ARTHUR CONAN DOYLE Y LAS CIENCIAS OCULTAS
› Por Pablo Capanna
La puerta giratoria del
hotel aún no había cesado de moverse, pero el escritor ya estaba
paseando la mirada sobre los floreros de peltre, las mustias palmas y los rostros
de los pasajeros que se aburrían en los pomposos sillones del lobby.
El recién llegado acudía atraído por el angustioso llamado
que le había hecho una persona a la que sólo conocía de
nombre por los diarios. Se trataba de un abogado indio que había pasado
tres años en la cárcel desde que un anónimo lo acusara
de cometer misteriosas mutilaciones rituales de ovejas, vacas y caballos. Era
la clase de tropelía que hoy algunos atribuirían a los extraterrestres,
pero en el Birmingham de 1907 bastaba con ser un descendiente de parsis (“los
adoradores del fuego” de Bombay) para ser sospechoso.
Gracias a un petitorio firmado por diez mil ciudadanos, George Edalji había
quedado en libertad, pero sin poder recuperar su buen nombre. El indio pensaba
que quizás un conocido escritor, con buena llegada a la prensa, podría
ayudarlo.
El novelista recorrió con la mirada a todos los ociosos que poblaban
el lobby, y en un instante no sólo supo cuál era Edalji, fácilmente
reconocible por su tez oscura; también tuvo la certeza de que el hombre
era inocente.
El hombre estaba leyendo el diario, y lo sostenía muy cerca de los ojos;
hasta parecía leerlo de costado. Era un miope con fuerte astigmatismo,
infirió el escritor, que antes había sido médico. Precisamente
la clase de persona que nunca habría podido cometer los crímenes
que se le imputaban y encima ingeniárselas para eludir a Scotland Yard.
Con la intervención del novelista, George Edalji fue rehabilitado. Años
más tarde, otro inocente llamado Oscar Slater salió en libertad
una vez que el mismo escritor logró esclarecer el homicidio del cual
había sido acusado. Eran casos reales, dignos de Sherlock Holmes. Como
que el escritor era nada menos que sir Arthur Conan Doyle.
En esos tiempos victorianos triunfaba el inductivismo, y las “deducciones”
de Holmes (que, en rigor, eran inferencias) representaban el triunfo de ese
racionalismo científico-policial inaugurado por el Auguste Dupin de Edgar
Allan Poe y que triunfó con Hércules Poirot, antes de que la novela
negra impusiera personajes más violentos. Pero es sabido que sigue vivo
en las páginas de este suplemento. Se diría que hasta aquí
todo era previsible: la mente lógica y la capacidad de observación
de Conan Doyle triunfaban tanto en la realidad como en la ficción. De
no ser porque trece años más tarde el mismo escritor cayó
víctima de una burda estafa y anunció al mundo que tenía
en sus manos pruebas de la existencia de las hadas,fotografiadas con película
Kodak por dos adolescentes de Yorkshire.
Sería fácil decir que para entonces Conan Doyle estaba senil,
pero apenas contaba sesenta años, y de acuerdo a las leyes actuales ni
siquiera lo hubieran dejado jubilarse. Tan poco caduco estaba que hasta el fin
de sus días siguió escribiendo y publicando.
¿Qué había ocurrido en su mente para que abdicara de la
actitud crítica de Sherlock y permitiera que el crédulo Watson
se impusiera, como irónicamente comentó Chesterton?
El hombre que invento
a Sherlock
Arthur Ignatius Conan Doyle (1859-1930), más conocido por su tercer nombre,
era hijo de un burócrata aficionado a la pintura que alguna vez llegó
a ilustrar alguno de sus libros. Su padre era alcohólico y depresivo
crónico. Siendo Arthur adolescente, lo recluyeron en un asilo, del cual
logró escapar una vez, pero volvieron a encerrarlo.
Quien lo reemplazó en el rol paterno fue el doctor Brian Waller, un pensionista
que mantenía una relación íntima (jamás admitida)
con su madre. Waller fue quien lo ayudó en sus estudios y lo orientó
hacia la medicina.
Cuando estudiaba en la Universidad de Edimburgo, Doyle conoció al Dr.
Bell, un profesor reconocido por su maestría para el diagnóstico,
a quien tomó como modelo para la figura de Sherlock Holmes. Siendo médico,
trabajó a bordo de barcos mercantes, incluyendo un ballenero, pero a
los dos años se casó y pudo instalar su consultorio en Portsmouth.
Para redondear sus magros ingresos, comenzó a escribir historias policiales,
con tanto éxito que en 1891 pudo abandonar la medicina.
A comienzos del siglo XX, la Corona británica quiso desembarazarse de
los colonos bóers que, como bien saben los lectores de H. Ridder Haggard,
habían hecho el trabajo sucio de echar a los zulúes de sus tierras,
y emprendió contra ellos una guerra particularmente cruel. Conan Doyle
se enroló y tuvo un gran desempeño en el hospital de Bloemfontein.
El título de “sir” con el cual lo conocemos, no le fue otorgado
por sus novelas ni por su actuación como médico militar sino por
el libro sobre la guerra bóer que escribió para defender a Inglaterra,
acusada de cometer atrocidades y montar los primeros campos de concentración.
Su devoción por la causa patriótica lo llevó a enfrascarse
en una polémica con George B. Shaw, quien había puesto en duda
el heroísmo del capitán y la tripulación del “Titanic”.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial quiso volver a enrolarse en
la Marina pero fue rechazado por su edad avanzada. Una de sus propuestas (equipar
a los marineros con salvavidas inflables) fue aceptada por el Almirantazgo,
pero sus advertencias sobre la guerra submarina sólo fueron tenidas en
cuenta por el joven Winston Churchill. De todos modos, se las ingenió
para escribir seis tomos sobre La campaña británica en Francia
y en Flandes.
Su mayor fama se la dieron las aventuras de Sherlock Holmes, pero también
incursionó en la ciencia ficción, con novelas como The Poison
Belt (1913) y El mundo perdido (1912), arquetipo de todos los parques jurásicos
que el cine nos ha dado. Pero, sin duda, su peor performance fue el affaire
de las hadas, al cual se entregó con tanto entusiasmo como ingenuidad.
Voces del mas alla
La familia de Doyle era católica, y Arthur había estudiado en
un colegio jesuita, pero al llegar a la edad adulta rechazó cualquier
padrinazgo eclesiástico que podía haberlo ayudado en su carrera
y se proclamó agnóstico.
De hecho, el suyo era un agnosticismo bastante peculiar, porque desde los 22
años asistía a esas sesiones espiritistas que por entonces seducían
a la clase culta, rodeadas como estaban con cierta aura de ciencia experimental.
Cien años más tarde, la situación iba a repetirse con la
parapsicología.
El espiritismo había nacido cuando las hermanas Fox, de Hydesville (Nueva
York), anunciaron que podían recibir mensajes de los muertos bajo la
forma de unos golpes secos conocidos como raps: los raperos de entonces venían
del más allá.
Para 1855, tenían dos millones de creyentes. Cuando en 1888 Margaret
Fox confesó públicamente que podía producir los raps haciendo
crujir los dedos de los pies, amén de otros trucos, el movimiento decayó,
pero fueron muchos los que se resistieron a admitir el fraude. Entre ellos,
Conan Doyle, quien afirmó: “Nada de lo que ella diga puede cambiar
mi opinión”.
Pero después de la guerra mundial el espiritismo tuvo un importante resurgimiento,
porque había mucha gente que había perdido familiares y hubiera
dado cualquier cosa para comunicarse con ellos.
Apareado al culto espiritista, pronto convertido en religión, también
nació su versión “científica”, la Investigación
Psíquica. Del mismo modo, un siglo después, la pasión por
los ovnis daría origen a la “ufología”.
En 1893, Conan Doyle adhirió a la Sociedad para la Investigación
Psíquica, donde militaban nada menos que Lord Balfour, el futuro primer
ministro, el filósofo William James, el biólogo Alfred Russel
Wallace y los físicos William Crookes y Oliver Lodge. Todo ello da una
idea del prestigio que había alcanzado el tema en esos años.
Doyle participó en numerosas sesiones de espiritismo y “mesmerismo”
(hipnosis), pero ni los mejores hipnotizadores lograron ponerlo en trance. Cuando,
como miembro de la Sociedad, tuvo que investigar una casa encantada, todavía
conservaba algo de escepticismo, que se quebró cuando encontraron un
cadáver enterrado bajo el piso. Allí se decidió su conversión.
Por fin, en 1916 Doyle anunció públicamente su adhesión
al espiritismo y comenzó a dar conferencias para divulgarlo. Para entonces,
Harry Price, el aguafiestas que se había hecho famoso desenmascarando
médiums fraudulentos, se entrevistó con él y lo describió
como el más crédulo de todos: dijo que era “un gigante intelectual
con corazón de niño”. En el “corazón” estaba
la clave de todo.
Encuentro de titanes
En 1920 Doyle conoció al ilusionista Harry Houdini, “el rey de las
fugas”. Doyle estaba convencido de que Houdini tenía poderes extrasensoriales
y en su libro Al borde de lo desconocido lo elogió como un gran médium.
El mago era escéptico y se ofrecía para explicar sus trucos a
cualquier interesado, y para convencerlo Doyle lo invitó a participar
de una sesión espiritista en su casa.
Houdini acababa de perder a su madre y estaba especialmente sensible. Fue así
como presenció la séance en la cual Lady Jean, la mujer de Conan
Doyle, escribió unas quince páginas que le dictaba el espectro
de la madre de Houdini. Pero el mago no quedó conforme, porque el fantasma
las había escrito en inglés, siendo que la difunta sólo
hablaba idish. Benévolamente, Conan Doyle le explicó que el contacto
entre el mundo de los vivos y los muertos producía un efecto natural
de traducción, sin duda muy superior a lo que suelen hacer los traductores
automáticos de Internet. Pero Houdini no se convenció.
Las hadas de Cottingley
En el número de diciembre de 1920 del Strand Magazine, el mismo que publicaba
las aventuras de Sherlock Holmes, apareció un artículo de Conan
Doyle que hacía sensacionales revelaciones sobre las hadas y gnomos que,
según el folklore, habitan los bosques ingleses.
El artículo giraba en torno de las cinco fotos que habían sacado
en el verano de 1917 dos niñas de Cottingley (Yorkshire), en las cuales
aparecían acompañadas por varias hadas y hasta un gnomo. Las dos
primas, Frances Wright y Elsie Griffiths, de 10 y 16 años respectivamente,
habían logrado por primera vez registrarlas con una cámara Kodak.
Un conferencista llamado Edward L. Gardner, que luego aportaría más
“pruebas”, se las había entregado a Doyle. También había
un testigo, un escritor de temas teosóficos llamado Hodson, que decía
haber visto las hadas y corroboraba todos los dichos de las niñas. De
todos modos, admitía que ellas eran las únicas criaturas inocentes
para quienes estaban dispuestas a posar las hadas.
Doyle incluyó la historia en un libro: El regreso de las hadas (1922).
Cuatro años después, publicó una Historia del espiritismo
en dos volúmenes, ilustrada con nuevas fotografías del otro mundo.
Esta vez, se las proporcionaba un tal Boursnell, quien solía hacer retratos
y al revelarlos descubría a figuras como Julio César detrás
de un coronel o Miguel Angel protegiendo a un mediocre pintor.
Estéticamente, las fotos de Frances y Elsie eran muy buenas, teniendo
en cuenta la edad de las primas, pero como fraude eran bastante burdas. Resultaba
evidente que las hadas eran figuras de papel colgadas de las ramas o puestas
frente a la cámara. Las chicas aparecían posando, con la mirada
perdida, como si no vieran a las hadas, cuya figura tenía una iluminación
totalmente distinta a la del fondo. Se podía ver una cascada bastante
borrosa, pero las hadas parecían gozar de luz propia. En otra, lo que
aparecía esfumado era el perfil de la modelo, pero no así el del
hada. El gnomo se parecía a Pinocho y las hadas iban peinadas a la moda
y vestidas como figuras prerrafaelistas. Cuando volaban, sus alas no aparecían
movidas.
En esa época, el truco fotográfico era algo que apenas estaba
naciendo. Conan Doyle pidió dos pericias técnicas y obtuvo respuestas
contradictorias. Los técnicos de Kodak certificaron que no había
existido doble exposición ni manipulación de los negativos, aunque
prudentemente hicieron constar que ellos también podían hacerlas.
En cambio, otro experto llamado Harold Snelling juró que eran genuinas
y hasta llegó a calcular que las hadas batían sus alas a una velocidad
de 1/50 a 1/100 seg., como si fueran colibríes.
Las fotos alcanzaron gran popularidad entre los amantes de lo oculto, y el libro
de Conan Doyle ha seguido reeditándose desde entonces. En 1975, en una
entrevista con la BBC, Elsie Griffiths mantuvo la ambigüedad al declarar
que esas imágenes eran “frutos de su imaginación”. Pero
todo acabó cuando se descubrió que las figuras habían sido
copiadas de las ilustraciones de un libro infantil de 1915, hechas por Claude
Shepperson. Era un libro en el cual, curiosamente, también aparecía
un cuento de Conan Doyle.
En 1982, Elsie confesó que todas las fotos (¡menos una!) eran trucadas.
Pero los espiritistas, como suele ocurrir, dijeron que estaba senil o que había
sido sobornada.
El efecto Barnum
El famoso empresario P. T. Barnum aseguraba que su circo tenía para ofrecer
“algo a la medida de todos”. El psicólogo Paul Meeh propuso
llamar “efecto Barnum” o de “convalidación subjetiva”
a esa actitud crédula que lleva a ver o a interpretar datos ambiguos
en función del deseo. Cuando alguien está predispuesto a ver algo
que satisfaga sus expectativas,tendrá menos defensas que otro para dudar
de una “prueba” por dudosa que sea.
Así como cualquier persona puede descubrir “aciertos” en el
horóscopo, que es ambiguo por definición, también ha habido
científicos, personas entrenadas para el pensamiento crítico,
que han creído ver canales marcianos, homúnculos, rayos N o el
planeta Vulcano. Reproducir las experiencias y observaciones por parte de investigadores
no comprometidos es una sabia práctica que previene de las convalidaciones
subjetivas.
El padre de Sherlock Holmes cayó en la trampa de Barnum en cuanto las
poderosas defensas de su detective de ficción comenzaron a ceder bajo
los embates de la vida.
Conan Doyle ingresó a la Sociedad Psíquica el año en que
a su primera mujer le diagnosticaron tuberculosis y su padre murió en
el hospicio. Pero todavía le quedaban fuerzas como para resolver casos
como los de Edalji y Slater.
Cuando acababa de adherir al espiritismo, en 1918, su hijo Kingsley murió
en el frente de la Primera Guerra Mundial; el mismo año en que moría
su hermano Innes. En 1921, cuando ya andaba entreverado con las hadas, su segunda
esposa descubrió que podía hacer escritura automática y
recibir mensajes del más allá. Las obras de ficción que
escribió Doyle en esos años, como El país de la niebla
(1926) y las historias del “Profesor Challenger” ya estaban dominadas
por el ocultismo.
El veterano escritor estaba en las condiciones emocionales apropiadas como para
negarse a ver el fraude. Su madre lo había criado contándole historias
de caballeros andantes, y había creído ciegamente en la misión
del Imperio Británico y en la Carga del Hombre Blanco. Bien podía
creer en las hadas y gnomos del bosque, que de algún modo le resultaban
vagamente conocidos, como que habían aparecido en un libro olvidado.
Todo esto, sin poner en duda su buena fe.
Pero la credulidad no murió con él y los medios han hecho todo
lo posible para multiplicarla, aun antes de que existiera el Photoshop. Las
fotos trucadas con el tiempo llegaron a emular a las reales y la oferta se ha
extendido, desde los monstruos lacustres y los platos voladores hasta el pavo
virtual que almorzó Bush.
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