Sábado, 4 de septiembre de 2004 | Hoy
Por Pablo Capanna
Tendría once o doce años cuando cayó en mis manos la
primera revista de ciencia ficción. Con ella contraje una persistente
adicción que seguramente me impidió ser rico, famoso y respetable.
Algún día tendré que demandar a alguien.
Hasta entonces, yo sólo frecuentaba a Buck Rogers, Flash Gordon o Brick
Bradford, cuando alguien me pasó una revista de cuentos que se llamaba
Hombres del futuro, casi como este suplemento. Sólo habían salido
tres números, editados por la legendaria Crítica de Botana y
la dirigía el poeta Horacio Rega Molina, a quien las malas lenguas atribuían
un conocido bestseller político.
Deslumbrado por aquellos cuentos, que hacían trabajar la imaginación
mucho más que los comics, me interné en un mundo loco de gatos
parlantes, mundos subatómicos y flores reflexivas. Recuerdo haber leído
en aquella revista la historia de un robot que se escapaba de una fábrica
donde trabajaba ensamblando “naves siderales” junto a varias decenas
de miles de autómatas. Con su inteligencia privilegiada y sus conocimiento
de las probabilidades, el robot entraba a un casino y se hacía rico
jugando a la ruleta.
Lo que se me ocurrió entonces al imaginar esa fábrica, una desmesurada
fantasía fordista, fue una pregunta ingenua: ¿Adónde había
ido a parar la gente, aparte de los pocos supervisores humanos que había
en la fábrica? ¿Con qué se ganaría la vida la gente
del futuro? Y hasta se me ocurrió algo un poco más sofisticado: ¿para
qué usar cerebros artificiales tan delicados para hacer lo mismo que
Chaplin en Tiempos modernos, si era más barato desarrollar máquinas
automáticas?
Releyendo aquel cuento medio siglo después me encuentro con que la imaginación
del autor no iba demasiado lejos. Esos robots no eran más que obreros
industriales, al punto que faltaban sin aviso o pedían soporte técnico
a domicilio cuando se levantaban con algún corto circuito. Pero el problema
también valía para los humanos: ¿qué sentido tenía
usar cerebros, las computadoras más complejas que conocemos, para efectuar
tareas más que simples?
A ciertos pronósticos conviene dejarlos estacionar un buen tiempo, antes
de cotejarlos con los hechos. A veces es recién en el largo plazo
cuando llegan a darnos sorpresas.
La plaga de Midas
Entre la posguerra y los años sesenta estaba culminando la segunda revolución
industrial y los índices de desempleo eran los más bajos del
siglo. Pero un fantasma recorría el mundo: el consumismo.
El crecimiento indefinido de la economía parecía estar definitivamente
ligado a la creciente producción de bienes. Parecía que la única
manera de sostener el ritmo de la producción era ampliar el consumo,
recurriendo a la obsolescencia planificada, la avalancha de innovaciones y
las necesidades inducidas por la publicidad. En esos años Frederick
Pohl, un escritor de ciencia ficción de los más politizados,
escribió un cuento muy recordado donde llevaba al absurdo al consumismo.
En La plaga de Midas (1954) jugó con el mito de aquel rey que convertía
en oro todo lo que tocaba. Imaginó una grotesca sociedad futura donde
los ricos podían darse el lujo de ser austeros y sobrios, pero los
pobres estaban obligados a
cumplir con estrictas cuotas de consumo: tenían que cambiar constantemente
de electrodomésticos, gastar toda la ropa que podían y consumir
las comidas más caras. Como los pobres vivían agotados por la
constante presión consumista, un benefactor de la humanidad encontraba
la solución: usar robots para gastar ropa, derrochar bebidas o vapulear
muebles, dándoles a los pobres un merecido descanso.
En otro texto de esos años (Los fabricantes de basura de Albert Teichner,
1961) se había instaurado el Día del Consumo, en el cual todos
tenían que sacar a la vereda sus artefactos hogareños, sus muebles
y sus ropas apenas usados, para que enormes camiones basureros los compactaran,
se los llevaran, y ellos pudieran correr a sacar otro crédito.
El escritor inglés J.G. Ballard, que antes de hacerse famoso con El
imperio del Sol escribía ciencia ficción, tuvo una fantasía
similar una tarde que volvía de Londres por la autopista. Imaginó que
a lo largo de la ruta se estaban instalando enormes pantallas que emitían
mensajes subliminales para persuadir a la gente de que comprara cada vez más.
Escribió entonces un inquietante cuento (El hombre subliminal, de 1963)
donde también aparecía la otra cara del sistema, cuando llegaba
la policía para reprimir a un hippie que estaba haciendo una solitaria
protesta.
Los esclavos mecatronicos
Ninguno de aquellos apocalipsis consumistas ponía en duda que la condición
necesaria para incrementar el consumo era mantener la tendencia al pleno
empleo: en el fondo, todos eran hijos de Henry Ford. Hubo muy pocos escritores
que imaginaron el desempleo tecnológico, es decir la destrucción
de empleos causada por la adopción de nuevas tecnologías.
El sueño de un robot que pudiera reemplazar con eficacia a un obrero
de carne y hueso sólo llegó a ser posible cuando la mecánica
se alió a la electrónica y dio a luz esa “mecatrónica” de
que hablaron luego los japoneses. Fue precisamente cuando algunos comenzaron
a pensar que una buena manera de desembarazarse del poder sindical era profundizar
la automatización, reemplazando a los incómodos obreros
por bienes de capital.
En 1955 el gran Philip K. Dick imaginó su “Autofac”: una
fábrica totalmente automatizada, que no necesitaba control alguno,
y producía cualquier producto para el cual se la programara. Aunque,
a los efectos dramáticos, pensó que podía llegar
a desbocarse.
De hecho, algo similar existía en la industria por esos años,
aunque habría que esperar hasta los ochenta para ver aquella planta
automatizada de Fujitsu Fanuc que en su momento atrajo la admiración
del mundo. Ya en 1957 el director de la planta Ford de Dearborn describía
en un informe una cadena de 42 máquinas automáticas sin ningún
operador humano que efectuaban 530 operaciones en sólo quince
minutos, en lugar de las nueve horas que tardaban los obreros.
Sin embargo, el despegue de la robótica llegaría luego de la
crisis petrolera de 1973, cuando una poderosa inyección de capitales
procedentes del Sur (los “petrodólares”) permitió financiar
las investigaciones que dejarían sin trabajo a muchos trabajadores
del sector industrial, en esa época uno de los principales empleadores,
para no hablar de lo que le pasó al Sur.
Norbert Wiener, reconocido como el padre de la cibernética, fue más
lejos que los escritores y hasta se diría que estuvo más profético.
Dedujo que la lógica del sistema permitía imaginar que a corto
o mediano plazo habría plantas industriales dirigidas desde una computadora,
pero no dejó de preguntarse qué pasaría con la gente. “Recordemos
que la máquina automática –escribió en El empleo
humano de los seres humanos, de 1950– es el exacto equivalente económico
del trabajo de un esclavo. Cualquierobrero que entre en competencia con la
labor de los esclavos debe aceptar las condiciones de éstos. Es evidente
que ello producirá una situación en el mercado laborar al lado
de la cual la crisis presente y hasta la Gran Depresión parecerán
problemas risueños.” Wiener añadía que la nueva
Revolución Industrial “podría usarse en beneficio de
la humanidad, pero sólo si ésta sobrevivía hasta llegar
a disfrutar de sus ventajas. También podría ser usada para
destruirnos. Si no se la usaba inteligentemente, llegaría muy lejos
en esa dirección”.
Vampirismo laboral
El historiador económico Benjamin Coriat, en su libro El taller y
el robot (1990) repasó la breve pero intensa historia del nuevo paradigma
tecnológico que ha hecho irrupción en las últimas décadas.
En la prehistoria del robot industrial se encuentran sin duda las “fichas
de trabajo” que elaboraron desde los años veinte los discípulos
de Frederick Winslow Taylor, el creador del “gerenciamiento científico”.
Fue su apóstol Frank B. Gilbreth, quien utilizando recursos de avanzada
para su época como la foto estroboscópica, estudió las
distintas operaciones que efectuaba un obrero para eliminar de raíz
los “tiempos muertos” o improductivos. Las fichas de trabajo
tayloristas dividían cada operación simple (por ejemplo, taladrar
una pieza) en microoperaciones llamadas therbligs: era el nombre de Gilbreth
escrito al revés. Estableció cuántas décimas
de segundo podía tardar alguien en efectuar cada operación,
concediendo una generosa tolerancia de algunas décimas para tener
en cuenta las debilidades humanas.
El taylorismo nunca logró resolver tantos problemas como los que creó porque
los rebeldes seres humanos se resistían a mecanizarse del todo, y
siempre fallaban. Lo peor de todo era que se distraían y provocaban
costosos accidentes. Cuando se trató de programar los primeros robots,
las fichas fueron una preciosa fuente de información; los robots no
se cansaban, no se distraían ni se aburrían; eran el sueño
de Gilbreth.
En su libro, Coriat da cuenta del método Record/Playback, que fue
utilizado para programar esos robots soldadores y pintores que conformaron
la primera generación. Se elegía un obrero experto, un virtuoso
de su oficio, y se lo filmaba. Estudiando sus movimientos, que sin duda eran
los más económicos, se programaba la máquina. Luego,
no quedaba otra cosa que despedir al obrero, previa entrega de un diploma
de honor.
La Pianola
Todo esto, aunque parezca increíble, ya estaba en La Pianola, una
novela de 1952. La escribió nada menos que Kurt Vonnegut, el autor
de Las sirenas de Titán y Matadero 5, un veterano escritor
que todavía
sigue dando que hablar. Vonnegut (que durante un tiempo trabajó haciendo
relaciones públicas para General Electric) había leído
a Wiener y lo citaba explícitamente, pero fue uno de los pocos que
captaron el mensaje. En las primeras páginas de la novela había
una vívida descripción de una planta metalúrgica automatizada.
Leída cincuenta años más tarde, parece sacada de
un documental de hoy.
Es cierto que unos capítulos más tarde entraba en escena una
megacomputadora valvular que gobernaba toda la actividad del territorio estadounidense,
incluyendo la política. Pero ese era el horizonte del imaginario tecnológico
de esos años, cuando la mítica ENIAC todavía estaba
en funcionamiento. Las computadoras personales y la descentralización
estaban muy lejos.
Vonnegut daba por supuesta una tercera guerra mundial, y consideraba
que si la segunda había producido tantas innovaciones tecnológicas,
un nuevo enfrentamiento global impulsaría la automatización,
para reemplazar en los puestos de producción a todos aquellos que
eran reclutados como carne de cañón. Vonnegut era tan cauteloso
como para no entrar en detalles alhablar de esa guerra, y apenas mencionaba
escenarios bélicos exóticos, ¡incluyendo a Kabul, Afganistán!
De vuelta a casa, los ex combatientes se habían encontrado con que
las fábricas robotizadas los habían dejado sin empleo. Siguiendo
los pasos de la visita guiada que el gobierno le ofrecía a un gurú indio
de visita en Estados Unidos, podíamos llegar a visualizar el panorama
global. Pero la acción principal transcurría en el parque industrial
Ilium, donde vivía la elite de ingenieros y gerentes, y una suerte
de gigantesca villa miseria, piadosamente llamada Hogar (Homestead). Allí se
hacinaban los desocupados, aquellos que antes de la guerra habían
sido obreros de la planta metalúrgica.
Es entonces cuando entra en escena el Dr. Proteus, un ejecutivo de los
más
altos niveles, que suele hacer algunas escapadas al barrio marginal en busca
de emociones fuertes. Una noche entra a una sórdida taberna a tomarse
unos tragos y le parece reconocer al cantinero. En efecto, es Rudy Hertz,
uno de los mejores operarios que había tenido a sus órdenes.
De pronto, Proteus recuerda que Rudy era quien había sido tomado como
modelo para estudiar sus movimientos y programar la línea de producción
automática. A Rudy no le fue tan mal, porque tiene su negocio
en el barrio, pero se lamenta de que sus hijos no tengan futuro, ya que
no son tan brillantes como para aprobar los excluyentes tests que permiten
ingresar a las universidades.
Del pleno empleo al desempleo general
En el mundo de Vonnegut, la solución que se había encontrado
para el problema del desempleo era bastante grotesca, aunque a la luz de
los hechos hoy parecería casi utópica. En realidad, ya había
sido ideada en 1848 por aquel famoso general Cavaignac, quien para evitar
que los obreros franceses desocupados volvieran a amotinarse reclutó unas
cuadrillas que abrían zanjas y otras que las tapaban, pagándoles
a ambas con fondos públicos.
En el futuro de Vonnegut el grueso de la clase trabajadora ociosa había
sido absorbido por unas fuerzas armadas hipertrofiadas aunque inocuas. Se
los alojaba en económicos barracones y se los entretenía
haciendo permanentes ejercitaciones con armas de juguete.
El resto de los favorecidos con un empleo iba a engrosar las cuadrillas
de una especie de milicia civil, el Cuerpo de Reconstrucción y Restauración,
que se ocupaba de pintar escuelas, tapar baches o podar árboles. Era
algo bastante parecido a lo que ahora se llama “planes sociales”.
En una escena que resulta alarmante para el lector de hoy, el Dr. Proteus
se encontraba con que el puente que comunicaba la planta con el barrio
marginal estaba obstruido por una nutrida cuadrilla que arreglaba el asfalto
y pintaba rayas en el pavimento, mientras una multitud ociosa se hacinaba
para verlos trabajar. Casi se diría que estaba enfrentando un piquete. Pero por
más grotesca que resultara la escena, faltan detalles actuales que
son más patéticos que todo lo imaginado: la presencia de
cartoneros, homeless y mendigos.
La historia de Vonnegut se resolvía con un levantamiento de “ludditas” que
hacían trizas todos los sistemas inteligentes y las máquinas
automatizadas, animados por el deseo de devolverle el control a los hombres.
Por supuesto fracasaba, porque ni siquiera Vonnegut sabía cómo
resolver una historia como esa, después de haber dado pasos tan
radicales.
Aristóteles no lo penso
Casi al comienzo de su Política, Aristóteles afirmaba hace
2500 años que “si la lanzadera tejiera sola, no harían
falta siervos ni esclavos”. En boca de alguien que tenía menos
idea del progreso que los cultores del actual pensamiento único, era
como decir “nunca”.
Sin embargo, las lanzaderas comenzaron a tejer solas hace casi tres siglos.
Luego vinieron las máquinas automáticas y por fin los robots,
peroahora no sólo ha reaparecido la esclavitud sino que se ha creado
una categoría que es casi genocida: los excluidos.
A esta altura de las cosas, cuando hay millones de excluidos en todo
el mundo, ¿es
lícito echarle la culpa de todo a la tecnología, que ha eliminado
de raíz las formas más brutales del trabajo? Creerlo, sería
caer en una falacia casi obvia.
Ocurre que, en realidad, las fábricas robotizadas son caras y el mantenimiento
de un robot puede ser mucho más caro que el de un ser humano. La realidad
de la exclusión anduvo por otros carriles. Lo que compite con la mano
de obra humana es otra mano de obra tanto más barata, tanto mejor
cuanto más se acerque a la esclavitud. En lugar de la proliferación
de autofacs como las que se podían imaginar hace veinte años,
lo que se ha visto crecer son los sweatshops asiáticos (y más
recientemente las maquiladoras norteamericanas) donde se trabaja con tecnología
mínima y mano de obra mantenida a niveles de supervivencia.
Y eso no es un problema de tecnología, ni se agota en lo económico.
Es algo que atañe a los derechos humanos.
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