Sáb 03.04.2004
futuro

UN ARCHIVO FOTOGRAFICO PARA LOS PROXIMOS MIL AÑOS

El cofre de los recuerdos

› Por Federico Kukso

La memoria es caprichosa, todos lo saben. Sea por h o por b, cada vez que se pone todo el esmero y ahínco en no olvidarse las llaves, la billetera, los anteojos, cerrar la ventana o pagar a tiempo las facturas, uno, indefectiblemente y como si fuera una ley inscripta a fuego, cae presa del olvido. Para eso, dicen, están las agendas, los anotadores, los post-its (esos papelitos amarillos que tienen pegamento en el dorso), el recitado par coeur, los amigos, y, si no se le tiene asco a la farmacopea de soluciones mágicas, las pastillitas.
Evidentemente, el problema no está en el olvido a corto plazo, eso vaya y pase, sino cuando se formatea del disco rígido colectivo y el afluente de miles de sucesos clave para una sociedad se esfuma (o lo esfuman, lo que es más tétrico) como una cortina de humo, como si nunca hubiera ocurrido. Justamente es en la Argentina, donde nada es más cierto: la memoria del pasado es la que dice quiénes somos y confiere la tan buscada identidad.
Pero, como muchas otras cosas, esto no siempre fue así: hace ya mucho tiempo la memoria tuvo trono, aires de deidad y un gran arrastre. Entre los griegos de Odiseo y Penélope, era Mnemósine, diosa seducida por Zeus y de cuya unión nacieron nueve niñas que devinieron en musas: Clío (diosa de la historia), Euterpe (música), Terpsícore (danza), Urania (ciencia), Talía (comedia) y Melpómene (tragedia), Erato (poesía), Polimnia (oda), Calíope (poesía épica). Aristóteles y luego los grandes oradores Cicerón y Quintiliano les dedicaron mucho espacio en sus obras cumbres y San Agustín (354-430) en sus Confesiones exclama: “¡Así como grande es la fuerza de la memoria, así de grande es la fuerza de la vida en el hombre, ese vivo condenado a vivir!”.

La memoria del mundo
Desde la sociedad de Niepce-Daguerre, esa dupla de empresario y químico que pergeñó “un medio nuevo para fijar las vistas que brinda la naturaleza sin tener que recurrir a un dibujante” en 1839, medio hoy evolucionado en fotografía, y que sacudió la forma en que el ser humano ve (y conoce) el mundo, las imágenes plasmadas en papel u otra superficie con cierta resistencia adoptaron, por su peculiar estar-ahí, el rol de albacea de la experiencia pasada. Pero el tiempo siempre es más fuerte: los negativos y las películas fotográficas se corroen, degradan y descomponen químicamente, se llenan de polvo, empalidecen y ganan “amarillez”. Unos optan por la digitalización y otros, que cuando escuchan “futuro” no piensan en este suplemento ni en cincuenta sino en diez mil años por delante, se contentan con alquilar por tiempo indefinido una antigua mina de piedra caliza a 75 metros de profundidad, en la remota Boyers, Pennsylvania (Estados Unidos), y allí mudar un archivo con la historia fotográfica del siglo XX. Se trata del Bettmann Archive, el peculiar conjunto de imágenes que germinó de un acto desesperado: cuando Otto Bettmann, un curador judío de libros raros, sacó en 1935 furtivamente de la Alemania nazi dos valijas con 25 mil fotografías. Y, por las vueltas del destino, desde 1995 pertenece, vía la compañía de imágenes Corbis, a Bill Gates, fundador de Microsoft y creador de ese caprichoso sistema operativo llamado Windows que se cuelga cada dos por tres. Se estima que el archivo hoy contiene alrededor de 17 millones de fotografías (que se debe sumar a la colección de United Press International, de 10 millones de fotografías de prensa) y entre las que relucen iconos del siglo que pasó: Einstein sacando la lengua, Jimi Hendrix en Woodstock, Orson Welles transmitiendo por radio La guerra de los mundos, Roosevelt, Churchill y Stalin en la Conferencia de Yalta, y todo sobre Elvis Presley, Marilyn Monroe y Martin Luther King Jr.

La montaña magica
Carl Sagan bien lo dijo en Cosmos: “Somos la única especie del planeta que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada ni en nuestros genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca”. Aunque queda claro que si hay fuego, lo de adentro del almacén se quema.
Así, para que la historia no le pase por encima, esta iconoteca, que desde el 2002 ocupa 3048 metros cuadrados en el corazón del Yacimiento Nacional de Almacenamiento Subterráneo de Iron Mountain, fue enterrada a 20C bajo cero, con 35 por ciento de humedad, a prueba de terremotos, huracanes, tornados y explosiones nucleares.
Historiadores, investigadores y curiosos acostumbrados a ojear archivos fotográficos y mancharse los dedos, ahora no les queda otra más que usar la colección digital de Corbis –de 225 mil imágenes, menos del 2 por ciento de la muestra total–, escaneada muy lentamente del archivo Bettmann.
La mina es casi inaccesible y muchos ya pusieron el grito en el cielo: aducen que el archivo se volvió una tumba y que Bill Gates, al comprar cuanta colección fotográfica haya en subasta, está creando una situación de monopolio. “Supongo que el nuevo local será como esos museos alejados que nunca visitamos”, dijo resignado Edward Earle, curador de medios digitales del Centro de Fotografía Internacional, de Manhattan. A lo que un vocero de Bill Gates retrucó: “Ese es el pequeño precio que deberemos pagar para que las fotografías Bettmann todavía estén aquí dentro de mil años”. Agréguese: si es que alguien queda.

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