CINE
Goodnight Mommy, una película de terror escrita y dirigida por dos mujeres que exploran el universo de lo familiar cuando se vuelve extraño.
› Por Marina Yuszczuk
Puede que solo el terror como género se haya atrevido a plantear, dándole mil caras, el temor primitivo que se instala en el corazón de lo más familiar y conocido, ese rechazo súbito que hace de los vínculos que se quieren pensar como los más estrechos una fuente de sospechas y recelo infinitos: ¿mi hijo es mi hijo? ¿Mi mamá es verdaderamente mi mamá? ¿Estoy segurx de que esta gente es mi familia? El cine se nutre de esa sensación, desde La profecía (1976) o El bebé de Rosemary (1968) –madres que creen serlo de monstruos, criaturas desconocidas que anidan en sus panzas o directamente, vástagos de Satán- hasta las más recientes El orfanato (2007) o The conjuring (2013), donde una madre poseída trataba de matar a sus hijas.
Escrita y dirigida por las austríacas Severin Fiala y Veronika Franz, Goodnight mommy trae una versión elegante y depurada de esas historias, entre el cine de género y el de festivales (de hecho la película estuvo en el de Venecia y en el Bafici del año pasado), que trabaja con solo tres personajes, aislados en una casa en el medio del campo, y evade puntualmente casi todos los golpes de efecto que el cine de los últimos años nos enseñó a esperar. Lukas y Elias son gemelos, practican la costumbre insidiosa de vestirse igual y con su sola presencia agitan esa cuerda aberrante de la duplicación de un individuo. Podrían estar al borde de la adolescencia, pero más bien parece que la vida en el campo los hubiera detenido en una infancia extraña, de bañarse juntos, coleccionar bichos a los que atrapan y conservan vivos, correr por escenarios del terror como bosques o maizales. Esa niñez artificial, cobijada, si es que se la puede llamar así, en una casa moderna hasta la última canilla y picaporte, es tan fría como si todos los clichés sobre el carácter austríaco se cumplieran a la vez.
Y eso no cambia cuando vuelve la madre, ausente por una cirugía en la cara, metida ahora dentro de un vendaje que la vuelve frankensteniana y tan gélida que no hay ni un solo abrazo, ni una palabra emocionada para esos hijos que pasaron tantos días solos. No pasa mucho tiempo antes de que los chicos empiecen a sospechar que esa mujer no es en realidad su madre, pero la frialdad es un punto importante porque la película basa buena parte de su efecto en el malestar que genera ese desamparo de los nenes, sin un solo adulto cerca que se responsabilice por lo que comen o se preocupe por saber si esta noche van a volver a casa. Independientes como gatos, autosuficientes, Lukas y Elias enseguida trazan una línea imaginaria: de un lado queda esa madre oculta en una venda; del otro ellos, cómplices y tan unidos como si se tratara de uno solo repartido en dos cuerpos. De ahí en más, el empeño principal de los chicos estará puesto en empujar a esa mujer de varios modos posibles para que les diga la verdad, la que ellos creen que ya saben.
Goodnight mommy (que en realidad se llama algo así como “Veo, veo”) es una película de climas y sensaciones antes que una historia compleja. Lo que sabemos de la madre y los hijos al principio de la película apenas suma algún dato antes de llegar al final, aunque una está todo el tiempo preguntándose si alguna vez hubo un padre o si los chicos no van a la escuela. Pero esto que puede ser una propuesta interesante se convierte en una debilidad cuando las directoras eligen, antes que transmitir y generar tensión con las cámaras, apelar a algunos trucos más burdos que tienen que ver con el asco, como ese cascarudo gigante que los chicos depositan sobre el cuerpo de la madre dormida. No voy a contar más, pero hay un punto en el que Goodnight mommy va para ese lado y se estropea, en el que todo el esfuerzo puesto en construir una geometría tan intangible como un estado mental se precipita en el intento, más pobretón, de medir cuánto nos puede afectar físicamente lo que no es otra cosa que una sesión de tortura.
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