rondaría los 3,6 millones de personas.
Y aunque hoy cifras como éstas ponen a los funcionarios de salud pública con los pelos de punta, pocos saben que casi un siglo y medio atrás la cocaína junto a otros productos (elixires, tónicos, ungüentos, etcétera) obtenidos de la hoja de la coca eran considerados una panacea, capaz de aliviar numerosas dolencias, desde el dolor de estómago hasta la adicción a la morfina, equivalente por sus múltiples indicaciones a las que posee en la actualidad la aspirina.
Famosos escritores, psicoanalistas, científicos, príncipes, reyes, presidentes, y hasta algún que otro Papa supieron no escatimar elogios para los derivados de la coca. Sigmund Freud, por citar uno, escribió: “La cocaína es un estimulante mucho más vigoroso y menos dañino que el alcohol (...). El efecto consiste en optimismo y una duradera euforia, que no se diferencia de lo normal en una persona sana”.
Incluso en nuestros días, la cocaína es una droga colocada por las autoridades norteamericanas en la Lista II (Schedule II), explica un documento del NIDA, “lo que significa que se considera que hay un gran potencial para su abuso, pero que puede ser administrada por un médico para usos médicos legítimos, o sea, como anestesia local para ciertos tipos de cirugía de los ojos, los oídos y la garganta”.
De los Andes a la Universidad de Gotinga
“La planta de la coca (Erythroxylum coca) es un arbusto que crece hasta una altura típica de un metro. Mascar sus hojas constituye una práctica tradicional en una amplia zona de Centroamérica, a los largo de los Andes y de la región del Amazonas”, escribe Richard Rudgley, en su Enciclopedia de las sustancias psicoactivas (Paidós, 1999). Los incas, por ejemplo, consideraban que les habían sido “regaladas al hombre para saciar al hambriento, reanimar al cansado, reforzar al débil y hacer olvidar sus pesares al desdichado”.
“La planta ejerció notable influjo sobre muchas culturas nativas, y trató de ser monopolizada por los incas para uso palaciego”, cuenta Antonio Escohotado en su libro Aprendiendo de las drogas (Anagrama, 1995). Pero existen evidencias de un uso previo a los incas: “Las cerámicas mochicas de Perú, de aproximadamente el año 500, se decoraban a menudo con motivos que indican claramente el uso de la coca”, reseña Rudgley.
Los primeros en cuestionar el uso de la coca fueron los conquistadores, aunque poco habrían de permanecer en esa actitud. “Tras un anatema inicial de los eclesiásticos, que tenían por apóstata el consumo de coca, las rentas derivadas de tasar el tráfico hicieron que la corte reconsiderase el asunto; en 1573, el virrey Francisco de Toledo transforma la prohibición en gravamen fiscal, decretando que un diezmo del mismo pase a las sedes episcopales de Lima y Cuzco”, refiere Escohotado. Precedidas por seductores relatos sobre sus supuestas propiedades cuasimedicinales, ya en el siglo XIX, las hojas de coca emprenden su viaje del nuevo al viejo mundo para saltar al estrellato. En 1860, Albert Niemmann, un químico de la Universidad de Gotinga (Alemania), logró aislar un alcaloide psicoactivo (uno de los catorce presentes en la hoja de coca), tras un procedimiento en el que empleó alcohol, ácido sulfúrico, bicarbonato sódico y éter. Lo llamó cocaína.
Un vino para paladares selectos
Poco tiempo después, rememora Rudgley, “Carol Koller descubrió su uso como anestésico local y desde entonces la cocaína se convirtió en una importante droga medicinal. Desde 1860 en adelante, las cualidades estimulantes y placenteras tanto de la coca como de la cocaína dieron como resultado distintas preparaciones que se lanzaron al mercado internacional”.
Cigarrillos, ungüentos, aerosoles nasales, tónicos y elixires. Aunque no cabe duda de que por aquellos años fue el “Vin Mariani” (Vino Mariani) el que habría de dar a conocer al mundo las virtudes de la coca. Este fue lanzado a la venta en 1863 por el químico corso Angelo Mariani, quien padecía una real fascinación por la coca y su tradición, que lo llevaba a cultivar la planta en su propio huerto y a coleccionar artefactos incas relacionados con su uso.
Tal fue la fama que alcanzó esta bebida que se preparaba macerando hojas selectas de coca en vino, que en la actualidad la biblioteca del British Museum alberga trece volúmenes con elogios al Vin Mariani de personalidades de la época. La lista sería interminable, pero bien vale la pena un resumen: la reina Victoria, el rey Alfonso XIII de España, el sha de Persia, Alejandro Dumas, Julio Verne, Thomas Edison, los hermanos Lumière, el papa Pío X o León XII, quien otorgó a Mariani una medalla de oro en agradecimiento.
Zadoc Khan, un prominente rabino francés, escribió: “Mi conversión es total. ¡Bienaventurado el vino de Mariani!”. Según Rudgley, “sus propiedades estimulantes lo convirtieron en el favorito de Louis Blériot, el primer hombre que voló a través del canal de la Mancha, que llevó consigo en su vuelo un frasco de vino Mariani. El doctor Jean Charcot, que dirigió la expedición antártica francesa de 1903, expresó su plan de llevar consigo un suministro del vino en su difícil viaje”.
El éxito obtenido por Mariani, dicen las malas lenguas, fue el que tentó a Styth Pemberton, un ignoto farmacéutico de Georgia, Estados Unidos, a crear en 1886 la Coca-Cola. Aunque en la actualidad esta bebida de consumo universal sigue mixturando cafeína, cola y un extracto de una variedad específica de la coca procedente de Ecuador (Erythroxylon novogranatense) que aporta el aroma singular, desde 1906 ya no contiene cocaína.
¿Pesimista? ¿Abatido? ¿Probó con cocaina?
“No pierda tiempo, sea feliz; si se siente pesimista, abatido, solicite cocaína”, rezaba uno de las tantas publicidades con las que las empresas farmacéuticas ofrecían su producto a fines del siglo XIX. “Poco después (de su descubrimiento) médicos y laboratorios recomiendan ya la cocaína como buen alimento para los nervios, para combatir hábitos de alcohol, opio o morfina, e incluso para conceder sempiterna vitalidad y hermosura a las damas”, escribe Escohotado.
Lo cierto es que, merced al mencionado hallazgo de Koller, “su empleo como anestésico local había revolucionado la cirugía menor (inaugurando la posibilidad de operar el ojo) no menos que la odontología, y los consumidores más regulares pertenecían al estamento terapéutico; en 1901, por ejemplo, se calcula que el 30 por ciento de los cocainómanos inveterados en Estados Unidos son dentistas”. Muchos han visto en el clásico Dr. Jekill y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, una metáfora del abuso de la cocaína por parte de la comunidad médica. Curiosamente, los estudiosos de su obra afirman que escribió esa novela de 60.000 palabras en seis días y sus noches, en octubre de 1885, bajo el influjo de la cocaína; quizás el dato más curioso es que al tercer día Stevenson rompió el manuscrito y... empezó de nuevo.
“Diversos escritos de Freud contribuyeron decisivamente a la popularidad del fármaco, ya que hasta él nadie había estudiado con tanta minuciosidad la literatura científica. Hacia 1890, cuando se descubre la posibilidad de inhalar la droga en polvo (previamente se empleaba en forma subcutánea, intramuscular, intravenosa y oral), los usuarios pertenecían a todos los estratos sociales”, relata Escohotado.
David Courtwright, un historiador de la cocaína, autor de El alza y baja y alza de la cocaína en los Estados Unidos, sitúa algunos años antes, alrededor de 1880, el comienzo de la que parece haber sido la primera “epidemia” de cocaína en ese país, que habría de extenderse hasta fines de los años veinte, cuando su uso recreacional es desplazado por las anfetaminas. Recién en 1914 los Estados Unidos deciden prohibir su consumo.
El revival de la cocaína se produce en la década de los setenta, en la que se la presenta envuelta en glamour, sofisticación y clase. “Se describía como la droga del rico y fue popular en los medios de comunicación y en los círculos de la música moderna –escribe Rudgley–. Canciones como Cocaine de J. J. Cale (posteriormente versionada por Eric Clapton) demostraban la actitud condescendiente hacia la droga en esa época.”
Luego, los ochenta marcaron el momento máximo de consumo de cocaína, según estadísticas del Instituto Nacional de Abuso de Drogas de Estados Unidos. En 1985, por ejemplo, el número de adictos en ese país llegó a los 5,7 millones, para luego caer (como mencionamos al comienzo) a 3,7 millones a mediados de la década de los noventa.
Hoy, la cocaína, que alguna vez supo seducir a literatos, reyes, papas, médicos y padres del psicoanálisis, compite con sustancias de moda, como el éxtasis, y con drogas legales de diversa índole. El aire a panacea quedó en el camino, tan sólo quedan su dañino impacto sobre el organismo que alguna vez fue considerado sólo el efecto secundario de una droga milagrosa.
Línea de asistencia gratuita de la Secretaría de Lucha contra las Drogas de la Nación: 0-800-222-1133. Página web: www.sedronar.gov.ar
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