ANESTESIA: UNA VIEJA GUERRA CONTRA EL DOLOR
Sueño profundo
El dolor no es solamente una antigua costumbre humana, sino un gran impedimento para la medicina. ¿Qué se podía hacer, qué se podía operar, cómo se podía intervenir, cuando los sufrimientos que cau-saba la intervención más trivial llevaban o bien indefectiblemente a la muerte o eran peores que la misma muerte? Desde siempre se intentó sortear este obstáculo mediante técnicas primitivas y brutales, ron y otras argucias, pero la respuesta definitiva llegó recién a mediados del 1800, de la mano de la odontología. Aquí, una historia de la anestesia que re-vela cómo sufrían nuestros antecesores antes de que el progreso venciera al dolor.
Por Enrique Garabetyan
Desde su propio nacimiento, tanto figurado como real, la humanidad viene luchando a brazo partido contra el dolor. La definición fría, indolora, explica que es “la experiencia sensitiva y emocional desagradable asociada con una lesión real o potencial de un tejido”. Pero eso no dice mucho. Este compañero innato de la vida, que la acompaña desde el origen –tal como legitima la bíblica frase “Parirás con dolor”– también fue definido con cierta poesía por Albert Schweitzer, que lo llamó “el más terrible de los Señores de la Humanidad”.
Precisiones aparte, también es vieja como el tiempo la lucha que sostienen los sufrientes y sus médicos para mitigarlo, cosa que se refleja desde la misma obra La Odisea, donde Homero (d)escribió acerca de un medicamento que “tomado con el vino producía el absoluto olvido de las penas”. Hilvanando sobre este texto clásico, Dioscórides (un médico griego) y Plinio el Viejo especularon que esa droga debía ser la borraja (Borago officinalis), una planta medicinal con larga trayectoria en estos usos. Y tan antigua es la historia del dolor y su control que fue el mismo Dioscórides, el que, al describir los efectos de algunas hierbas, aportó la palabra “anestesia” al vocabulario cotidiano.
Las drogas de Harry Potter
A ciencia cierta, los pueblos antiguos conocían técnicas (algo brutales tal vez, pero medianamente efectivas) que servían para disminuir el sufrimiento transitoriamente: cierta presión hecha sobre la carótida lograba “desmayar” a los doloridos. Y, por supuesto, desde la remota antigüedad también se recurría a muchas hierbas medicinales, desde la popular Papaver somniferun (más conocida por su producto derivado, el opio) a la Cannabis, pasando por las mágicas connotaciones de la mandrágora, planta que hoy será reconocida hasta por los más jóvenes seguidores de la saga de Harry Potter.
A este minicatálogo de hierbas se les podría sumar otro arcaico calmante: los brebajes fermentados obtenidos de diversas frutas y plantas, de los que se destilaban bebidas alcohólicas. Curiosamente (o tal vez no tanto) éstas acompañaron el devenir histórico de la medicina y los cirujanos de la Real Marina Británica recurrían a generosas dosis de ruhm para, por ejemplo, preparar a los heridos para afrontar una amputación.
Mientras tanto, en el otro lado del Atlántico, los americanos precolombinos también apelaban a las plantas medicinales y se sabe que los incas aprovechaban el efecto “adormecimiento” de lengua y labios que sobrevenía al mascado de coca, hecho del cual dejó constancia el cronista español Bernabé Cobo en su Historia del Nuevo Mundo.
Otra de las pretéritas (y siempre escasas) opciones posibles para reducir el dolor era el frío. Hay diversas menciones sobre su uso en textos médicos del árabe Avicena (circa del año 1000). Y el anatomista Thomas Bartholin en su De nivis usu medico de 1661 dedica un capítulo entero al uso de la técnica de frotar hielo y nieve en la zona del campo quirúrgico. En 1807, Dominique-Jean Larrey, cirujano mayor del ejército napoleónico, escribió que los -19ºC que soportaron durante la campaña rusa le permitieron hacer amputaciones en el campo de batalla “con mucho menor dolor para el herido”.
La edad de la madurez
Más allá de los recursos brutales y las hierbas disponibles, la edad de la madurez de la anestesia podría fijarse en 1799, y de la mano de Sir Humphry Davy, inventor y químico británico. Para ser veraces, no se puededejar de lado al iconoclasta Paracelso que, ya en el siglo XVI, dejó constancia de que el resultado de mezclar éter sulfúrico con alcohol producía un profundo sueño en animales. Pero no concluyó con la deducción obvia de su observación, y la anestesia moderna siguió esperando otro campeón.
Volviendo a Sir Davy, fue el primero en inhalar óxido nitroso (gas hilarante) y describir –posiblemente en medio de la excitación y carcajadas– sus propiedades anestésicas sobre los dolores que le provocaba una molesta muela del juicio. Pero otra vez la medicina se dio el lujo de ignorar la observación por varias décadas. Y hubo que aguardar más de cuarenta años, cuando en las reuniones de alta sociedad se puso de moda hacer circular óxido nitroso o éter con fines “recreativos”.
Claramente, la idea de la necesidad de una anestesia efectiva estaba en el aire intelectual de la época. Y los entonces fogosos Estados Unidos ofrecían un relativo mejor campo de cultivo para este tipo de innovaciones, ya que en Europa la influencia ideológica y religiosa sobre el origen del dolor, la necesidad de su “existencia” y los conceptos de brujería todavía estaban demasiado arraigados.
Lo cierto es que el lugar del nacimiento de la anestesia general fue la ciudad estadounidense de Hartford, en el estado de Connecticut, de la mano de un joven dentista. En diciembre de 1844, Horace Wells asistió a la exhibición de una feria de variedades donde, entre otras atracciones, se ofrecía a los voluntarios dosis de óxido nitroso. Mientras el público (y el voluntario) reían a mandíbula batiente merced a las tonterías causadas por el gas hilarante, Wells se dio cuenta de que el intoxicado se golpeó y se cortó la pierna pero no exhibió ninguna muestra de dolor. Intrigado, Wells se convirtió en su propio conejillo de Indias y le pidió a un colega que le extrajera un diente bajo el efecto de dicho gas. La operación fue indolora y, tras otras experiencias, Wells decidió predicar su descubrimiento en los más respetables círculos médicos. Así fue como arregló una demostración pública a realizarse en el quirófano del Massachusetts General Hospital. Pero un error de cálculo hizo que el paciente se despertara en medio de la extracción, emitiendo alaridos. Lo que frustró la demostración y convirtió a Wells, temporariamente, en un hazmerreír de la medicina y fue acusado de farsante. Avergonzado, y tras abandonar prácticamente su profesión durante años, Wells volvió a experimentar con otros gases anestésicos como el éter. Y si bien les ahorró dolores a sus pacientes, terminó haciéndose adicto al cloroformo, camino que lo llevó al suicidio.
La posta la tomó su discípulo William Morton, de Boston, que había ayudado a Wells a organizar la fallida demostración de 1845. Morton eligió el éter para sus ensayos y en 1846 hizo su propia exhibición, con rotundo éxito. Lo logró, en parte, debido a que había diseñado un adminículo para administrar el gas en forma controlada. Irónicamente, su intento de anestesia se hizo en el mismo anfiteatro donde Wells había sido humillado. Pero esta vez el cirujano extirpó un pequeño tumor de un paciente que no exhaló ni el atisbo de un quejido. La anestesia moderna había nacido. Y la fortuna de Morton también, que patentó su invento y dedicó el resto de su vida no sólo a usarlo sino también a defender sus derechos de propiedad. Pero lo cierto es que la ciencia estaba madura para este adelanto y no tardó en aparecer un tal Crawford Williamson Long, médico, que aseguraba usar regularmente el éter como anestésico desde 1842. Pero no había hecho trascender su recurso hasta 1849.
Obviamente, la constatación de que era posible una práctica médica menos dolorosa corrió como reguero de pólvora por todo el mundo, aunque no sin resistencias de cierto establishment conservador. De hecho, durante algunos breves años, en ciudades como Zurich su uso estuvo prohibido. Sin embargo, la proliferación de estas sustancias era ya imparable. Y en 1847comienza a usarse el cloroformo, que se vuelve absolutamente popular en 1853, luego de que el médico real John Snow se lo administrara a la reina Victoria, para aliviarla durante el parto del príncipe Leopoldo.
Adictos al dolor
El honor del primer anestésico local le corresponde a un alcaloide contenido en las hojas de la Erythroxylon coca. En 1859 se aisló el principio activo de las hojas de coca y su descubridor, Albert Nieman, la bautizó “cocaína”. Nieman dejó sentado que tenía ciertas propiedades anestésicas, porque comprobó que una gotita sobre la lengua eliminaba el sentido del gusto y del tacto. Pero fueron los recién graduados doctores Sigmund Freud y Carl Koller los que experimentaron sus efectos. Además de anotar que parecía efectiva contra los trastornos gástricos y que servía como afrodisíaco, imaginaron que podría ser una buena opción para tratar la adicción a la morfina.
Pero entonces Freud tuvo que viajar y dejó a Koller el encargo de continuar los experimentos. No faltó mucho para que éste –que estaba haciendo una residencia en oftalmología– pensara en usarla para anestesiar los ojos. Y en 1884 realizó la primera operación de glaucoma utilizando cocaína como anestésico local. Koller comunicó al mundo su hallazgo. Y Freud no pasó a la historia, al menos por este tema.
Del ojo saltó a los dientes gracias a William Halsted, que fue el primero en realizar un “bloqueo anestésico” de nervios dentales. (Y colateralmente vale recordar que Halsted se hizo adicto a la cocaína y a la morfina.) Sin embargo, la cocaína, como anestésico, tenía varios efectos secundarios indeseables y su uso se abandonó paulatinamente a partir de 1904, cuando Alfred Einhorn descubrió el primer anestésico sintético, la procaína. A esta le sucedieron la tetracaína y la lidocaína.
En los últimos años, la anestesia parece volver a las fuentes. A ciertas fuentes, al menos. Así es como se habla del uso de la acupuntura, otro antiguo recurso chino, inclusive durante operaciones consideradas “mayores”.
¿Y los próximos 50 años?: ¿Qué se puede esperar de la rama dedicada al olvido y a la insensibilidad? Según una reciente publicación de la American Society of Anesthesiologists, las próximas décadas de esta rama médica se verán inundadas de mejores métodos de “delivery” de drogas. Y de compuestos que permitirán maximizar la velocidad del despertar, mientras minimizan los efectos molestos asociados con la anestesia.
“En definitiva –dice la ASA– la anestesia dejará de ser una ciencia basada en las artes prácticas, para convertirse en un arte basado en la ciencia.”