La humildad de la grandeza
Aunque su primer intento por conseguir un diploma habilitante en la Universidad de Königsberg fue rechazado, con el correr de los años, Kant ganó muchísimo respeto y admiración, mucho más allá de las callecitas de la ciudad por donde paseaba siempre a la misma hora. Pero es muy probable que todo eso le haya importado bien poco. El barón Von Zedlitz, por ejemplo, le ofreció a Kant una vez una cátedra en Halle, donde el salario triplicaba el que finalmente había conseguido en Königsberg y la concurrencia de alumnos era también muchas veces mayor. Kant no aceptó, ni siquiera cuando, a su oferta, el barón Von Zedlitz sumó la posibilidad de un segundo cargo.
El escritor inglés Thomas De Quincey cuenta que Kant trabajaba sobre una mesa, frente a una ventana que daba a la torre de Löbenicht. La visión de la torre le daba una inmensa satisfacción en las horas de la tarde, cuando el sol se ponía en Königsberg. Pero, durante un tiempo, unos álamos que crecían en un jardín vecino le impidieron verla. Kant llegó a intranquilizarse tanto que tuvo que suspender temporalmente sus reflexiones del atardecer. Pero bastó que el propietario del jardín se enterara de todo esto para que inmediatamente mandara retirar los álamos que le impedían al filósofo pensar junto la ventana. Y Kant pudo volver al trabajo.
Pero además de ser reconocido como el filósofo más importante de su época, Kant, además de humilde, era muy querido por sus amigos y los estudiantes de la universidad. En algún momento había dado algunas indicaciones sobre su funeral, quería algo simple e íntimo, durante las primeras horas de la mañana. Cuando los que compartieron sus últimos días encontraron todo aquello escrito en un memorándum, le explicaron a Kant que las cosas probablemente serían diferentes. Kant lo aceptó, y así fue. El día de su funeral no había nadie que no quisiera acercarse a rendirle homenaje y cariño. Se cuenta incluso que nunca hubo en Königsberg un funeral tan solemne y concurrido como el de Kant. Una procesión de dignatarios de la Iglesia y del Estado venidos de las regiones más remotas de Prusia, a los que se sumó todo el cuerpo de la Universidad de Königsberg y varios oficiales militares de rango, acudieron a la casa de Kant para buscar su cuerpo, que fue cargado, rodeado de velas y antorchas y llevado hasta la catedral, seguido por una enorme cantidad de gente que acompañó al filósofo en su último paseo por las calles de la ciudad que tanto quiso.