El XXX Encuentro Nacional de Mujeres desbordó la ciudad de Mar del Plata, la llenó de grupos que deambularon de taller en taller, que llenaron la plaza feminista con sus voces, sus colores particulares, sus deseos y su entusiasmo. La resistencia frente a la violencia machista fue uno de los grandes temas de la agenda de este año, incluso el derecho a abortar de manera segura, libre y gratuita se enmarcó en este discurso, ya que impedir las decisiones de las mujeres sobre sus propios cuerpos es también violencia provocada directamente por el Estado. Pero como si se tratara de una dedicatoria de terror, dos mujeres fueron asesinadas durante los mismos días del ENM y en esa misma ciudad. Otras siete fueron muertas en la misma semana en distintos puntos del país. El final de la tradicional marcha de cierre fue en una represión inédita en 30 años de historia. El duelo se coló en la fiesta y se hizo más hondo a la vuelta, con el travesticidio de la dirigente Diana Sacayán. Escandalosos contrastes de una semana que pasó entre el dolor y la furia y que el equipo de Las12 retrata desde su propia experiencia.
› Por Marta Dillon
Este suplemento se escribe sobre la sangre derramada, sobre los cuerpos que ya no guardan ningún calor, con los ojos mojados, la cabeza caliente, el remedo del gas lacrimógeno en las gargantas, los disparos de balas de goma ardiendo en la piel de tantas. Este suplemento se escribe con fuego en el pecho y un dolor que se hunde en el cuerpo y emerge como rabia. Nueve mujeres fueron asesinadas en una semana, cada uno de estos femicidios convierte cada línea en urgente, cada una de esas historias brutalmente truncadas exhibe todo lo que nos falta, lo que tantas veces no se quiere ver, lo que no se atiende. Alguien escuchó gritar a Julieta Mena, una de las nueve, pero no creyó que era necesario intervenir porque las peleas son cuestiones de pareja. La mamá de Julieta, en medio del dolor, dijo que no había antecedentes de violencia pero que el novio de su hija era muy celoso, controlador, siempre pendiente de lo que ella hacía, a dónde iba, por qué se retrasaba aun cuando el retraso fuera de minutos. Esto es violencia. Esto es un antecedente. Estar alertas es necesario.
Nueve mujeres asesinadas y la última estocada: el cuerpo de Diana Sacayán, ese territorio plagado de las marcas de violencias que se fueron imprimiendo a lo largo de su vida travesti, fue encontrado el martes, sin vida, apuñalado, marcado una vez más y para siempre. Era una dirigente reconocida, acababa de ganar la última lucha que había emprendido, hace apenas dos semanas se había sancionado su proyecto de ley de cupo laboral para personas trans. Este travesticidio exhibe el modo en que unos cuerpos son privilegiados por sobre otros, exhibe lo que nos falta, lo que no se quiere ver, lo que no se atiende. Mientras sus heridas eran inspeccionadas en la camilla de una morgue, la polícia que actuó en el departamento del barrio de Flores insistía en hablar de ella como una trabajadora sexual, aunque Diana hubiera recibido hace menos de veinte días un reconocimiento por sus luchas desde el colectivo Movimiento Antidiscriminatorio de Liberación –MAL– por parte del Inadi, donde había trabajado. Diana Sacayán se había despegado de ese destino obligado que parecen tener las travestis, había recibido su documento con el nombre en el que ella se reconocía de manos de la presidenta; nada de esto fue visto. Un cuerpo travesti, un cuerpo disidente, es leído de manera unívoca, sobre su trayectoria se sobreimprime el guión del patriarcado; ese cuerpo sólo tiene un destino y la policía, el martes, se jactaba de saberlo, “por experiencia”. El travesticidio de Diana redobla el duelo, pone crespones negros en el corazón de su –nuestra– comunidad, carga el pecho de rabia. Y mientras tanto, en radios y canales de televisión eso no se ve, al contrario, agudizan los síntomas del dolor cada vez que se refieren a ella como “un” transexual.
Este suplemento se escribe mientras en el teléfono de una compañera aparecen intimidaciones, se cierra mientras ella hace la denuncia a la fiscalía que le corresponde porque la voz que busca darle miedo se identifica y le dice: “No te acordás de mí? Si vos me conocés, soy Carlos” y el primer Carlos que se recorta en medio de estos días de furia es Pampillón, el ya célebre matón que exhibió la fuerza de su grupo de neonazis frente a la Catedral de Mar del Plata, los mismos que habían atacado a una activista más temprano, en la calle y cerca de la plaza Mitre, esa plaza que fue feminista durante los días del XXX Encuentro Nacional de Mujeres que terminó el lunes pasado. Mientras escribimos, todas las que aquí estamos, después de haber vuelto de esa ciudad al costado del mar donde nos desbordó la ternura que genera encontrarse con otras, escuchar sus voces, compartir sus experiencias, reconocernos en otros ojos, sabernos activas, buscando poder entre todas para sostener nuestras decisiones y nuestra autonomía, todavía se escuchan voces indignadas por las pintadas que “afean” la ciudad y otras más que justifican la represión que el domingo movió la historia de los ENM a gatillazos bajo los caños de metal que apuntaron a las manifestantes. Cuánto tendrán que ver estas voces con las que insisten en reponer la identidad en los genitales, las que se encabritan cuando las corrigen; no, no es un transexual ni un travesti, ¿tan difícil es leer su nombre?
Todo está fresco en la memoria, está escrito en nuestros cuerpos. El miedo por las tres mujeres retenidas dentro de la catedral, los gases que dispersaron la fiesta de las minas que se quieren vivas, que se quieren putas pero de nadie, que se quieren gozosas, deseantes, guerreras. “Creo que resistimos a los gases y las balas porque la noche anterior nos untamos de nuestros sudores y pieles”, escribió alguien en una red social y era cierto que la fiesta del sábado había sido poderosa, arrasadora, tan llena de minas que no había chance de no tocarse con otra. Y disfrutarlo fue parte del Encuentro. Oponer esa fiesta contra el miedo a estos demonios es parte del asunto. Y así, como en ataque de pánico, rezaban los fanáticos católicos frente a las puertas de su templo, como si tuvieran que practicar un exorcismo, como si no supieran cuánto les gusta a las que zarandeaban sus pechos delante de ellos, desafiando el frío con el calor que llevaban dentro, que las traten de brujas, que las entiendan deformes, que no las encorseten en ninguna norma. Sí, somos malas –dicen–. Y podemos ser peores. Porque peor es salirse del guión para quedarse sin líneas y encontrar las palabras al mismo tiempo que se inventa el camino. Sin embargo, no se puede leer la saña más que en el marco de esta oposición. Entre el deseo de ser y reinventarse y el miedo a lo que no se conoce y entonces se lo reprime, se lo vuelve a encajonar a golpes, se lo aprieta hasta la asfixia. O eso intentan. De a una en una, y que sus cuerpos maltratados le hablen a las otras, para que aprendan.
Pero no estamos solas, buscamos estrategias comunes, viajamos a Mar del Plata después de juntar dinero todo el año para saber de otras y poner nuestros saberes en común. Viajamos al lugar del país que sea porque esos tres días de Encuentro son una inyección de poder, son una ventana abierta a lo que podemos ser, caminando de un lado al otro a nuestro aire, las gordas, las viejas, las travas, las putas, las niñas, las jóvenes, las que bailan, las que patean la pelota o la tiran dentro del aro, las lesbianas, las tortas, las chongos, las minas, las encuadradas, las anarcas, las organizadas; todas nosotras, las indisciplinadas. Damos miedo, sí. Puede dar miedo incluso frente al espejo. Porque cuando las minas dejan de creer que son débiles y que la fuerza viene del tamaño de sus músculos –que también los tenemos–, todo puede suceder. Puede suceder que se rebelen, que sus noes se escuchen fuertes y claros, que inventen otros mundos, que dibujen otras trayectorias. En eso estamos. El 3 de junio pasado, cuando dijimos Ni Una Menos, hicimos una demostración de fuerza. El disciplinamiento es brutal. Pero ya no hay pasos que dar para atrás si no muchos otros que impriman nuevas y múltiples huellas, con la memoria de estos dolores que hoy nos atraviesan pero con la potencia de sabernos buscando, vivas, libres, autónomas.
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