El cielo estrellado y la ley moral
Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí. Ambas cosas no he de buscarlas y conjeturarlas, cual si estuvieran envueltas en oscuridades, en lo trascendente fuera de mi horizonte; ante mí las veo y las enlazo inmediatamente con la conciencia de mi existencia. La primera empieza en el lugar que yo ocupo en el mundo exterior sensible y ensancha la conexión en que me encuentro, incalculable de mundos sobre mundos y sistemas de sistemas, en los ilimitados tiempos de su periódico movimiento, de su comienzo y de su duración. La segunda empieza en mi invisible yo, en mi personalidad, y me expone en un mundo que tiene verdadera infinitud, pero sólo penetrable por el entendimiento y con el cual me reconozco (y por ende también con todos aquellos mundos visibles) en una conexión universal y necesaria, no sólo contingente como en aquel otro. El primer espectáculo de una innumerable multitud de mundos aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura animal que tiene que devolver al planeta (un mero punto en el universo) la materia de la que fue hecho después de haber sido provisto (no se sabe cómo) por un corto tiempo, de fuerza vital. El segundo, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente por medio de mi personalidad, en la cual la ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, al menos en cuanto se puede inferir de la determinación conforme a un fin que recibe de mi existencia por esa ley que no está limitada a condiciones y límites de esta vida sino que va a lo infinito.
Fragmento tomado de Crítica de la razón práctica, trad. de E. Miña y Villagrasa y Manuel García Morente, Buenos Aires, Ed. El Ateneo, 1951, pág. 150.