Sábado, 6 de marzo de 2004 | Hoy
Si Copenhague (la obra de Michael Frayn) hubiese sido una tragedia
griega, el físico Leo Szilard (1898-1964) habría merecido estar
en la primera fila del coro.
El húngaro Szilard imaginó en 1934 las reacciones nucleares en
cadena, pero no quiso patentar el proceso porque había leído a
H.G. Wells y temía una guerra atómica. Más tarde cambió
de idea y fue uno de los promotores del proyecto Manhattan. Después de
Hiroshima, Szilard volvió a tener miedo, y durante un tiempo anduvo por
los medios abogando por las aplicaciones pacíficas de la energía
nuclear. También escribió algunas historias de ciencia ficción
(La voz de los delfines, 1961) donde aprovechó para ironizar sobre el
mundo de la ciencia.
Hace cincuenta años, Szilard escribió el cuento La Fundación
Mark Gable, cuyo protagonista despertaba a mediados del siglo XXI después
de cien años de suspensión criónica. Descubría que
el congelamiento se había hecho popular e incluso había sido adoptado
para hacer frente a la desocupación; se retiraba del mercado a todos
aquellos que no tenían posibilidad de conseguir empleo y se ponía
al resto a cuidarlos.
En un cóctel, el resucitado conocía a un millonario llamado Mark
Gable, que había donado parte de su fortuna a una Fundación. Gable
se había propuesto frenar el progreso de la ciencia, hasta tanto se resolvieran
los problemas que había creado.
La idea de Gable era saturar de recursos a la comunidad científica, mandando
a los investigadores más creativos a los comités evaluadores,
con altísimos sueldos, y repartiendo cuantiosos premios para los mejores
trabajos publicados. Con eso pensaba sacar de circulación a los mejores
cerebros, distrayéndolos con el papeleo y las comisiones, y forzar a
los jóvenes talentos a trabajar sólo en aquellos temas que los
comités estaban dispuestos a premiar. A corto plazo, estimaba, la ciencia
se transformaría en una suerte de deporte, la creatividad languidecería
y los mediocres terminarían por dominarlo todo. Precisamente ésa
era la intención de Gable. Es obvio que Szilard conocía las cosas
por dentro; cualquier parecido con ciertas realidades no era coincidencia.
La ciencia amateur
En sus cinco siglos de historia, la ciencia moderna atravesó los mismos
estadios evolutivos que otras actividades sociales: del amateur al profesional,
del artesano al obrero, del potrero al estadio.
El recordado Jorge Sabato sostenía que al pasar de la vocación
al profesionalismo la actividad científica se había ido industrializando.
Eso que todavía seguimos llamando “laboratorios” eran en
realidad fábricas de ciencia y tecnología; y los investigadores,
asalariados de lujo. Se trataba de una mutación bastante reciente, que
apenas se remontaba a la segunda posguerra mundial.
Recordemos que la actividad científica había sido orgullosamente
amateur entre los griegos. Platón execraba a los sofistas por ser profesores
rentados, y los pitagóricos echaron al matemático Hipócrates
de Quíos por cobrar sus lecciones.
En el Medioevo, los hombres de ciencia como Roger Bacon, el Cardenal de Cusa
y Copérnico vivían en general de sus oficios eclesiásticos,
y durante el Renacimiento recurrían a algún mecenas para “ganarse
el sustento”, como decía Leonardo. Los mejores evitaban las universidades,
porque eran experimentadores, y el método de lectura y comentario de
textos les resultaba absurdo. Tampoco eran muy estimados, si consideramos que
Galileo ganaba apenas 60 escudos al año en la Universidad de Pisa (el
olvidado profesor Mercurialis ganaba 2 mil) y sobrevivía alquilando cuartos
a estudiantes y vendiendo instrumentos o productos de granja.
Unas décadas más tarde, las cosas estaban cambiando y Newton,
que era profesor universitario, presidía aquella Royal Society (1662)
que había comenzado como un esotérico “Colegio invisible”,
pero ya contaba con reconocimiento estatal.
Profesión: científico
El científico comenzó a profesionalizarse cuando Colbert, el poderoso
ministro de Luis XIV, quiso acercar a la universidad esa nueva clase de investigadores
que acababa de surgir.
Colbert (asesorado por Marin Mersenne) pensaba que así como el Estado
financiaba a las academias de letras y artes, también debía sostener
a los científicos. Así fue como en 1666 fundó la Academia
de Ciencias de París.
También Federico II (inspirado por Leibniz) creó la Academia de
Berlín, en 1700. Los rusos lo hicieron con Pedro el Grande en 1724 y
los suecos en 1739.
Un salto cualitativo se daría en esa Escuela Politécnica de París
que fundó Napoleón sobre la base de una academia de ingenieros
militares, y serviría de modelo para los politécnicos alemanes
y austríacos, donde nació la industria química moderna.
En la Politécnica casi todos los docentes eran investigadores. Entre
los profesores había gente como Monge, Lagrange, Cauchy, Gay-Lussac,
Carnot, Arago, Fresnel y Ampère. Estaban bien remunerados, pero no tenían
obligación de rendir cuentas de sus investigaciones. Era la época
en que Pasteur sostenía que “no existe ciencia aplicada sino aplicaciones
de la ciencia”, pero las aplicaciones florecían. Cuando Napoleón
tuvo que afrontar el bloqueo que cerraba las importaciones, convocó a
sus químicos y ellos respondieron extrayendo azúcar de la remolacha
y creando los sucedáneos del café.
El investigador, que aún seguía llamándose “filósofo
natural”, ya estaba necesitando un nombre propio. “Algunos ingeniosos
caballeros” de la Asociación Británica para el Progreso
de las Ciencias propusieron en 1834 que así como se hablaba de “artistas”
era justo designar como “cientistas” a quienes se dedicaban a la
ciencia. La denominación scientist (científico) fue consagrada
en 1840 por Whewell, uno de los primeros epistemólogos.
Pero el “científico” seguía siendo a grandes rasgos
un amateur, aunque estaba rentado por el Estado. Muy distinto fue lo que propuso
Edison para sus laboratorios de I+D de Menlo Park y West Orange. Para Edison,
la ciencia aplicada era un negocio, y había que inventar cosas que tuvieran
utilidad comercial. La autoridad del investigador comenzaba a medirse en patentes,
o a lo sumo en publicaciones debidamente certificadas por sus pares.
La máquina
de Bush
Pasaron dos guerras mundiales, donde la tecnología y la ciencia aplicada
jugaron un papel decisivo. La segunda tuvo un dramático final a partir
de aquella carta promovida por Szilard y firmada por Einstein, donde se llamaba
a establecer “una relación permanente entre el Estado y los físicos
nucleares” para alcanzar la victoria.
En lo personal, Einstein era tan clásico como Newton. Opinaba que “nadie
puede ordenarles a los científicos que descubran o inventen algo, yhacerles
sentir incómodos cuando reciban dinero por nada”. Pero la necesidad
parecía obligar a dejar atrás todos los reparos.
Fue así como el proyecto Manhattan introdujo un nuevo tipo de científico
a sueldo, con actividad planificada, medición de rendimientos, rendición
de cuentas y un gerenciamiento al estilo de las grandes corporaciones.
El artífice de este nuevo y exitoso sistema destinado a la producción
industrial del conocimiento científico fue el ingeniero Vannevar Bush
(1890-1974).
Bush no era un teórico: tenía cuarenta patentes en su haber y
en 1930 había desarrollado una interesante calculadora analógica.
En un artículo programático de 1945 (Ciencia: la frontera infinita)
llamaba a organizar a los científicos que iban a quedar desmovilizados
tras la guerra. Pensaba que la ciencia estaba perdiendo impulso y sufría
de superespecialización, para lo cual invitaba a fundar una ciencia de
la información y del management científico.
A pesar de la defensa que Bush hacía de la ciencia básica, el
espíritu de Menlo Park había llegado a la Casa Blanca. Roosevelt
puso a Bush al frente de la Oficina de Investigación y Desarrollo, que
controlaba una población de 30 mil científicos, incluyendo los
nucleares. Pasó el gobierno de Truman, que no apoyaba la iniciativa,
pero Eisenhower avanzó por el mismo camino al crear la agencia ARPA,
de la cual nacerían la NASA, la Comisión de Energía Atómica
y hasta la Internet.
Hasta los años ‘60, las investigaciones del complejo militar-industrial
fueron las que gozaron de la mayor financiación. Luego vino una etapa
de “medicalización” cuando Nixon le declaró la guerra
al cáncer en 1971, pero el impulso inicial se sostuvo hasta la llegada
de Reagan.
En 1989 hubo que diseñar un nuevo Plan de Tecnologías Críticas,
con una orientación pragmática, destinada a sostener el liderazgo
tecnológico norteamericano, que tendía nuevamente a relegar las
investigaciones de ciencia “pura”.
De más está decir que el sistema norteamericano ha sido exitoso,
si lo medimos con indicadores tales como la cantidad de premios Nobel. Los norteamericanos,
que recibieron su primer Nobel en 1907, tuvieron veinte entre 1932 y 1941, superaron
a los europeos en los ‘50 y alcanzaron el record absoluto entre 1972 y
1981, con 45 premios.
En los ‘80, sin embargo, los Nobel decrecieron y en 1991 los Estados Unidos
no obtuvieron ninguno. En la década siguiente retomaron el impulso, aunque
sin alcanzar los niveles de los ‘70.
En 1991, el Nobel Leon Lederman, de la Asociación para el Progreso de
las Ciencias, hizo sonar otra alarma. No sólo disminuían los Nobel
sino la cantidad de científicos graduados. En 1986, Estados Unidos había
importado más tecnología de punta de la que exportaba, y en 1989
las empresas que registraron más patentes habían sido las japonesas
Canon, Toshiba e Hitachi.
Publica o muere
El sistema norteamericano parece fundarse en una premisa: muchos mediocres,
con una buena gestión y una metodología rigurosa, pueden ser más
efectivos que un genio. Su pragmatismo pone en segundo plano la investigación
básica, mide los resultados en patentes y cantidad de papers publicados
y orienta la investigación del modo más efectivo, decidiendo la
asignación de fondos.
Cuando el poder se concentra en los funcionarios que reparten el presupuesto,
la tendencia a la burocratización se hace inevitable: gana aquel que
elige los temas que pueden seducir al Estado o al sponsor, quien presenta mejor
la propuesta, se ajusta a la normativa burocrática o garantiza el mejor
gerenciamiento. Cuando los que pesan son los comités de pares, la evaluación
le dará más peso a la cantidad de publicaciones (no siempre a
su calidad), y al prestigio profesional de quien presenta la propuesta, quien
debe ser capaz de demostrar que domina el tema, aunque no es necesario que haya
tenido una idea brillante.
Para decirlo en términos de Kuhn, los comités sostienen la “ciencia
normal” y desconfían de las ideas revolucionarias. En otra época
habrían defendido al flogisto, los epiciclos o el éter y habrían
desalentado a gente como Galileo y Darwin. ¿Quién hubiera financiado
a Kepler, que se pasó dos décadas siguiendo una hipótesis
errónea?
El propio juicio de pares, como garantía de objetividad y justicia, ha
sido cuestionado, teniendo en cuenta casos como el de Rosalyn Yalow, que obtuvo
el Nobel 1977 por sus investigaciones sobre radioinmunología. Su trabajo
original fue rechazado por dos prestigiosas revistas mediante una soberbia apología
de la mediocridad: “Las personas verdaderamente imaginativas y creativas
no pueden ser juzgadas por sus pares, porque no los tienen”.
Hecha la ley,
hecha la trampa
El sistema creado por Vannevar Bush funcionó hasta fines de los ‘60,
cuando los recursos eran relativamente abundantes para la cantidad de investigadores
activos, y la mayoría de los proyectos obtenía subvenciones.
Fue por aquellos años que Derek de Solla Price fundó la “cientometría”,
una disciplina destinada a medir la actividad científica. Price observó
que los científicos tenían una tasa de crecimiento superior a
la del resto de la humanidad, y estimaba que luego de una etapa de crecimiento
exponencial la población científica estaba llegando a la saturación.
Calculó que esta etapa se alcanzaría entre 1993 y el 2008.
Según Price, el crecimiento exponencial llevaba inevitablemente al predominio
de los mediocres. Al igual que en cualquier población, el talento de
los científicos se distribuye según una curva gaussiana: los ineptos
y los genios son siempre una minoría, de manera que a medida que la población
crece, hay más mediocres, y ellos son los que acaban por tomar las decisiones.
Como por definición no son creativos y están sometidos a una dura
competencia por los recursos, cada vez son más los que recurren al fraude,
al plagio o a las más variadas artimañas.
Algunos investigadores genuinos logran evitar las trabas burocráticas
pidiendo financiación para proyectos que ya han realizado, pero no han
llegado a publicar. Como ya conocen los resultados de las experiencias, presentan
propuestas convincentes y obtienen los fondos, que luego destinan a investigaciones
más originales.
Análogamente, hay autores que escriben una novela a la medida del jurado
de los grandes premios literarios, o mueven influencias para ganarlos. En el
mejor de los casos aprovechan la bonanza económica para escribir su libro,
pero en general comienzan a repetirse y degeneran en meros opinadores multimediales.
En la actualidad hay más de un millón de científicos en
Estados Unidos, y el crecimiento de los presupuestos ha dejado de ser exponencial.
La competencia ha llegado a ser feroz, y genera una inevitable cuota de corrupción.
Hay quien plagia o inventa los resultados de experiencias que jamás ha
realizado, y quien recurre a la clonación para publicar el mismo artículo
con distintos títulos sólo para acumular publicaciones. Todo eso
no se hace sin complicidad, lo cual arroja la sombra de la duda sobre los comités
de evaluación y las revistas, tal como lo puso de manifiesto el escándalo
Sokal. El primero que tuvo el desenfado de confesar las artimañas con
las cuales había llegado al Nobel fue James Watson. En su libro Jim el
Honrado, versión preliminar de La doble hélice (1968) que Harvard
se negó a publicar y sus colegas Crick y Wilkins desautorizaron, Watson
confesaba haber recurrido a los encantos de su hermana para acercarse a Wilkins,
y haber espiado a Linus Pauling y a sus competidores. Algunos lo acusan incluso
de haber saqueado los trabajos de Rosalind Franklin.
Lo que parece haber crecido en forma exponencial es el fraude, al punto que
en 1989 se hizo necesario crear una Oficina de Integridad Científica
y numerosos comités de ética. Los fraudbusters (caza-fraudes)
proliferan entre los periodistas de investigación que aspiran a la fama,
y no dejan de extralimitarse.
El problema del fraude no alcanza las mismas proporciones en los países
europeos o en Japón, quizás porque los presupuestos son menores
y la competencia se ve reducida.
Aparentemente se trata de un problema de escala: el sistema norteamericano es
demasiado grande y ofrece empleos codiciables por su estabilidad y su alto nivel
salarial en un mercado donde abundan los empleos precarios. De tan pragmático,
el sistema se ha vuelto ineficiente.
Si el aparato norteamericano se mantiene en funcionamiento y obtiene resultados
es gracias a las enormes inversiones que están en juego. No es el producto
final de un sistema educativo integral; se alimenta de la creatividad y el talento
de los países periféricos, al punto que pocos de los Nobel norteamericanos
son nativos de Estados Unidos. Constituyen una población tan cosmopolita
como esas tropas imperiales que hoy ocupan la Sumeria, con nombres tan poco
anglosajones como “Sánchez” o “Rodríguez”.
El viejo Szilard habría lamentado que sus palabras resultaran tan proféticas.
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