› Por Flor Monfort
Cómo abarcarlo todo era la pregunta que me detonaba en la cabeza mientras manejaba por la ruta lo más rápido posible pero no tanto. Desde que soy madre mido los riesgos en función de la vida de mi hijo y ese cálculo también entraba en las ganas de ir al Encuentro. Llegar sana y salva pero pronto, urgente, para ver, escuchar, contar, y abrazar a las miles que prometían pisar la ciudad de la felicidad, que se resignificó en mi vida desde que entré por Constitución y empecé a ver los pañuelos verdes.
Cuando me preguntan cómo fue la experiencia, tengo que decir que nada me hizo acordar tanto a los primeros días de haber parido, ese continuado de día y noche donde las tetas explotan y el cansancio se instala como una piedra en los omóplatos pero la oxitocina del parto regala picos de euforia entre risas y lágrimas. Alegría y agotamiento, alivio y rabia, los sentimientos todo el tiempo cruzados en cada palabra que se decía en los talleres, y el vértigo de no saber qué está pasando en el aula de al lado. “Me puedo acostar con un chico pero creo que jamás podría enamorarme de alguien que no sea una mujer” dijo una chica de 20 en el taller de bisexualidad, donde el debate hizo foco en los modos de vincularse sin hacerse cargo del limbo de la indecisión que otrxs pretenden alegar a las bisexuales. En esa sentencia resumió algo del debate general en la escuela 31, entre collages de lxs niños que allí asisten, tan arraigados a las figuras de polleras o pantalones. En el taller de lesbianismo, en el aula de al lado, discutían sobre la réplica del modelo heteronormativo a la hora de relacionarse, y las más grandes defendían la ampliación de derechos en la figura del matrimonio igualitario mientras las más jóvenes decían “de la unión legal, paso, gracias, porque si refundamos maneras de relacionarnos que sea con nuestras propias reglas”. En el patio, el taller trans ponía de pie a muchas que querían hablar de violencia: “no somos todas iguales, porque nuestros crímenes no pesan igual que los de otras” decían mientas pasaba una hoja con firmas para pedir justicia por el travesticidio de Marcela Chocobar en Santa Cruz.
Mientras todo esto pasaba, los talleres corrían a la velocidad de la luz y una no estaba ahí. El día se apagaba y las voces pedían frenar el tiempo, demasiados relatos, de todas las edades y colores, todas dignas de una larga entrevista, como la de Yelisbeth González, que vino desde Venezuela a Plaza Mitre, epicentro del ENM, y me contó su historia de empoderamiento que arranca con una niñez desamparada y una maternidad precoz, con casamiento incluido. A los 15 enviuda, a los 16 conoce a otro hombre que la tiene de rehén y en la voz de “su presidente”, como lo llama a Chávez, escucha por primera vez la palabra feminismo, y a sus sospechas de que esa vida era una mierda, no solo viene alguien a reafirmarla sino que le explica cómo salir, cómo organizarse, a quién recurrir, y ella termina trabajando para su municipio en el área de género y a salir del espiral de los golpes al que parecía destinada como la de al lado, la de más allá, su madre y tantas más. “Menos mi abuela, que ejercía la violencia ella, creo yo para evitar que la muelan a palos” dijo entre carcajadas. Con 27 años y cinco hijas de entre 2 y 13, Yelisbeth se emociona con la diversidad de etnias que van y vienen y trata de memorizar ese yuyo que le recomendaron para la jaqueca, porque si hay algo en lo que cree además de su militancia sostenida con el cuerpo es en el saber ancestral, ese que la hizo a su abuelita dura como una roca y sabia cual chamana.
La violencia también se nombra en primera persona: carteles que resumen vidas violentadas, fotos que recuerdan viejos femicidios que siguen impunes, femicidios vinculados, femicidas que siguen a cargo de lxs hijxs que dejaron sin madre, estrategias y redes que se expanden al ritmo del whatsapp. ¿La agenda de este Encuentro la marca la curva creciente de femicidios en el año en que Ni una menos hizo estallar la Plaza de Mayo? El domingo a la noche, en la marcha final, si bien desde los balcones había quienes agitaban, muchxs miraban atónitos, como no pudiendo creer lo que veían, cuando las 65 mil hicimos temblar Mar del Plata, así que a la alegría del grito colectivo, por ser tantas, por estar tan unidas, se suma la certeza de que faltan muchas, muchísimas mas para hacer saltar a todo el país.
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