ENTREVISTA
A mediados de 2015, la publicación de La casa de la niebla (Ediciones del Dock), de la poeta cordobesa Elena Anníbali (Oncativo, 1978), ocasionó interés y entusiasmo; el libro recibió elogios de lectores, críticxs y escritores, y el eco llegó a Buenos Aires, donde sigue siendo leída e interpretada por muchxs. El paisaje rural, la muerte como asfixia y como liberación y un universo que va mutando al ritmo de una narradora que pregunta e interpela con firmeza se van tejiendo en sus páginas.
› Por Daniel Gigena
“Vivir cuarenta años en un lugar te da una posibilidad de leerlo como un insecto, en diferentes etapas, ver cómo se ha ido configurando una realidad tan nefasta como la del glifosato, la soja, la de los campos en los que crecí como un terreno desértico. Ha sido arrasado y en las casas de los campos no vive nadie, son taperas, están derrumbadas. Son extensiones de desiertos con soja. No puedo estar ciega ante esa realidad, me parece monstruosa. Sobre todo viendo tanta gente cercana morir de cáncer. Junto con mi hermano, quince chicos más murieron y se lo atribuye al uso indiscriminado del glifosato” dice Elena Anníbali, autora de La casa de la niebla, uno de los libros más celebrados del año pasado. No es, sin embargo, su primera obra. En 2007, Cartografías, el sello de la ciudad de Río Cuarto dirigido por Pablo Dema y José Di Marco, publicó Las madres remotas. “No sé dónde se encuentra ese libro, ha tenido movimiento extraños; no pude ir a la presentación que se hacía con el otro premio, el que obtuvo Marcelo Díaz. Yo vivía en Oncativo en ese momento, el libro tuvo una difusión local, me quedé con ejemplares que repartí entre amigos y no pasó mucho más. Ese libro tenía un hilo: era escribir a través de las voces de otras mujeres. Estaban Nina Simone, Marilyn Monroe, la misma Eva, María Magdalena, personajes de la mitología cristiana y pagana”, cuenta Anníbali en La Tasca, un bar del centro de la ciudad de Córdoba apenas levemente acondicionado por decisión de la Empresa Provincial de Energía de Córdoba, en plan de ahorro de electricidad en pleno verano mediterráneo.
–Sí, casi todos; quería hacer un trabajo con sus historias, un laburo con sus historias y mi voz, hacerlas hablar con mi voz a través de sus historias pero transformándolas, actualizándolas. Fue un primer trabajo. No tuve formación, no fui a talleres ni participé de clínicas de poesía, así que para mí eso era inédito. No ha tenido una corrección por parte de los editores porque era parte del premio de un concurso, así que quedó así.
–El segundo fue ese, de 2009. A Alejo Carbonell, el editor, lo conocí en Córdoba en 2007. Él me invita a una clínica de poesía; fue la primera experiencia que tuve con algo así. Él la coordinaba, trajo a todos los monstruos a ese encuentro: a Irene Gruss, a Damián Ríos, a Osvaldo Bossi. Había que llevar inéditos, y llevé poemas que no cuajaron tanto. En mi blog “Che, Madame…” (chemadame.blogspot.com) había otros que cuadraban mejor. Falté a dos clínicas, pero igual me abrieron la cabeza las devoluciones que me iban haciendo, que apuntaban sobre todo a lo formal. Yo soy de escribir mucho y todo se convierte en exceso, adjetivos, etcétera, los temas no se corrigen ni se tocan. Sus observaciones iban más bien a la estructura formal. En ese momento yo escribía con esa tendencia desprolija. Alejo me preguntó si quería publicar en la editorial que se iba a inaugurar en 2009.
–Es el más prolijo que tengo; también pasó por las manos de María Teresa Andruetto y de Alejandro Schmidt, que no es poco, y fue un año entero de devoluciones, y yo pensaba “no puede ser hasta qué punto están hilando tan fino”, pero fue novedoso y me ayudó mucho para lo posterior, para pensar y repensar lo que había publicado antes y lo que publicaría en adelante. En Tabaco mariposa está muy presente lo íntimo como historia retomada. Me interesaban mucho algunas personas que habían pasado por mi vida y que habían quedado en forma de indiferencia, además de las imágenes de cuestiones rurales. No me resultaba difícil escribir sobre ellos y quería rescatarlos y darles una vitalidad y cerrar sus historias.
–Sí, creo mucho en eso y lo vivo como un miedo a partir de que soy madre. La fugacidad, el riesgo permanente, la precariedad de la vida. Quizá por mi historia personal: mucha gente muerta trágicamente en la familia.
–Mi hermano muere muy chiquito, a los quince años, de leucemia, una larga, tremenda enfermedad. Hay que entenderlo en un contexto de una familia italiana patriarcal, donde él era el único hombre que iba a heredar el apellido. Fue una bomba. Fue una clausura de un momento de la vida, un antes y un después. Entonces yo quedé pendiendo de esa muerte porque tampoco lo pude conocer tan bien; era mucho más chica que él. La forma en que muere, toda la historia, lo que pasó después, me hizo darme cuenta de la importancia de la muerte, que es algo que debiera ser natural o debería estar naturalizado en este momento de nuestra civilización. Lo que creo acerca de la repercusión de mi poema es que había una sensibilidad preparada para recibir ese tipo de libro. El tema de hablar de la muerte me viene dado por lo biográfico; por otro lado, me interesa porque ofrece una veladura; lo que tenés no es nada, digamos. Podés meterte en la especulación, en la pregunta retórica, en la indagación íntima, invocar a Dios.
–Pedir, reprochar, preguntar, preguntarse, no siempre la segunda persona es otro. La muerte está ahí latente, en cada cosa; convivo con eso, con esa música de ver cómo todo se diluye. No es lindo, pero a la vez te otorga una posibilidad de vivir lo que vivís de manera más fuerte: esto que vivo ahora es único y tengo que vivirlo al máximo. También aparece el humor, el grotesco, la risa. Cuando uno llega al fondo de la propia tragedia, si quiere salvarse tiene que salir de ahí con un poco de risa.
–Es algo que tengo naturalizado de haber vivido en zonas rurales; quizás ahora esté escribiendo más respecto a la ciudad, o sobre un paisaje mucho más utópico porque el tema de mudarse, ir, venir, me fue borrando esas primeras imágenes de la infancia. Ahora no hay paisaje, hay preguntas. En el libro que estoy trabajando, que se llama Curva de remanso, aparecen las preguntas.
–En casa no había muchos libros, los que había eran vidas de santos, mi madre era muy cristiana y tuve que buscar una vida espiritual en contra de eso. Mi papá hablaba italiano, entonces hasta no hace mucho tuve lapsus en que no podía recordar la palabra en castellano pero sí en italiano. Habla un poco de la fortaleza con la lengua primera con la que uno se familiariza. Lo indígena no fue intencional, pero está bueno que se vea.
–Las tres secciones están marcadas por las etapas en las que fue escrito el libro; la del medio es la más antigua, la última es la más próxima y los primeros fueron los últimos. Estoy escribiendo a través de la pregunta, existencial, de la experiencia con la vida, con la literatura. Antes escribía lo que salía; estaba bien, estaba bueno, y de pronto me pregunté sobre la carga de la palabra, qué está encarnando detrás, qué verdad hay. También me pasó con lo que vivo respecto de la muerte, todo lo que traía la palabra consigo que estaba dado, como dicho, inamovible, simple, clara, y que empezó a significar otras cosas. Escribo preguntándome el significado de la palabra, queriéndome meter en el núcleo de la palabra y alejarme un poco de la violencia que trae la palabra consigo, la cosa binaria, lo que oficialmente debería decir o a lo que estamos acostumbrados a que diga, o cómo se la fuerza. En ese sentido creo que me involucré por la pregunta filosófica, retórica. Estoy atenta a esa disolución.
–Hubo un momento de formación muy fuerte en el que no tenía biblioteca; me pasé la secundaria buscando en bibliotecas públicas algo que leer. Cuando llego a la universidad encontrarme con la literatura clásica fue muy fuerte, evidentemente me influenció, entonces te hablo de eso porque todo lo que son los clásicos franceses, Racine, Corneille; José María Arguedas; lo andino, lo indígena, lo alemán en lo más místico, esos géneros que tienen que ver con lo fantástico, todo eso creo que fue crucial en mi formación.
–Sí, mucho contemporáneo argentino, ya que me toca ir a lecturas y necesariamente me encuentro con gente de mi generación con la que intercambio libros y eso está bueno porque por ahí a Córdoba no llega. Acá te pasás un inédito. Me gusta Héctor Viel Temperley, Raúl Gustavo Aguirre, Juan Gelman; leo mucha narrativa: Selva Almada, Julián Urman, me gustan cosas de J. L. Andrade, Leonardo Martínez, Alejandro Schmidt. Y acá en Córdoba hay un montón, está Camila Sosa Villada, Leticia Ressia, Laura García del Castaño. Hay un boom de gente que escribe muy bien. Gabriel Pantoja sacó un primer libro que se llama Crack y hace un juego monstruoso con la lírica.
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