› Por Luciana Peker
Mar del Plata es la ciudad mítica en donde la felicidad podía repartirse entre miles y a los exquisitos del espacio propio los invitaban a retirarse a la soledad del privilegio. Siempre me gustó la potencia de las masas (bueh, seamos coherentes, de las masas, los churros y los copitos empinados en dulce de leche) incluso cuando el sol se amontona en los cuerpos bañados en sal. El cuerpo a cuerpo no es solo amasijo veraniego. Es, también, una elección de multitudes cómplices de gustos y deseos. Y olfateo con recelo la idea de la soledad como conquista.
En el balneario “Alfonsina” pasé mis veranos adolescentes. Elegí cruzar a la playa amontonada del brazo de mi abuelo Benito y pasear por la peatonal en busca de medialunas para mi abuela Tita, mientras tejía el punto garbanzo enhebrando en cinco la aguja y cultivaba la amistad postal. Elegí porque había otro destino posible de enero: una gira transatlántica por Europa que incluía torrentes de violencia a los que siempre, siempre, les dije no, gracias.
Sigo eligiendo el mar y sus mareas en donde hay que saltar la ola brava y encararla de frente. A Mar del Plata y a las montoneras prepotentes de deseos multiplicados en gritos y puentes. La elijo porque me gusta quedarme afónica sin escuchar mi voz perdida sino la de muchas que corean la canción que contagia. Porque cruzar las avenidas entre tantas que no hay final ni principio en una marcha infinita hace de la calle una cancha en donde el partido está ganado desde el principio. Porque a la pica que estalla en el verano de la guerra de vedettes se les pinta con aerosol que las mujeres reales no son así como en las marquesinas y no porque no nos guste andar en culo o nos espantemos de unas tetas gloriosamente paradas, sino porque la arena puede dorar a todas las que sabemos disfrutar del cuerpo tibio y la pancita también se disfruta en saltos de paleta apasionada.
Así canté, mucho entre muchas, cuando llegué a la Catedral de Mar del Plata. Había otra marcha que terminaba en los lobos a los que ya, el sábado 10 de octubre, le habían puesto el pañuelo verde para que el souvenir clásico –y esta claro que no me resisto a la clase- tenga derecho a decidir. Pero ese ahogo permanente que sabe que la Iglesia no tiene representantes en el Congreso Nacional pero se representa solita y sin votos frena el aborto legal, seguro y gratuito tiene su grito permitido –casi solamente- en los Encuentros Nacionales de mujeres donde –al menos una vez al año- las veredas no son metáforas y a cada cual le toca saber donde pararse. Las rejas empezaron a temblar hasta tumbarse y el cara a cara frente a quienes defendían la Iglesia se hacía más visible.
Yo conocía esa Catedral, también, de adolescente. Mi tía abuela iba allá a rezar, pero no quería que yo pase. Un cura la había obligado a “mostrar el jardincito” y, por eso, ella creía en un Dios sin intermediarios.
El domingo 11 de octubre, a la Catedral la custodiaba Carlos Pampillón, dirigente del Foro Nacional Patriótico, enemigo declarado del Encuentro de Mujeres y simpatizante de militares carapintadas. Frente a esa misma Catedral también un grupo de madres se juntaba de espaldas -porque la espalda la daba la Iglesia, ya que nunca las quiso recibir- cuando, en el 2002 denunciaron el abuso sexual de 39 chicos de entre 4 y 5 años, en el Colegio religioso Nuestra Señora del Camino. Ahora, en cambio, se les podía gritar de frente que la complicidad con los violadores no prescribe.
Aún con miedo. Aún después que a las Socorristas en Red las buscara por la marcha un grupo de skinheads que buscaron a las mujeres que ponen el cuerpo a ayudar a otras mujeres a abortar y las golpearan. La búsqueda de intimidar en su cuerpo por parte ya no de arcaicos religiosos sino de renovados fascistas es un signo intimidatorio que no puede pasarse por alto. Tampoco que la marcha frente a la Catedral, con más de tres mil participantes, fue reprimida con gases lacrimógenos y balas de goma que la policía –bonaerense y local- no debía ni portar y, mucho menos, disparar a corta distancia. El ahogo llegó con la noticia de tres detenciones ilegales, no en comisaría, sino en la inédita sede eclesiástica con los grupos ortodoxos de intimidantes huéspedes. La violencia no es añeja sino que se reencarna en nuevas formas y con virulencia. Por eso, como en Mar del Plata, la respuesta es ser y estar muy juntas y muchas.
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