Viernes, 9 de octubre de 2015 | Hoy
VIOLENCIAS
En junio, apenas una semana después de la concentración Ni Una Menos, Celina Benitez se encontró con su hija agonizando en la cama cuando volvía de trabajar, tuvo que pelear con el agresor –su pareja– para que la dejara llevarla al hospital, escuchar una vez más sus amenazas, sobreponerse al miedo a los golpes para conseguir que la atendieran. La nena murió apenas llegó a la guardia. Dos días después, cuando el agresor fue encontrado ahorcado en su celda, se ordenó la detención de Celina por abandono de persona agravado sin que se tuviera en cuenta que ella también era víctima. Su caso no es único ni el primero: en las cárceles de la provincia de Buenos Aires hay un 2,9 de la población penal femenina que está condenada por delitos calcados en los que nunca se hace visible la violencia machista que estas mujeres sufren. Celina, sin embargo, encontró una red de activismos y voluntades feministas que la acompañan y que lograron, a través de presiones mediáticas e institucionales, que pudiera esperar el juicio en libertad. Su historia desnuda cuánto falta, cuánto se falla, cuánto se ignora desde las instituciones para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres.
Por Marta Dillon
Era su segundo día de trabajo en una casa nueva que le había recomendado su hermana. Celina Benítez estaba acostumbrada a la tarea y sabía cómo ordenarse. Todavía no había cumplido los 23 que tiene ahora pero sabía de que se trata ser empleada doméstica desde antes de terminar la secundaria, cuando todavía soñaba con ser obstetra para que ninguna mujer tuviera miedo de ir al hospital a parir, como le había pasado a su mamá en los cinco partos que siguieron al primero, cuando la habían maltratado tanto. Lo primero, siempre, es poner a andar el lavarropas. El zumbido del agua que se lleva la mugre ajena sería la música que iba a acompañarla mientras hacía las camas, fregaba los pisos, metía la mano en el desagüe para sacar los pelos que no dejaban escurrir el jabón con el que había limpiado la bañadera. Así, poco antes de terminar, podría colgar las prendas limpias en la terraza y dejar que el viento se lleve la humedad que el centrifugado no puede quitar. No tenía mucha confianza con su nueva patrona pero se animó a prender la televisión mientras no estaba. En todos los canales las imágenes se repetían: mujeres en la calle, mujeres en las plazas, mujeres con historias que contar que parecían asaltar a cualquier cronista que se animara a hacer una pregunta. Era miércoles 3 de junio y Celina se detuvo frente a la pantalla plana del dormitorio principal, sosteniendo el palo del escobillón con sus dos manos, apoyando sobre ellas la barbilla, absorta. No se había enterado hasta ese momento de lo que significaba esa consigna que se repetía en carteles impresos o fabricados con marcador sobre cartones: Ni una menos. Pero sabía, de alguna manera, que todo lo que escuchaba hablaba de ella. La furia le llenó el pecho de fuego, un ardor como de acidez, que quema y se traga lo mismo. “Son sólo cuatro horas” –se dijo– “en cuanto llego lo hago”. Pero no eran cuatro, había que sumar dos más de viaje entre Pablo Nogués y Derqui, ahí donde estaba su casa, en el barrio La Escondida; ahí donde estaba su hija Melina esperándola para tenderle los brazos y refugiarse en su cuerpo generoso. Tenía la piel lechosa como la de su mamá y el pelo igual de negro pero se animaba un poco más a la sonrisa; un año y nueve meses y era capaz de entrar en una habitación llena de personas desconocidas y darle un beso a cada una. Así la describe Celina, en presente, con un moño al costado de la cabeza y un vestido fucsia como el que luce en la foto que la madre muestra aunque ya haya nada de qué reírse. “Ese miércoles –dice– llegué a mi casa y le metí todas sus cosas en una valija, la tiré a la puerta. Se había ido apenas entré pero me olvidé de cerrar la puerta con llave. Volvió enseguida y me arrastró de los pelos para afuera, me obligó a entrar la valija, tuve que guardar otra vez toda su ropa mientras él me pegaba patadas. Meli se había dormido, creo que no se enteró. Cuando terminé me llevó de los pelos para afuera otra vez, me obligó a asomarme al pozo ciego, me dijo que la próxima que le hiciera algo así me iba a tirar. Lo único que pensaba era qué iba a ser de mi hija si él me llegaba a hacer lo que prometía. Qué iba a ser de ella si yo era lo único que Meli tenía”.
–Yo a vos te denuncio –se envalentonó Celina lo mismo cuando logró meterse en la cama y darle la espalda a ese cuerpo macizo, torneado en jornada de trabajo de albañil que había empezado a ablandarse por la falta de actividad. Luis Carlos Alonzo, 25 años y unos cuantos meses viviendo de arriba, no la dejó descansar. Apretándole el cuello con los dedos cortos, la obligó a apoyar la espalda sobre el colchón, se le subió encima. Celina apretó los dientes y ni siquiera se movió, sólo esperó a que él se descargara. Era el riesgo menor, a escondidas seguía tomando las pastillas de Nogestrel que le habían recetado en una salita. No iba a quedar embarazada de Alonzo, aunque él quisiera, ella no iba a dejar que eso pasara.
“En el diario de Pilar, la primera noticia sobre el asesinato de Melina estaba ilustrada con una foto de Celina sonriendo junto a su pareja; es la construcción del monstruo, como si esa foto hablara de algo más que de ese instante”, Sabrina Cartabria lo dice y se acomoda un poncho de lana que no alcanza para cubrirla del todo de un frío que desbarata una primavera demorada. Tiene 30 años, una locuacidad apabullante y una boca apenas pintada que más que hablar, dispara. Ella integra la Coordinadora Feminista Antirrepresiva, una colectiva que se formó poco después de haber conseguido la liberación de Yanina González, una joven con un leve retraso madurativo que estuvo un año y medio presa, acusada de abandono de persona contra su hija Lulú, que murió a causa de los golpes que le propinó su ex pareja, Alejandro Fernández. Aun así, el tipo fue uno de los principales testigos en la causa que tenía como imputada a Yanina y que organizó la titular de la fiscalía especializada en violencia familiar y de género de Pilar, Carolina Carballido Calatayud, aun antes de acusarlo a él como agresor. “Nuestra mayor capacidad es la movilización, el cuerpo en la calle y la agitación en los medios. Trabajamos en red y así le decimos a la Justicia: ‘fijate lo que hacés porque te estamos mirando’. Les marcamos la cancha”. Sabrina es abogada del Programa de Salud Sexual y Reproductiva de la Provincia de Buenos Aires y además asesora de la diputada del FPV, Lucía Portas, su teléfono suena insistente y cuando contesta es más enérgica todavía.
–Escuchame, si una piba de 13 años va a un consultorio por sus propios medios y demanda un método anticonceptivo se lo tenés que dar ¡Esa chica está haciéndose responsable de su cuerpo y de su vida!
Cuando corta, menea la cabeza en señal de hartazgo; no puede creer que haya cosas que no se entiendan tan fácil como ella las ve y enseguida retoma el diálogo. “El problema es que no se le da entidad a la violencia que termina en femicidios. El de Lulú, como el de Melina, son femicidios vinculados; es una violencia terriblemente aleccionadora y la falta de formación y compromiso de quienes imparten justicia refuerza la lección, revictimiza a las víctimas, no las ven pero las aplastan”. A Yanina, decían las pintadas en la calle el día en que finalmente fue absuelta y reafirma también Sabrina, la liberó el feminismo. Y son cientas las fotos que se pueden revisar en la que montones de mujeres cantan, gritan, pintan paredes y hacen guardia durante el transcurso de las audiencias de ese juicio injusto contra la joven. “Si la Coordinadora se llama también ‘antirrepresiva’ es porque nos propusimos trabajar para la libertad de las mujeres que reciben un trato injusto y misógino por parte de la Justicia”. Con Yanina lo consiguieron, a pesar de que la fiscal apeló enseguida la absolución, la procuración desestimó la apelación de inmediato por falta de consistencia en la acusación basada, sobre todo, en el arquetipo de la mala madre. “Si tocan a una, respondemos todas”, es uno de los lemas de la CFA, que además se propone acompañar a las víctimas hasta que logren empoderarse, vincularse con las instituciones que deben brindarles recursos, pararse otra vez sobre sus dos pies frente a la vida. En el celular de Sabrina hay una foto en la que está ella y dos compañeras más, las cabezas semi rapadas y la sonrisa radiante, junto a Yanina y Celina; todas irreversiblemente implicadas. Por el dolor, sí, pero también por la acción.
Había pasado una semana exacta desde el 3 de junio, miércoles de nuevo y la tercera vez que Alonzo quedaba al cuidado de Melina. No era lo que Celina hubiera preferido, ella solía contar con una vecina, Doelia, que le cuidaba a Melina cuando trabajaba en Grand Bourg. Ganaba 4200 pesos y 1300 los destinaba al cuidado de la beba. Era agotador, se levantaba a las cuatro de la mañana, preparaba a la beba, corría a lo de su vecina y después de nueve horas de trabajo, cuando caía la noche volvía a buscarla. “Por eso en abril de este año tuve que dejar, extrañaba mucho, necesitaba encontrar un laburo más cerca o de menos horas, para desayunar con Meli, al menos, o no encontrarla tan cansada”. No fue fácil dar con otra casa donde hacer las tareas domésticas, “trabajo hay, pero te quieren todo el día. O con cama”. Y casi nunca con aportes o seguridad social, a pesar de la ley que debería proteger a las empleadas domésticas. Menos si se ha migrado desde Paraguay y no hay días libres para tramitar los documentos. Celina cumplió ese régimen de vida enajenada durante cuatro años, a los 18 entró con la “señora María” y se retiró por un tiempo, el tiempo de parir y amamantar menos de los tres meses reglamentarios. “Cuando me embaracé me tuve que ir y entró mi hermana. Después, mi hermana se embarazó y entré yo de vuelta. Siempre es así, no te pagan licencia y encima tenés que encontrar reemplazo vos si querés volver”. Dejó la casa de Grand Bourg en abril, un mes después de mudarse con Alonzo. Él, se suponía, trabajaba en la construcción, en Ituzaingó, pero ni bien Celina dejó su trabajo, hizo lo mismo.
–Hasta ahí era un careta total, al principio todo bien. Pero cuando dejé lo de María empezó a tratarme de vaga, a ponerse agresivo, que necesitaba plata porque la suya la mandaba para su hija. Empezó con los golpes, un día le mostré los moretones a mi hermana…
–¿Y qué te dijo ella?
–Que no me tenía que tratar así, pero yo ya le había dicho lo mismo a ella. Un día lo tuve que parar al marido porque le pegaba también.
En La Escondida, tanto el trabajo doméstico como la violencia machista, son temas de los que las mujeres podrían dar cátedra.
–El primer día que volví a laburar, le dejé a Meli a Doelia, pero cuando volví se puso re agresivo, me amenazó con un cuchillo, me dijo que no podía tirar la plata. Y él tenía una nena, igual que Meli, habíamos salido juntos varias veces…
Celina llora, todo el resto del relato lo hará llorando, consolada por Mila, también integrante de la CFA, una estudiante que migró desde Chile con la esperanza de hacer cine pero encontró mejor camino en la enseñanza de yoga. Mila hablará bajito en el oído de Celina, le dará flores de Bach para que encuentre algún equilibrio en medio de la angustia, se ofrecerá para darle algunos ejercicios de yoga, “porque el dolor está en el cuerpo, no hay que olvidarse del cuerpo”, insistirá. Y Celina agradece, pero las lágrimas no ceden, cómo podrían hacerlo.
–Ese miércoles 10 de junio yo salí apurada de trabajar, había hecho doble jornada porque el lunes había sido feriado. Y no sabía por qué, pero sentía que tenía que llegar. Tenía un colectivo de Pablo Nogués a Derqui pero no llegaba nunca, así que me tomé otro a José C. Paz y de ahí el tren a Derqui. Tenía sensación de llegar, no podía más.
A las seis y media de la tarde entró en su casa, fue directo a ver a Meli. “Estaba tiradita en la cama pidiendo por mí. La toqué y tenía la ropa húmeda. Le dije acá está mamá, acá está mamá. Y ella me pedía upa. La abracé, le vi moretones en la pancita, le pregunté a él qué había pasado y dijo que se cayó. La envolví en una manta y me quise ir para el hospital pero él me frenó, me amenazó, me dijo que ya se le iba a pasar. Igual la voy a llevar al hospital, le dije y salí corriendo. Él salió atrás mío. Si hubiera sabido, lo mataba ahí mismo.
El viaje al hospital materno infantil de Pilar fue desesperante, Celina sentía cómo bajaba la temperatura de Meli, la abrigaba con su cuerpo pero nada, cuando consiguió un auto que la lleve porque el colectivo demoraba demasiado, sabía que algo no estaba bien. La entregó en la guardia, fue la última vez que la vio. Alonzo dio un par de vueltas por ahí, le pidió prestada la SUBE a Celina con la excusa de ir a buscar ropa para la nena. Cuando la policía lo fue a buscar, con la descripción de él que había hecho Celina, estaba saliendo con un bolso propio, listo para fugarse.
En la autopsia se comprobó el abuso sexual, los golpes en el torso, en el vientre, las mordidas, las quemaduras. Aunque en un principio se dijo en los medios que esas marcas eran de larga data, las pericias no están terminadas y sólo están en duda de ser antiguas las marcas de dientes. Alonzo fue detenido y antes de que pase el segundo día fue encontrado ahorcado en su celda de una comisaría. A Celina la fueron a buscar ese mismo día, no la habían dejado reconocer el cuerpo de su hijita, no la dejaron despedirse nunca más. Ni siquiera le dijeron por qué se la llevaban de su casa, lejos del cobijo de su mamá que había viajado de inmediato desde Ciudad del Este y fantaseaba con su hija con llevar los restos de Meli a la casa familiar. “Porque los angelitos se entierran en las casas, no en cualquier lugar”.
–Primero me llevaron a la comisaría de la mujer, una psicóloga me hizo preguntas pero nunca contestó las mías, nada me decían. Me hicieron firmar un papel que no leí, me dejaron en un patio y ahí ya empezaron a escupirme, a decirme “negra, paraguaya de mierda, volvete a tu país, hija de puta”. Después me subieron a un auto, de la comisaría de Villa Astolfi al hospital de San Isidro, todo ese viaje con una policía morocha y otro más que me mostraban en su celular las fotos del cuerpito de mi hija y las agrandaban para que viera las peores partes. Después me pegaban, me insultaban. Y yo no podía ver eso, no podía…
La lista de torturas a las que fue sometida Celina Benitez se fue acumulando durante dos días. Laurana Malacalza, coordinadora del Observatorio de Género de la Defensoría Pública de la Provincia de Buenos Aires la registró después de entrevistar a Celina en la cárcel de Melchor Romero. La red que había tejido la CFA se tensó rápido. Los medios, al menos aquellos que cuentan con periodistas que entienden de perspectiva de género, tenían los antecedentes de la fiscal Carballido Calatayud que acusaba a Celina, como antes lo había hecho con Yanina González, por abandono de persona agravado. Laurana y el OVG eran parte de esa red y rápidamente sacaron un comunicado alertando sobre las torturas sufridas por Celina y de la falta de compromiso y entendimiento sobre el modo en que opera la violencia machista de la fiscalía supuestamente especializada en violencia de género que tenía la causa a su cargo. Enseguida pidió una entrevista con Carballido y ahí se topó con el mismo método de ¿convencimiento? que la policía había usado para obligar a Celina a que declare en su contra: lo primero que hizo la fiscal fue mostrarle unas fotos verdaderamente crueles en su modo de encuadrar del cuerpo de la beba que nunca llegaría a cumplir dos años.
–“¿Digamé, doctora, qué quiere que haga con esto?”, me dijo la fiscal. Las imágenes eran tremendas, aun así, buscar una culpable porque sí, sin entender que Celina también era víctima, no es hacer justicia por la chiquita.
–¿Cómo puede ser que la titular de una fiscalía especializada en violencia de género se maneje reiteradamente de esa forma?
–Es que no hay ningún requisito formal para ocupar esas fiscalías que se crearon por orden de la procuradora general de la Suprema Corte de Justicia de la provincia, María del Carmen Falbo. Cada fiscal general de distrito arma, si quiere o puede, una fiscalía como esta, pero como no está clara la competencia se mezclan los casos que corresponden a la ley provincial de violencia familiar –que, como para mencionar una falla de inicio, prevee la posibilidad de mediación en casos de violencia machista– con aquellos en los que corresponde aplicar la 26.485 que es la ley nacional para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres. Y lo cierto es que sólo en 7 de las 19 jurisdicciones donde hay fiscalías generales se han creado fiscalías especializadas y no todas tienen la misma competencia. Algunas se dedican a delitos sexuales e intrafamiliares, otras sólo entienden en violencia familiar y alguna más sólo menciona la violencia de género. Esto quiere decir que dejar la competencia de crear estas fiscalías en manos de los fiscales generales no ha sido una buena política de Estado. Deberían crearse por ley, recortar y definir sus competencias y que haya personal idóneo a cargo.
Laurana tiene poco más de 40, una capacidad de trabajo que nunca llega a agotarla y también un gusto por la vida que la lleva a dejar limpias las tardes de viernes para estirar el tiempo propio aunque nunca deje de estar conectada. Para ella, historias como las de Celina o Yanina no son nada nuevo, en 2009 y en 2012 recibió casos similares de dos mujeres encarceladas desde hacía años, acusadas por abusos sexuales que cometieron sus parejas o ex parejas y tuvieron que asumir su defensa directamente después de encontrarlas en completo abandono dentro de la cárcel, sin contacto con el resto de sus hijos o hijas y estigmatizadas por el resto de la población penal. “Después de esos dos casos, en que conseguimos hacer visible el contexto de violencia y reconectar a las madres con sus hijos/as, revisamos las causales de detención de las presas en cárceles provinciales y nos saltó un número a la cara: 2,9 por ciento están por causas de abuso sexual que cometieron hombres aunque las condenan a ellas como co autoras o por supuesto abandono de persona. Es un número altísimo que da cuenta de cómo se invisibilizan los contextos de violencia, no se ve a las mujeres como víctimas, parece preferible condenarlas como malas madres”. En uno de los textuales que Laurana pudo fotografiar de la causa de Celina Benitez a la que nunca más le dieron acceso aunque es prerrogativa del OGV revisar las causas que impliquen violencia de género, la fiscal Carballido Calatayud escribe: “Al contrario de lo que debería haber hecho la Sra Benitez eligió realizar distintas conductas a la debida , ya que se iba a trabajar y dejar a la nena al cuidado de Alonzo, a pesar de darse cuenta del grave estado de salud de su hija quien presentaba lesiones en varias partes del cuerpo claramente visibles y que además le causaban dolor que hacían que no parara de llorar”. La causa de Celina, que apenas tiene 50 fojas y no se ha movido desde junio, no da cuenta de que las heridas sean efectivamente de larga data. Y como única prueba de ese llanto que no paraba, está el testimonio de una vecina que dice que una vez escuchó llorar a la niña mientras su madre estaba en la puerta de la casa. “Yo necesitaba plata para poder irme. El viernes, cuando cobrara, me iba a ir, me iba a volver a casa de mi mamá. Ya no aguantaba más”, dice Celina, aunque esas palabras no fueron registradas en la causa.
–¿Te gustaría conocer a Yani? Estamos ayudándola a terminar su casa, el domingo vamos a pintar, ¿querés venir? A lo mejor ayuda hablar con alguien que pasó por lo mismo –le dice Mila a Celina mientras la sostiene del brazo y le seca las lágrimas, en la casa de Tristán Suárez donde la recibió una prima para que pueda cumplir ahí su libertad condicional. Celina asiente, la reconforta hablar con alguien más, pasa sola la semana entera, junto al niño de 7 que su prima deja a su cuidado mientras trabaja cama adentro. La cita se arma para unas semanas después. Son tres las compañeras de la CFA que harán el recorrido entre Tristán Suárez, al sur del conurbano, y Moreno, al oeste, y de vuelta al sur para dejar a Celina. El encuentro las conmueve a todas, a pesar de las dificultades de Yanina para demostrar emociones y la ansiedad de Celina por compartir su inmensa pena; ella quiere aprender a vivir con el dolor, quiere saber si algún día volverá a sonreír. Rosario Castelli, también de la CFA, es la que va a romper el hielo leyendo para las dos una nota en la que se habla de sus historias y se denuncia a la fiscal Carballido Calatayud. Mientras escuchan, el agua empieza a anegar los ojos. La CFA se propone trabajar sobre historias particulares para hacer visibles los contextos de violencia hétero patriarcal que las provocan. Así fue con Yanina, así es con Celina y los nombres se siguen sumando. ¿Hasta cuándo? ¿Qué clase de relaciones se tejen entre las activistas y quienes son acompañadas? Castelli contesta abriendo un poco más sus ojos de agua. Tiene los dos costados de la cabeza rapados, un aro en la ceja y además de feminista, es parte de Antroposex, un grupo formado en la carrera de Antropología de la UBA:
–La red se va construyendo, creo yo, a través de las personas, mas que como coordinadora. La gente que se siente acompañada, en cierta forma se transforma, igual que lo hacemos nosotras en el proceso. Y después se interesa en las otras causas, se vuelve mas clara la linea en común entre todas. Unir tu historia irreversiblemente con la de otras, saber que lo que te pasó a vos derivó en una práctica política que luego hizo que la siguiente historia fuera distinta, un poquito menos tremenda quizás. Construyendo la historia-memoria cotidiana. Nuestra posibilidad es hacer puentes entre distintas organizaciones, espacios estatales, entre compañeras, entre distintas luchas, desde una ética feminista particular, que en el fondo es lo que nos une. Esto implica un trabajo sostenido en el tiempo, un poco cubriendo todos esos baches que deja la violencia institucional, pero también el desamparo de andar por este mundo sin esa red de afectos que naturalizadamente siempre es la familia. No hay un fin de la intervención, cada una se va armando en función de nuestras posibilidades, del contexto, de las necesidades de cada persona. Las relaciones que se sostienen tienen que ver con una práctica localizada, además de los afectos que se ponen en juego inevitablemente.
Cuando la lectura de la nota que las nombra llega a su fin, Yanina y Celina se abrazan. Celina es la que llora más abiertamente, sus heridas todavía supuran, no sabe cuál será todavía su destino. Pero no está sola y Yanina quiere que lo sepa: “No te preocupes, ya vas a ver, nos vamos a vengar”. Y aunque no sea venganza lo que se se busca si no una “justicia distributiva, a cada cuál lo que le corresponde”, según las palabras de Cartabia, en esa promesa de Yanina a Celina se teje un nuevo nudo, un vínculo, una implicancia que hace la red cada vez más extensa.
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