Sábado, 27 de marzo de 2004 | Hoy
“La pobreza y la enfermedad forman un círculo vicioso. Existe evidencia de que una buena salud es prerrequisito para el desarrollo y que, sin una buena salud, las comunidades pobres no pueden realizar un completo aprovechamiento de las oportunidades del desarrollo.”
51ª sesión del Comité Regional Europeo de la Organización
Mundial de la Salud. Madrid, Septiembre 10-13, 2001.
Por Alicia Marconi
Pobreza como fuente de peligros medioambientales; pobreza como
causante directo de desnutrición, malnutrición e intoxicaciones
alimentarias; pobreza como obstáculo para el acceso a la educación
y a la información; pobreza como barrera para recibir un adecuado cuidado
de la salud... Y viceversa. Así como la pobreza es considerada en la
actualidad el principal determinante negativo de salud, su resultado directo,
la enfermedad, conduce a la pobreza al reducir las capacidades productivas de
los individuos.
“La pobreza –ya sea definida por los ingresos, el status socioeconómico,
las condiciones de vida o el nivel educacional– es el más importante
determinante de enfermedad –señala el informe ‘Pobreza y
salud’, elaborado por una comisión de la Organización Mundial
de la Salud (OMS)–. Vivir
en condiciones de pobreza está asociado con una menor expectativa de
vida, una mayor mortalidad infantil, una pobre salud reproductiva, tasas más
elevadas de enfermedades infecciosas y de abuso de sustancias nocivas, mayor
riesgo de afecciones no contagiosas, depresión y suicidio, y un incremento
de la exposición a riesgos ambientales.”
En este círculo vicioso del que pocos salen y muchos entran, los que
llevan las de perder son, como es de esperar, aquellos que por una u otra razón
menos tienen –o se les niegan– las herramientas para capear la tragedia
cotidiana que dispensa la pobreza. Los ancianos, las mujeres, los integrantes
de poblaciones minoritarias marginadas (como los aborígenes) pero, muy
especialmente, los niños, son los que cargan sobre sus espaldas con los
efectos sobre la salud más profundos y duraderos de la indigencia.
Eso es, por ejemplo, lo que demuestra un estudio realizado hace algunos años
por investigadores ingleses (Colhoun, H & Prescott-Clarke, P. Health Survey
for England 1994. Londres, HMSO, 1996), que evaluó el impacto diferencial
de la pobreza sobre varones y mujeres de diferente status socioeconómico.
Mientras que la enfermedad cardiovascular isquémica –principal
causa de muerte en el mundo desarrollado– afectaba al 5,1% de los varones
de clase alta y al 6,4% de los varones de clase baja, entre las mujeres la brecha
era aún mucho mayor: 1,8% para las mujeres del extremo superior de la
pirámide social contra un 7,2% en su base.
Pero estudios como este sólo aportan una imagen estática, casi
fotográfica, del desigual y complejo impacto de la pobreza. En contraste,
situaciones de crisis socioeconómica como las que atravesó (y
atraviesa) la Argentina constituyen una suerte de ensayo de laboratorio que
permitecontemplar en un período extremadamente reducido y en un escenario
acotado cómo la pobreza degrada indefectiblemente las condiciones de
salud de una población.
“El efecto que producen los deterioros económicos y sociales sobre
la salud es conocido –señala Mario Rouere, de Democracia, Ciudadanía
y Derecho a la Salud (DeCiDeS)-. Sin embargo, son escasos los estudios que pueden
medir la dimensión de los daños y deterioros en términos
de mortalidad que se producen en una población sometida a estas circunstancias.”
Veamos entonces las conclusiones a las que arribó este investigador tras
analizar los efectos de la crisis 2001-2002 sobre las tasas de mortalidad de
la Argentina.
MORTALIDAD INFANTIL 2001-2002:
UN CASO TESTIGO
“Es importante mencionar que cuando realizamos comparaciones tomando las
cifras de 2001 como si fuera un año normal o `año de base’
estamos siendo benignos al elegir un año que ya incluía las consecuencias
de cuatro años de estancamiento económico y una década
de deterioro social”, aclara Rouere antes de poner sobre la mesa los resultados
de su estudio sobre el impacto de la crisis socioeconómica del binomio
2001-2002 sobre la salud de los argentinos.
“Los sucesos que se desencadenan en diciembre de 2001 y se continúan
hasta bien avanzado 2002 constituyen una de las crisis sociales, políticas
y económicas más notables de la historia contemporánea
–señala–. Los graves problemas de gobernabilidad, la pérdida
de legitimidad del sistema de representación política, el default
y la devaluación desordenada afectó la salud en múltiples
formas”, a partir de “la pérdida de fuentes de trabajo, la
capacidad adquisitiva de los asalariados, el desabastecimiento alimentario y
el aumento de precios de la canasta básica.”
El resultado casi inmediato de esta crisis socioeconómica fue la caída
de miles de argentinos por debajo de la llamada línea de pobreza. Según
el trabajo de Rouere, realizado con base en las estadísticas vitales
del año 2002 producidas por la dirección de estadísticas
en Información en Salud y por el Ministerio de Salud de la Nación,
el número de personas que diariamente ingresaban en la categoría
de “pobre” pasó de 2404 en octubre de 1999 a 20.577 en mayo
del 2002, con un pico de 61.691 nuevos pobres por día para marzo de ese
año.
MAL DE MALES
A más pobreza menos calidad de salud y, por consiguiente, un aumento
en la tasa de mortalidad, muestra el trabajo de Rouere: “La mortalidad
general ha aumentado en 2002 con un incremento de apenas una décima en
la tasa, pero que se refleja en una diferencia de 5239 defunciones más.
A grandes rasgos, este incremento se concentró en los grupos materno-infantiles,
en los adultos de entre 55 y 64 años y entre los mayores de 75 años.”
“El caso del aumento de la mortalidad entre las personas de 55 a 64 años
es llamativo porque las defunciones en este grupo, que pueden considerarse precoces,
tienden a disminuir en los países centrales gracias a medidas muy efectivas
para la reducción del riesgo cardiovascular y la prevención del
cáncer, mientras que en la Argentina se incrementó la tasa específica
de 16,7 a 17,1 por mil, lo que significa 1171 defunciones adicionales –apunta
Rouere–; esto es, un incremento del 3,4% con respecto a 2001.”
En todo caso, lo que no sorprende a nadie es que la crisis socioeconómica
de 2001-2002 se haya traducido en un aumento de la mortalidad infantil. “A
pesar de la tendencia universal a su disminución, la mortalidad infantil
en la Argentina pasó de 16,3% en 2001 a 16,8% en 2002. Este incrementó
fue de varias décimas en las jurisdicciones grandes,como la Ciudad de
Buenos Aires (0,4%), la provincia de Buenos Aires (0,8%) o Santa Fe (0,3%),
que como tiene una base de natalidad grande aportan muchos casos, pero de varios
puntos en Catamarca (5,1%), Chaco (2,7%), Chubut (4,7%) o Entre Ríos
(6,6%), por ejemplo.”
Como un dato ilustrativo de la desigualdad en materia de salud que separa a
las diferentes regiones del país, basta decir que de los 700.000 bebés
que nacen cada año en la Argentina, aquellos que nacen en provincias
de menores ingresos tienen diez veces más posibilidades de quedar huérfanos
–debido a las elevadas tasas de mortalidad materna–
que en las provincias más ricas. Según estadísticas del
Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam), el 20% de los nacimientos que
ocurre en las provincias de menores ingresos genera la mitad del total de las
muertes maternas del país.
LAS CICATRICES DE LA POBREZA
“Es necesario señalar que cuando estudiamos estadísticas
vitales estamos midiendo casos extremos de injurias sobre la salud que terminan
en muerte –señala Rouere–; quedan por fuera otros fenómenos
de mayor magnitud como las enfermedades y discapacidades transitorias o permanentes
que se produjeron y no terminaron en muertes.” Y aunque este impacto es
más difícil de cuantificar y evaluar, existen algunas pistas que
señalan las marcas indelebles que deja la pobreza sobre la salud física
y mental de los argentinos.
Tal es el caso de un estudio realizado en la Ciudad de Buenos Aires por la Unidad
de Neurobiología Aplicada (UNA, del Conicet), que funciona en el Instituto
Universitario Cemic, y que señaló cómo la pobreza obstaculiza
o traba el desarrollo mental de los niños. Tras evaluar cognitivamente
a 700 chicos menores de cinco años, los investigadores hallaron que el
coeficiente intelectual del 40% de aquellos provenientes de hogares con necesidades
básicas insatisfechas estaba por debajo de los 80 puntos, cuando la media
oscila entre 90 y 110 puntos.
“Un chico con un coeficiente menor a 80 puntos tiene un riesgo mayor de
fracaso académico, ya que presenta déficit cognitivos relacionados
con su capacidad de resolver problemas, desarrollar y ejecutar planes y obedecer
reglas sociales –dijo uno de los autores del estudio, el licenciado Sebastián
Lipina, durante la exposición de los resultados en la “Jornada
sobre pobreza y desarrollo mental infantil”, organizada años atrás
por la UNA y la Fundación Conectar–. Esto a su vez lo puede llevar
al fracaso en su inserción laboral y social.”
Como demuestra este trabajo, el círculo vicioso en que sumerge la pobreza
a las personas (que esquemáticamente podría enunciarse como: pobreza-deficiente
desarrollo cognitivo-menor capacidad de desarrollo e inserción social
y laboral-más pobreza) se reproduce inexorablemente, en tanto y en cuanto
nadie haga algo para cortar la cadena de hechos. Pero, ¿cuál es
el mejor camino para interrumpir el círculo vicioso de la pobreza? Las
principales organizaciones sanitarias internacionales coinciden al respecto:
“Invertir en la salud es una estrategia bien documentada para sustraer
a las poblaciones de la pobreza –declaró ya en 1999 la por entonces
directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la doctora
Gro Harlem Brundtland, en la apertura del foro
“Romper el círculo de la pobreza: invirtiendo en la niñez
temprana”, que se celebró en París–. Salud reproductiva,
nutrición y estrategias para combatir las afecciones más frecuentes
durante la niñez deben ocupar el lugar central en cualquier programa
de salud infantil.”
“Favorecer el desarrollo intelectual de la niñez mediante una inversión
eficaz en la salud, la nutrición, la educación, el cuidado infantil
y la protección básica es a la vez un imperativo moral y unadecisión
económica adecuada –señaló por su parte Carol Bellamy,
la directora ejecutiva del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef)–.
La pobreza en la infancia es insidiosa e inmoral. Niño tras niño,
intelecto tras intelecto, esta situación entraña una enorme pérdida
de potencial humano.”
Según un informe de esa entidad, para cumplir con dicho cometido bastarían
80.000 millones de dólares al año, tan sólo el 0,2% de
la renta mundial.
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