Sábado, 4 de septiembre de 2004 | Hoy
“Cuando
yo era joven, la gente me llamaba
jugador. Cuando aumentó la escala de mis
operaciones, me llamaron especulador. Ahora
me llaman banquero. Pero siempre me he
dedicado a lo mismo.”
Confesión
de Sir Ernest Cassell, banquero
de Eduardo VII de Inglaterra (1901-1910),
citado por Alfredo Zaiat.
Por Leonardo Moledo
Cualquiera que tenga la
audacia o la credulidad necesarias para consultar a un adivino/a o astrólogo sobre los avatares de su vida, su pasado
o su futuro, sabrá que las adivinanzas, predicciones y consejos suelen
darse de manera vaga y general, basadas en lo que los practicantes de esas
supersticiones llaman “una vieja ciencia”, “la experiencia” o “milenios
de estudio y reflexión”. En realidad, no es que la astrología,
por ejemplo, no se base en algo: por supuesto que lo hace; el único
detalle es que los presupuestos en que se basa carecen por completo de fundamento,
suelen ser falsos, casi siempre ridículos, y no admiten ningún
tipo de corroboración empírica. Al titular a su libro ¿Economistas
o astrólogos?, Alfredo Zaiat –editor de Economía de Página/12– está señalando
un temible parentesco entre quienes practican –o por lo menos practicaron– esa
ciencia y sus adivinaciones y pronósticos en este desventurado país,
y aquellos que, al ver entrar una pareja al registro civil, predicen un casamiento,
y lo atribuyen a la posición de Saturno en el zodíaco. Es difícil
que un astrólogo vaya más allá, porque... si hubiera algo
de verdad en lo que dicen, ¿cómo puede ser que ningún
gurú, absolutamente ninguno haya anunciado algo tan apocalíptico
como el 11 de septiembre en Nueva York? Y de nada sirve que alguno arguya haber
dicho, en sus anuncios para 2004, que “pasarían cosas”,
porque cosas pasan siempre.
La misma refinada capacidad de prospección y manejo del futuro atribuye
Zaiat al Fondo Monetario Internacional, sus recetas, previsiones y políticas
que devastaron a los países del tercer mundo con el pretexto de sanear
sus economías y contribuir al bienestar natural, y en cada caso lo sostiene
con pruebas contundentes, relatando lo que el FMI dijo, hizo o anticipó en
determinada ocasión, o los remedios que aconsejó para paliar
una crisis (parecidos, en cierta forma, a las sangrías de la “medicina
asesina” previa al desarrollo científico: se aplicaba una sangría,
y como el paciente, desde ya, no mejoraba, se aplicaba una segunda sangría,
que lo debilitaba más, hasta que finalmente se moría; y todo
de ellos basado en una teoría de los humores carente de sentido). Según
algunos historiadores, las sangrías mataron más gente que las
guerras, y su ocaso definitivo se debió a las estadísticas: apenas
se pudo medir el efecto de las sangrías y su letalidad, dejaron de
usarse.
No son mucho menos letales las recetas del FMI, si se valoran en términos
de pobreza, sufrimiento, analfabetismo, desarrollo neuronal tardío,
y muertes tempranas, sin contar la violencia que es el efecto natural de sumergir
poblaciones enteras en la miseria y la desesperación. El (Zaiat) también
exhibe –sin molestar al lector– cifras contundentes: de tantas
crisis, el FMI no predijo más que el 1 por ciento (es decir, si hubiera
efectuado predicciones completamente al azar, sus resultados habrían
sido mejores), en tal caso, la política que recomendó, produjo
un desastre cuantificable, y así.
Pero nadie se somete a los dictámenes de un astrólogo sin un
cierto grado de complicidad con él, sin, de alguna manera, brindarle,
mediante expresiones invisibles, gestos y señales que le pasan inadvertidas,
datoscomo para que el susodicho pueda engañar a los público,
como lo hacen, por medio de los medios los astrólogos y los economistas
de Zaiat, con datos que o no significar nada, o están falseados para
convenir a la ideología del que habla.
Porque de eso se trata, en suma: lo que aparece como ciencia, como mero discurso
sobre la realidad objetiva (“las empresas del Estado funcionan necesariamente
mal”, , “el default significa darle la espalda al mundo y el hundimiento
consecuente”) no es sino la corporización discursiva de intereses
sectoriales que enriquecen a ciertos sectores, y que se presentan como representantes
de la totalidad social; esto es, ideología. Ideología que necesita
de cierta complacencia social, de receptividad para cuajar y ser impuesta sin
necesidad de la violencia; al fin y al cabo, no hay represión más
eficaz que la que ejercen los ciudadanos, o los sujetos sobre sí mismos.
Es mucho más útil convencer a los esclavos de que merecen serlo,
que perseguirlos cada vez que se fugan. Y así, Zaiat pone como ejemplo
el fastidio social sobre las empresas públicas, vomitado todo el tiempo
por los medios –y ayudado, es preciso reconocerlo, por las propias empresas– que
creó las condiciones necesarias para el devastador remate de Menem.
En fin, se trata de historia conocida, pero Zaiat la pone en términos
de divulgación; sin recurrir a los tecnicismos tan habituales en los
economistas-astrólogos que predican en los medios como pastores electrónicos,
y además jamás aciertan, y cubren sus errores y disparates señalando “que
no estaban dadas las condiciones” o que “las reformas no se hicieron
a fondo”. Cumple con la cita de Scalabrini Ortiz que aparece al principio
del capítulo cuatro, “Emisión, gasto e impuestos”: “Estos
asuntos de economía y finanzas son tan simples que están al alcance
de cualquier niño. Sólo requieren saber sumar y restar. Cuando
usted no entiende una cosa, pregunte hasta que la entienda. Si no la entiende,
es que están tratando de robarle”.
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