UN ARCHIVO FOTOGRAFICO PARA LOS PROXIMOS MIL AÑOS
› Por Federico Kukso
La memoria es caprichosa,
todos lo saben. Sea por h o por b, cada vez que se pone todo el esmero y ahínco
en no olvidarse las llaves, la billetera, los anteojos, cerrar la ventana o
pagar a tiempo las facturas, uno, indefectiblemente y como si fuera una ley
inscripta a fuego, cae presa del olvido. Para eso, dicen, están las agendas,
los anotadores, los post-its (esos papelitos amarillos que tienen pegamento
en el dorso), el recitado par coeur, los amigos, y, si no se le tiene asco a
la farmacopea de soluciones mágicas, las pastillitas.
Evidentemente, el problema no está en el olvido a corto plazo, eso vaya
y pase, sino cuando se formatea del disco rígido colectivo y el afluente
de miles de sucesos clave para una sociedad se esfuma (o lo esfuman, lo que
es más tétrico) como una cortina de humo, como si nunca hubiera
ocurrido. Justamente es en la Argentina, donde nada es más cierto: la
memoria del pasado es la que dice quiénes somos y confiere la tan buscada
identidad.
Pero, como muchas otras cosas, esto no siempre fue así: hace ya mucho
tiempo la memoria tuvo trono, aires de deidad y un gran arrastre. Entre los
griegos de Odiseo y Penélope, era Mnemósine, diosa seducida por
Zeus y de cuya unión nacieron nueve niñas que devinieron en musas:
Clío (diosa de la historia), Euterpe (música), Terpsícore
(danza), Urania (ciencia), Talía (comedia) y Melpómene (tragedia),
Erato (poesía), Polimnia (oda), Calíope (poesía épica).
Aristóteles y luego los grandes oradores Cicerón y Quintiliano
les dedicaron mucho espacio en sus obras cumbres y San Agustín (354-430)
en sus Confesiones exclama: “¡Así como grande es la fuerza
de la memoria, así de grande es la fuerza de la vida en el hombre, ese
vivo condenado a vivir!”.
La memoria del mundo
Desde la sociedad de Niepce-Daguerre, esa dupla de empresario y químico
que pergeñó “un medio nuevo para fijar las vistas que brinda
la naturaleza sin tener que recurrir a un dibujante” en 1839, medio hoy
evolucionado en fotografía, y que sacudió la forma en que el ser
humano ve (y conoce) el mundo, las imágenes plasmadas en papel u otra
superficie con cierta resistencia adoptaron, por su peculiar estar-ahí,
el rol de albacea de la experiencia pasada. Pero el tiempo siempre es más
fuerte: los negativos y las películas fotográficas se corroen,
degradan y descomponen químicamente, se llenan de polvo, empalidecen
y ganan “amarillez”. Unos optan por la digitalización y otros,
que cuando escuchan “futuro” no piensan en este suplemento ni en cincuenta
sino en diez mil años por delante, se contentan con alquilar por tiempo
indefinido una antigua mina de piedra caliza a 75 metros de profundidad, en
la remota Boyers, Pennsylvania (Estados Unidos), y allí mudar un archivo
con la historia fotográfica del siglo XX. Se trata del Bettmann Archive,
el peculiar conjunto de imágenes que germinó de un acto desesperado:
cuando Otto Bettmann, un curador judío de libros raros, sacó en
1935 furtivamente de la Alemania nazi dos valijas con 25 mil fotografías.
Y, por las vueltas del destino, desde 1995 pertenece, vía la compañía
de imágenes Corbis, a Bill Gates, fundador de Microsoft y creador de
ese caprichoso sistema operativo llamado Windows que se cuelga cada dos por
tres. Se estima que el archivo hoy contiene alrededor de 17 millones de fotografías
(que se debe sumar a la colección de United Press International, de 10
millones de fotografías de prensa) y entre las que relucen iconos del
siglo que pasó: Einstein sacando la lengua, Jimi Hendrix en Woodstock,
Orson Welles transmitiendo por radio La guerra de los mundos, Roosevelt, Churchill
y Stalin en la Conferencia de Yalta, y todo sobre Elvis Presley, Marilyn Monroe
y Martin Luther King Jr.
La montaña magica
Carl Sagan bien lo dijo en Cosmos: “Somos la única especie del planeta
que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada ni en nuestros
genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca”.
Aunque queda claro que si hay fuego, lo de adentro del almacén se quema.
Así, para que la historia no le pase por encima, esta iconoteca, que
desde el 2002 ocupa 3048 metros cuadrados en el corazón del Yacimiento
Nacional de Almacenamiento Subterráneo de Iron Mountain, fue enterrada
a 20C bajo cero, con 35 por ciento de humedad, a prueba de terremotos, huracanes,
tornados y explosiones nucleares.
Historiadores, investigadores y curiosos acostumbrados a ojear archivos fotográficos
y mancharse los dedos, ahora no les queda otra más que usar la colección
digital de Corbis –de 225 mil imágenes, menos del 2 por ciento de
la muestra total–, escaneada muy lentamente del archivo Bettmann.
La mina es casi inaccesible y muchos ya pusieron el grito en el cielo: aducen
que el archivo se volvió una tumba y que Bill Gates, al comprar cuanta
colección fotográfica haya en subasta, está creando una
situación de monopolio. “Supongo que el nuevo local será
como esos museos alejados que nunca visitamos”, dijo resignado Edward Earle,
curador de medios digitales del Centro de Fotografía Internacional, de
Manhattan. A lo que un vocero de Bill Gates retrucó: “Ese es el
pequeño precio que deberemos pagar para que las fotografías Bettmann
todavía estén aquí dentro de mil años”. Agréguese:
si es que alguien queda.
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