Sábado, 15 de noviembre de 2003 | Hoy
CIENCIA FORENSE
Cualquiera que haya visto
alguna vez una serie policial o de detectives, de las que abundan últimamente
en televisión, sabe que el asesino/violador/ladrón, en fin, el
criminal, tarde o temprano cae, sea como sea. Todo juega en su contra: algún
testigo que aparece a última hora, un cómplice que abre la boca,
una brigada bien pagada de ávidos policías que aprieta a todos
los que tiene que apretar y, sobre todo, un variopinto conjunto de investigadores
de guardapolvo blanco capaces de hacer hablar a cuanta pequeña pieza
de evidencia caiga bajo su microscopio.
Así cualquiera resuelve un caso. La verdad es que de la televisión
a la realidad hay un trecho bastante largo, y obviamente, no siempre hay un
final feliz. No todos los delincuentes son puestos tras las rejas y más
que un inocente es inculpado. De todos modos, hay algo que aplaca la desesperación:
la ciencia sale cada vez más seguido a resolver los más intrincados
casos.
Un ejército de antropólogos, entomólogos, químicos,
físicos, patólogos, odontólogos, biólogos, psiquiatras,
psicólogos, zoólogos y botánicos se une a las huestes de
los criminalistas para coincidir al unísono en que el crimen no paga.
Los coleccionistas de
huesos
Los criminales casi siempre dejan su sello personal en la escena. Un pelo, una
colilla de un cigarrillo, fibras de ropa, restos de piel bajo una uña,
una gota de saliva o de sangre bastan a los policías científicos
para resolver el caso. Para ellos no hay crimen perfecto: siempre hay testigos
(vivos o muertos) que revelan el cómo, cuándo y dónde de
un crimen. El primer paso consiste en identificar a la víctima. De eso
se ocupan los antropólogos forenses: cuando se encuentra solamente un
esqueleto, estos científicos son capaces de determinar la identidad de
la víctima (sexo, edad, raza y estatura) a partir de la forma y tamaño
de los huesos. A veces basta un pequeño trozo de fémur para reconstruir
el crimen (el color de los huesos, por ejemplo, indica si un cuerpo estuvo enterrado
o a la intemperie), esclarecer un asesinato, fechar una muerte y determinar
sus causas. En ellos se puede detectar la pericia o inexperiencia del homicida
y ayudar a armar un perfil. Un descuartizador, por ejemplo, deja huellas del
arma blanca incrustada en los huesos, articulaciones y extremidades a partir
de las cuales se puede decir si tenía o no conocimientos quirúrgicos.
El panorama se completa con la ayuda de los odontólogos forenses que
no sólo identifican piezas dentarias de las víctimas, sino que
comparan la forma del mordisco en el cuerpo del muerto con la dentadura del
sospechoso incrementando las pruebas culpatorias (de esta manera se atrapó
al famoso asesino en serie Ted Bundy).
Cadaveres exquisitos
Hasta no hace mucho, residuos de pólvora, exámenes de balística,
análisis de armas de fuego, armas blancas y huellas dactilares eran de
lo único que se valían los criminalistas para unir las piezas
del rompecabezas. Sin embargo, algo faltaba. Ninguno de estos procedimientos
era capaz de develar un dato clave para la investigación: la hora de
muerte. La respuesta vendría del lado de la naturaleza. Así es:
los insectos hallados en la escena de un crimen son grandes delatores y pueden,
aunque no lo sepan, hacer justicia.Cuando un individuo muere, en casi diez minutos
moscas azules y verdes (la más común es la especie Diptera, familias
Calliphoridae y Sarcophagidae), atraídas por la sangre, los líquidos
y gases formados en el proceso de putrefacción, depositan sus huevos
en boca, ojos, nariz, y oídos (si la víctima estaba desnuda, en
los órganos genitales y ano). Después los huevos se convierten
en larvas, luego crisálidas y finalmente en moscas. Comprobando la edad
de los insectos, los entomólogos forenses pueden tener idea del intervalo
post mortem, o sea, el tiempo transcurrido desde que el individuo murió
hasta que se encontró su cadáver.
Cada miembro de la fauna cadavérica se une al festín
a una hora determinada. La polilla Aglossa pinguinalis y el coleóptero
Dermestes lo hacen a los diez meses del deceso y el escarabajo Hister cadaverine,
entre los 24 a 48 meses. Lo único que queda casi intacto son los tejidos
con queratina: uñas y cabello.
Atrapado por los genes
Como en todo campo profesional, en las ciencias forenses hay un área
que descuella, más que nada por la cantidad de éxitos cosechados.
Se trata de la genética. A partir de una mancha de semen, una gota de
sangre, saliva o un pelo, los científicos pueden armar una huella
genética del sospechoso. No hay dos personas con el mismo código
genético, salvo los gemelos de un mismo óvulo. Y si la muestra
está degradada o es muy pequeña, con una máquina PCR (Partículas
Cadena Polimerasa) se obtienen miles de copias de moléculas de ADN.
Pero así como inculpa, el ADN exonera. La organización Innocence
Project de la Escuela de Leyes Benjamin Cardozo de Nueva York (Estados Unidos)
ya ayudó a 95 personas a demostrar, mediante pruebas de ADN, que eran
inocentes y que las habían encarcelado injustamente.
Las pruebas del crimen no se agotan ahí. Análisis de la composición
química de manchas de sudor, manchas de barro pegadas a la suela de un
zapato y la detección de residuos de disparos de arma de fuegos (nitrato
y nitrito) en la piel del sospechoso a través de la llamada electroforesis
de capilaridad, son apenas algunos de los otros caminos posibles que los
adalides contra el crimen pueden tomar.
De haber existido, Hércules Poirot y el padre Brown (creaciones de Agatha
Christie y G. K. Chesterton, respectivamente) se habrían deleitado con
estos chiches tecnológicos. Ni hablar de Sherlock Holmes (el hiperlógico
y cocainómano detective creado por Arthur Conan Doyle inspirándose
en su profesor de medicina, el doctor escocés Joseph Bell). Aunque todo
velo victoriano se hubiera esfumado. Eso sí: su archienemigo, el Profesor
Moriarty, no se le habría escapado tan seguido.
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