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Viernes, 11 de septiembre de 2015

CINE

Los servicios prestados

La segunda parte de aquella película sobre strippers masculinos, que en 2012 se convirtió en súper masiva, despliega ahora algunas tonalidades freaks en sus protagonistas que son capaces de hacer reiki y cantar canciones mariconas sin que se les caiga la tanga. Y si no llega a conmover con sus gestos de ternura hacia las mujeres que buscan los cuerpos en exhibición, Magic Mike XXL sí aporta al panorama de lo que el mercado heterosexual plantea como ideal igualitario, que todas y todos podamos poner unos billetes para comprar lo que nos falta, incluso si se trata de sexo.

 Por Marina Yuszczuk

“Chicos y chicas escuchen bien/ que la moda femenina se divide en tres:/ la pollera, la minifalda/ y los chicos que se caen de espalda”. Muchxs deben recordar ese cantito; lo repetíamos ingenuamente en el colegio a una edad en la que todavía no podíamos pensar lo que implicaba, ni comprender ese poder femenino de mostrar las piernas y derribar a un montón de varones. Pero desde la infancia se nos ofreció esa versión del poder de las mujeres que la gran mayoría consume todavía, la de seducir, ser deseadas, recibir de algún modo, junto con la mirada masculina o directamente con la penetración, esa consagración suprema que nos asegura que somos mujeres, bellas y cogibles. El valor femenino se confirma de ese modo pero el cantito no era reversible, no había moda masculina ni chicos que hicieran algo que a las mujeres las volviera locas. Quizás por eso la moda reciente de los strippers masculinos, la posibilidad de ocupar como mujeres el mismo lugar que el varón que mira y consume, que manda porque es el que pone la plata, se toma por algo así como un progreso, una ampliación de derechos que le da acceso a la mujer a estar sentada como una jefa mientras un chongo se le desnuda enfrente y realiza toda la puesta en escena de la calentura, desde esa posición que juega a ser servil y a decir “vos tenés el poder y yo estoy disponible para lo que sea”.

Los strippers masculinos se multiplicaron y el cine también se hizo cargo del asunto; antes de la súper masiva Magic Mike (2012) se estrenó la más ingenua Full Monty (1997), donde un grupo de varones desempleados se hacían a la idea, con mucho pudor, de ponerse en calzones y aventurarse en ese terreno de lo sexy que por nacimiento y complexión les estaba vedado. En Full Monty el recurso al desnudo se vivía verdaderamente como un conflicto, tal como aparece en el imaginario la opción a la prostitución para aquellxs que, empujados por razones económicas, familiares o ante la falta de otras perspectivas laborales –desesperados, en una palabra– la eligen como oficio. Pero Magic Mike instaló algo distinto y quizás pudo hacerlo precisamente porque se trataba de varones: ahí, en el grupo de amigos que se sacaban la ropa para bancarse en esa especie de sala de espera laboral, planeando la entrada al sueño americano que les supondría desarrollar sus propios proyectos (el personaje de Channing Tatum en particular quería dedicarse a fabricar muebles artesanales), había un despliegue de fuerza exuberante, un poder ilimitado que parecía concentrarse en cada uno de los músculos abultados y brillosos que componían esos cuerpos atléticos. Los strippers de Magic Mike podían levantar a una mujer por el aire y revolearla con facilidad mientras simulaban posiciones y actos sexuales de lo más extravagantes; también tenían la facultad de calentar a un montón de mujeres con una sola mirada o ante el más mínimo amague de sacarse alguna prenda, y cada uno de sus shows daba la impresión de que estaban ahí para mostrarse porque la espectacularización de esos cuerpos bronceados era un destino natural, un atributo de los dioses, un acto de generosidad de esos superdotados que podían alegrar a cientos de mujeres frustradas con la sola exhibición de sus partes. Los dólares, esos que se amontonaban en el hilo de la tanga al final de cada show, no parecían a su vez una moneda de intercambio sino un premio, un tributo femenino a la virilidad plena y triunfante.

Quiero decir: si el dólar en la tanga de la mujer siempre resulta imaginariamente algo indigno, dinero sucio ganado por hacer algo que no se debería hacer, o que debería hacerse solo en el marco de la pareja monogámica y la intimidad de una pieza cerrada –porque se sabe que ahí se nos permite a todas ser un poco putas–, la plata en la cadera del varón, ese mismo manojo de billetes coronando un bulto que se enfunda también en plateado, se percibe como algo que le corresponde de pleno derecho. En el universo mágico de Magic Mike el hombre que se desnuda no se prostituye, no tiene nada que lo califique como “puto”, al revés, es un copado que ama a las mujeres y quiere honrarlas dándoles generosamente algo que tiene y por lo que ellas gritan. Pero mientras revestía de dignidad a una profesión que normalmente no la tiene, esa primera película se ocupaba de contar una historia, por más que fuera la remanida búsqueda de un sueño de un conjunto de nómades con el glamour de ese tipo de desheredados que cruzan el país y no terminan de asentarse, condenados a relaciones efímeras y a la melancolía permanente.

La nueva Magic Mike XXL, en cambio, es algo insólito: si el XXL anuncia, sin temor a declararse a sí misma como producto, la intención de ir más allá por el mismo precio, esa lógica ya instalada de comprar un envase más grande porque más grande es mejor siempre, la película en sí no se trata de nada ni le interesa contar ninguna historia porque está diseñada como una especie de alegato retorcido a favor de las mujeres y su derecho al goce. Magic Mike XXL apenas tiene una historia que la sostenga: el mismo grupo de amigos vuelve a reunirse para ir a la convención anual de strippers en Myrtle Beach y Mike, que está retirado del negocio hace tres años y dedicado a sus muebles, se tienta para sumarse porque tiene ganas de bailar, y porque la chica que amaba y a la que le propuso matrimonio le acaba de decir que no. Así empieza el viaje, reuniendo al grupo de personajes adorables que se volvió más adorable todavía: está el carilindo tipo Ken que parece gay pero no lo es, canta con los Backstreet Boys y hace reiki, el forzudo que en un momento va a confesar que le quedó pendiente armar una familia, el superdotado que no tiene sexo hace cinco meses porque las chicas se asustan ante sus proporciones y no se le animan. Todos sensibles, todos honestos y caballerosos y demostrativos, estos strippers se dicen “te quiero “ o “te extrañé”, y no vacilan en subirse al escenario para un concurso convocado por una drag queen, porque son una especie de super hombres y esa nueva masculinidad blindada que los reviste no se siente amenazada con que los puedan confundir con putos. Puede ser que ese, con todos jugando a amariconarse, sea el momento más libre y divertido de Magic Mike XXL, un paréntesis queer en el que la mezcolanza entre masculino y femenino se disfruta como parodia, pero después las cosas se ponen programáticas.

Porque las presentaciones de Mike y compañía van a estar reguladas por Roma, una madama al revés interpretada por Jada Pinkett Smith, ex pareja de Mike que regentea un cabaret adonde las mujeres van a sentirse tratadas como reinas. Literalmente, porque antes de empezar el show Roma agarra el micrófono, se dirige a sus reinas y les pregunta si tienen ganas de ser adoradas. El espectáculo consiste en presentaciones de varones strippers que tratan dulcemente al público pero también pueden ser duros y siempre, siempre, las miran con pasión o ternura, las toman de las manos como a damas y uno hasta improvisa un rappoema dedicado a subirle la autoestima a una recién divorciada. El recorrido por la casa de Roma es surreal: en una camilla puesta en el centro de una habitación hay una mujer negra y obesa que se divierte con un stripper que le salta por encima, la mayoría de las mujeres son negras y por todos lados predominan las gordas. La intención de captar y hacer sentir representada a la platea femenina norteamericana es clara, y raramente aparece entre el público alguna mujer que se parezca al modelo de la blanca delgada, joven, linda y exitosa. El ambiente es de mucho respeto y mucha ternura hacia las mujeres, que se merecen todo y muchas veces son maltratadas por varones que no saben apreciarlas. En ese lugar demencial, parecería haberse creado un paraíso adonde las mujeres pueden ir a tomarse un descanso de esta sociedad machista y desatar sus deseos más ignorados, los de ternura pero también los de ser cogidas hábil y salvajemente por tipos que las traten bien. Una especie de mundo del revés, habilitado por el dinero.

Toda la película consiste en una sucesión de espectáculos de este tipo, y se subraya incansablemente que las mujeres son reinas que deben ser honradas, como en esas publicidades de electrodomésticos que te compelen a gastar abundantemente en el regalo de día de la madre porque si ella te cocina y te lava todo el año, regalale una buena tablet. Así, por turno, van recibiendo los generosos servicios de Mike y sus amigos strippers las negras, las gordas, las señoras grandes cuyos maridos las cogen con la luz apagada, las divorciadas que nunca estuvieron con otro más que con el esposo, las cuarentañeras a las que ya se les está complicando el levante. Jamás se dice que ellas sean inferiores a los hombres que se les desnudan enfrente, pero eso es transparente: las únicas pares de los strippers en la película responden a los modelos “hot” y son Jada Pinkett Smith, Elizabeth Banks y Amber Heard. A la última, linda como una modelo e independiente, que no necesita de ningún stripper para levantarse la autoestima porque le basta con un espejo, se le dedica el último strip tease, porque después de haber convencido a todas las losers hay que conquistar a la que anda libre por el mundo, la única chica fuerte que parece un poco feminista. Ella descubre que dejarse revolear por un stripper y que le planten el bulto en la cara puede ser divertido, y todos, pero absolutamente todos, se dedican a ignorar los dólares que caen sin cesar sobre los cuerpos de los bailarines y representan la única liberación femenina que se puede imaginar y permitir el mercado, la de convertirse en consumidoras que puedan tarjetear un dildo, una suscripción a una página porno, o derrochar unos cuantos billetes en un tipo. Por fin, igual que los hombres.

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